sábado, 26 de diciembre de 2015

Por extraño que parezca

Hemos llegado a unas fechas bastante señaladas. Podemos creer en la Navidad o no, eso ya depende de lo que sienta cada quien, pero desde el Paralelo me gustaría haceros un regalo y como no podía ser de otra manera viene envuelto en una de mis locuras. Feliz Navidad y gracias por seguir leyéndome a pesar de que Aurora ya haga tiempo que no esté en la serie, a pesar de que lo que se avecina con Celia pueda parecer desesperanzador y a pesar, precisamente, de mi locura.


El ramo de flores llegó a casa Silva a eso de las seis de la tarde, Merceditas lo recogió entusiasmada y subió a la habitación de Celia, la destinataria, para entregárselo. Justo en ese mismo momento, un ramo de idénticas características, apareció ante los ojos de Aurora en su casa de Cáceres. Era un ramo sencillo, dos rosas rojas y una blanca atadas con un lazo de seda verde. En ambos había una nota, ambas decían lo mismo:


Si confías en mí, venda tus ojos con la esperanza de ese lazo.
Yo estaré esperando en la habitación de siempre.

Como podréis suponer, ese ramo y esa nota, fueron enviados y escritos por mí. No voy a deciros que fue fácil que cedieran a la sugerencia. Celia, después de todo lo ocurrido, de las amenazas y el ataque a Sofía, se mostró un tanto reticente a vendarse los ojos a pesar de que su corazón dio un vuelco al imaginar a Aurora en Madrid de nuevo, en su habitación, esperando para verla entrar por la puerta. Aurora, leyó la nota dos o tres veces seguidas, cada vez que lo hacía miraba a su alrededor auto convenciéndose de que seguía en Cáceres y que por tanto sería imposible, por mucho pañuelo de seda que utilizase o muchas ganas que pudiera tener, llegar hasta aquella habitación. Fue curioso ver como las dos se sentaron al borde de sus respectivas camas con el pañuelo de seda entre las manos, dudando mientras lo acariciaban, mientras se perdían en ese color que las instigaba a confiar. Respiraron a la vez, sin saberlo, profundamente y tras el golpe de cabeza afirmativo con el que se infundieron valor mutuo, colocaron el pañuelo sobre sus manos y se cubrieron los ojos anudándolo con cautela sobre sus nucas.

--¿Puedo quitarme el pañuelo ya? --preguntó Celia que, tras haber sentido el impulso de una fuerza desconocida parecida a la que se siente cuando sueñas que te caes, andaba un tanto inquieta.
--Si me lo permites, me gustaría ser yo quien deshiciera ese nudo.

El corazón de Celia se encogió al escuchar aquella voz frente a ella. Era una voz que conocía bien, quebrada, dulce, como traída del mismo centro del corazón de Aurora que esperaba expectante la respuesta. Aquella voz, con la que habréis vuelto a leer la frase, con la que habréis retomado una esperanza que últimamente anda algo apagada, dejó a Celia sin la suya, que solo acertó a girarse para acceder a la petición. El pañuelo cayó despacio, mecido por el viento inexistente y Celia abrió los ojos para comprobar que ya no estaba en su habitación, si no frente a la cama de aquel hotel que tantas veces la había sentido desnuda.
--¿Cómo...? ¿Cómo es posible? --preguntó mirando a su alrededor, buscando en el rostro de Aurora una respuesta que ella tampoco tenía.
--No lo sé. Hasta hace un minuto yo estaba en...
Aurora se quedó en silencio, no pudo terminar la frase. Los ojos de Celia se habían clavado en ella, cristalinos como la fina capa de hielo de un charco. Ambas se miraron con ternura, se añoraban, tenían demasiadas cosas que preguntarse, demasiadas cosas que aclarar, cosas que velaban el amor que intentaba hacerse un hueco entre las contradicciones que aceleraban sus corazones expectantes.
Celia bajó la mirada hacia el vientre de Aurora, pero tenía el abrigo doblado sobre su brazo izquierdo y no pudo apreciar si bajo él escondía la barriga de una embarazada, tampoco si en su mano lucía una alianza y la confusión se apoderó de ella de un modo en el que me vi obligada a intervenir.
--Disculpad que me entrometa --dije después de llamar a la puerta y de que Aurora, al reconocerme, me dejase pasar --. He sido yo quien os ha traído hasta aquí. En mi mundo es Navidad y este es mí regalo --ambas se miraron entre sí compartiendo confusión --. Yo envié las flores, sé que os añoráis y siento que os necesitáis y aunque nada de esto sea real, estoy segura de que podréis sentiros como antes...
--Nada es como antes --respondió Celia afligida mientras en su cabeza recordaba la carta de Aurora, su paso por la cárcel, el miedo que pasó con las amenazas o la culpabilidad por la herida de Sofía.
--Lo sé Celia. Sé todo lo que has pasado, lo que estás sufriendo, lo sola que te sientes y puedo asegurarte que para ella --dije señalando con la mano a Aurora que escuchaba atenta y apesadumbrada --, tampoco esta siendo fácil, por eso os he traído hasta aquí. Vedlo como un sueño si queréis, si eso lo hace más posible, pero disfrutadlo porque no sé cuantas ocasiones tendré de volver a hacer que esto suceda.
Ambas me miraron como si estuvieran viendo ante sí a una loca que ha perdido el norte y con él el juicio.
--Vamos a hacer una cosa. Cuando yo salga de esta habitación me llevaré conmigo vuestros tormentos, me los quedaría para siempre pero debo devolverlos cuando vosotras decidáis salir, ese, es un poder que todavía no he desarrollado. Saldré y os dejaré a solas, el momento que viváis aquí dentro lo decidiréis vosotras. Si alguna de las dos no está de acuerdo que me lo diga, puedo hacer que esto termine ahora mismo si lo preferís.
Ninguna dijo nada. Aurora me miró agradecida y pude ver en sus ojos que añoraba ser ella misma, que estaba deseando romper las cadenas a las que se había atado y por las que había renunciado a sus valores. Valores que no había perdido pero que escondía en un baúl por un bien que no era el suyo y que sin embargo sentía como propio en un deber que no comprendía y por el cual, ya no le estaba permitido luchar. Ella amaba a Celia, la amaría toda la vida y aunque nadie lo supiera y nadie pudiera verlo, seguiría siendo así para siempre. Celia me miró pensativa, estaba valorando el daño que podría hacerle volver a estar a solas con Aurora, lo sola que podría volver a sentirse cuando mi proposición terminase. Sentí como por su mente pasaban otra vez las frases de la carta, como aquellas palabras le dolían mientras explicaban una felicidad en la que no terminaba de creer. Como sopesaba hasta que punto creía en mí, en la promesa de que al irme me llevaría todo cuanto frenaba su deseo.
--¿Recordaremos esto cuando nos vayamos?
--No Celia, por lo menos no todo, os dejaré las sensaciones, esas que se tienen cuando sabes que has soñado algo hermoso y sin embargo no consigues recordar el qué, no me esta permitido cambiar el rumbo de vuestras vidas y esto lo cambiaría.
--Así que cuando te vayas te llevaras nuestros temores...
--Sí, todo lo que os ha ocurrido desde la ultima vez que os visteis aquí desaparecerá.
--...y cuando nos vayamos nosotras esto no habrá ocurrido ¿no?
--Así es Celia.
--¿Qué podemos perder entonces?
--Nada.
--¿Y ganar?
--Eso, tendrás que descubrirlo por ti misma.

Cuando cerré la puerta del hotel sentí sobre mis hombros una carga que no era mía. Había prometido llevarme sus temores, pero lo que no sabía era que pesaban tanto. Los de Aurora estaban enmarañados, enredados en una pelea de deberes y quereres que me obligó a detenerme. Miré hacia atrás, hacia la puerta que acababa de cerrar y sentí compasión por ella. Por la falsa libertad en la que había decidido vivir, por el dolor de su corazón a medida que la pluma avanzaba mintiéndole a sus sentimientos sobre el papel de aquella carta que creyó también haría libre a Celia. Por haberse convertido en una mujer sin voz de cuyos silencios dependía la felicidad de las personas que nunca habían comprendido que la suya dependía, precisamente, de no estar callada. Los temores de Celia pesaban casi tanto como los de Aurora, pero por los suyos no sentí compasión sino comprensión. Comprendí la soledad que le atemorizaba, esa que incluso se había apoderado de su sueño por ser maestra, esa que se acuesta contigo cuando te sientes tan diferente que no encuentras tú lugar y de la que, hasta que aprendes que si no eres su amiga no se irá jamás, huyes en direcciones que te llevan a la compañía de personas que no entienden que esa soledad no es moneda de cambio para el amor.

--¿Qué es eso que hay sobre la mesa? Parece una carpeta y mía no es.
--Mía tampoco.
Despacio se acercaron hasta la mesa y durante un segundo dudaron si debían o no, abrir aquella carpeta que, sin querer evitarlo, olvidé sobre ella al irme. Finalmente lo hicieron, sentadas al borde de la cama, Celia comenzó a leer lo que ponía en mis notas con el nerviosismo en la voz de quien siente estar haciendo algo que no debería hacer.

En la vida todo pasa, la felicidad presente es corta por lo que no deberíais sacrificar la futura, buscadla y construidla, no estáis solas. No lucháis solas, ni siquiera lo hacéis por vosotras si no por las mujeres que desde su silencio os necesitan. Rendirse no es una opción. Recordad las palabras de la lucha, las promesas de amor que os hicisteis, recordad eso y triunfaréis. Perder a quién se ama no es sencillo, pero que eso no sea impedimento para retomar vuestra vida, vuestros sueños en un punto en el que ambas acariciasteis la felicidad con la punta de los dedos. Los baches hay que superarlos, debemos sobreponernos a las cosas malas que nos suceden en la vida, no dejéis que nadie os condicione porque si no lucháis vosotras por lo que queréis, por lo que deseáis, nadie lo hará. Sois nuestras amigas, nos hacéis sentir bien, a gusto con lo que somos, nos lleváis de la mano en este caminar y aunque la vida sea como una atracción de feria, en la que a veces estás abajo y no sientes que mañana puedas estar arriba, debemos seguir luchando por lo que queremos, por eso que somos. No debemos conformarnos con lo que debemos o tenemos que hacer, porque al sucumbir a ello dejamos pasar lo que de verdad queremos o merecemos. Debéis luchar, ya queda poco sufrimiento, pronto las cosas volverán al lugar del que nunca debieron alejarse. Perder a una persona no es razón para perderse a uno mismo, para dejar de ser quién se es, tenéis en vuestras manos la esperanza de muchas mujeres que confían en vosotras, no perdáis la vuestra, eso debe ser lo último de lo que desprenderse. Os merecéis superar los obstáculos, el amor que os espera tras ellos, porque aunque el cielo este nublado, el sol nunca desaparecerá.  Os necesitáis; Celia, te necesita más que nunca, aunque las circunstancias de tu vida te obliguen a mentir, a no luchar. Ella sigue amando sus libros, las letras, lo humano y sigue admirando y valorando a las mujeres como tu Aurora, que siendo un vendaval apareciste para enseñarle lo que era el amor, un amor que permanecerá por encima del tiempo, al que no deberías renunciar de esta manera porque tu ausencia duele tanto que no es solo Celia la que ha perdido la esperanza, la ilusión, tú también lo has hecho porque te añoras a ti misma y deberías intentar volver a serlo, porque nada es más doloroso que perder la oportunidad de amar. No os deis por vencidas, ni aún estando vencidas.

Tras leer aquellos apuntes, Celia y Aurora, siendo de nuevo ellas mismas por completo, mirándose sin comprender bien por qué en aquel folio se hablaba de ellas de esa manera, permanecieron inmóviles y en silencio varios minutos. Cuando fueron capaces de asumir todo cuanto acababan de leer, se abalanzaron, la una sobre la otra para perderse en el beso apasionado de dos amantes que hace horas que no se ven. Sus lenguas se entrelazaban al compás de su acelerada y a la vez contenida respiración. Aurora sujetaba la cara de Celia mientras ella se abrazaba a su cintura para evitar que entre sus cuerpos quedase un solo espacio. Los labios fueron cediéndole la oportunidad al cuello y cuando quisieron darse cuenta yacían bajo las sábanas blancas de una cama que las acogió como si nunca hubieran dejado de visitarla. Entre beso y beso se miraban y se rieron con esa carcajada que te hace sentir vergüenza al escucharla ridícula y que sin embargo no se puede controlar. En la calle... Iba a escribir que era de día, que la gente caminaba de un lado a otro, de tienda en tienda, de café en café o de banco en banco, pero la calle no existía para ellas, así que tampoco lo hará para vosotras.
La promesa de que me llevaría sus temores, pareció no surtir efecto sobre la piel de sus cuerpos que se enredaban entre caricias rápidas, tiernas y pasionales, una mezcla de anhelos con los que se desprendieron de las sábanas que empezaban a molestarles. Entre besos, caricias y te quieros susurrados, se quedaron dormidas, envueltas en un abrazo cálido para el que ambas sintieron que habían nacido y del que ninguna de las dos se hubiera querido separar.

Yo tampoco hubiera querido hacerlo, ni separarlas, ni dejaros con las ganas de escuchar gemidos inundando la habitación, pero el sonido que de verdad importaba, el que me ha hecho llevarlas de nuevo hasta allí, no era ese, si no el de sus corazones marcando el ritmo de un pasado que anhelamos y de un futuro en el que confiamos a pesar de este presente incierto al que, por extraño que parezca, no le cederemos nuestra ilusión.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Se sentía sola

El día de Celia no comenzó de la mejor manera, la conversación con su hermana Diana no fue sencilla. Pedir paciencia y comprensión para una persona que por tu parte no merecería ninguna de las dos cosas no había resultado sencillo, pero conocía a su hermana y pensó que nada bueno saldría de ella de haberla instigado a la conversación que pretendía mantener con don Luis.


Por suerte, Carlos y Sofía se acercaron hasta la casa Silva para proponerle algo que no estaba en sus planes inmediatos y a lo que sin embargo accedió encantada. Eran contadas las ocasiones en las que alguien contaba con ella para algo... digamos, social, y aunque eso le importaba más bien poco, el hecho de que la pareja hubiera pensado en ella como dama de honor para su enlace, le hizo una ilusión infinita. Si Sofía no fuera Sofía, ni Carlitos Carlos, hubiera dicho que no con toda probabilidad, pero en parte se sentía en deuda con ellos después de lo ocurrido, aunque bien era cierto que la pedida se llevó a cabo precisamente por eso, a que Sofía no le había dado importancia al hecho de que la puñalada no fuese para ella y a que Carlos le había pedido perdón por su reacción en el hospital, seguía pesando más la parte culpable de su conciencia, que la que no lo era.
Aceptó y sonrió al verlos ilusionados, pero esa sonrisa desapareció en cuanto ambos preguntaron quién sería su acompañante, bueno, a decir verdad no desapareció, sino que se transformó en un cinismo que odiaba y al que últimamente acudía demasiado. Celia no había caído en eso y la impertinencia de la pareja al elucubrar sobre la respuesta de que acudiría sola, le hizo sentirse un tanto incómoda. Habían halagado su belleza y su saber estar, incluso su inteligencia, pero para aquellos niños, la sociedad era la sociedad y no comprendían que una mujer pudiera ser feliz rodeada de libros, que no necesitase la compañía de un hombre, que no quisiera ser un florero más.
Se despidieron amablemente, al fin y al cabo ellos no tenían la culpa de que no tuviera acompañante y Celia fue a por sus libros para comenzar el ensayo de clase práctica que había preparado para Merceditas. Mientras, Carlitos, al otro lado de la puerta, sentía un arrepentimiento del que intentó hacer partícipe a Sofía sin lograr que sus palabras tuvieran efecto alguno sobre ella.


La frustración de Celia tras el intento fallido de dar clase a Merceditas, clases a las que se unió Raimundo, la mantuvo delante de su escritorio, paralizada, durante un buen rato. Ella los conocía de sobra y se decía a sí misma que no todos los alumnos serían como ellos, que seguramente dios se había esmerado demasiado al entregarles el don de la labia y el enredo, que los demás, serían jóvenes educados, con un poco más de nivel y menos distracciones en la cabeza, pero aún así, la inseguridad que aquellos dos charlatanes habían hecho florecer dentro de ella, la mantenía inquieta. ¿Cómo era posible que su "buenos días" les hubiera dado para estar discutiendo cinco minutos? ¿Qué siendo tan incultos tuvieran tanto de que hablar? Un atisbo de sonrisa se dibujó en su cara al recordar a Raimundo preguntándose por qué existían los verbos irregulares, sintió que en el fondo él tenía razón, que nos complicamos la vida demasiado, pero aún así se desmoronó de nuevo mientras buscaba una respuesta que conocía, aunque estuviera siendo incapaz de encontrarla. Apenas quedaba tiempo para el examen y cuanto más miraba el minutero del reloj de su habitación, más cosas se le iban olvidando. El vacío era tal, que incluso comenzó a temer olvidar su nombre. Intentó tranquilizarse, cogió aire y lo fue soltando despacio por la boca, pero tardó tanto en hacerlo que la siguiente bocanada que cogió fue desesperada y terminó con la poca calma que había logrado en la primera. Bebió agua, ordenó los libros que necesitaba para asistir a la reunión con una de sus antiguas profesoras y salió de casa confiando en que el consejo de Merceditas sirviera para algo. Ella siempre se enfrentaba a las cosas de cara y andaba dispuesta a vencer aquella batalla en la que aún perdiendo, ganaba, cuando se topó con Elisa.


Discutieron, no podía ser de otra manera, hacía meses que la altanería de su hermana pequeña había alcanzado el límite, pero la soberbia con la que se enfrentaba al mundo seguía forzando aquella línea imaginaria. Celia sentía que Elisa era así, en parte por su culpa, aunque sus hermanas, su padre y Rosalía, tampoco habían ayudado demasiado. Era una niña cuando su madre falleció y no se dieron cuenta a tiempo de que concediéndole todos los caprichos que se le antojasen no conseguirían que fuera feliz. No le enseñaron a perder porque era la pequeña y pataleaba con tanta rabia y tanta fuerza que temían pudiera hacerse daño, así que jugaran a lo que jugasen, si Elisa participaba, Elisa ganaba. En la cocina no le decían que no a nada, ni a las galletas, ni al chocolate, ni siquiera al azúcar en el que hundía los dedos antes de salir corriendo escaleras arriba. Si hacían rosquillas ella se quedaba las grandes, si tenía frío, las mantas eran para ella y si en una rabieta rompía una de sus muñecas, su padre le compraba otra casi de inmediato. Todos en la casa se esforzaban por ver sonreír a aquella niña de pelo azabache que, tanto y tan poco a la vez, se parecía a su querida madre, pero ninguno se dio cuenta de que esa sonrisa estaba tan vacía como sus ojos, ávidos de un cariño inmaterial que, aunque presente, quedaba eclipsado por todo cuanto le rodeaba.
Las palabras de Elisa se clavaron en Celia como dardos envenenados. Sabía que toda aquella retahíla de reproches y ataques gratuitos surgía de las pesadillas que atemorizaban a su hermana pequeña, pero, al igual que aquel cariño que recibió y olvidó, quedaban ocultas bajo la maldad que le servía de coraza y Celia no pudo evitar pensar que tal vez, tuviera razón. Se sentía sola a pesar de estar todo el día rodeada de gente. Sus hermanas hacían su vida, sus compañeras de la escuela cumplían a rajatabla los requisitos solicitados a pesar de no tener porqué hacerlo todavía. Se sentía sola, Petra, la única amiga de verdad que había tenido, había acudido mucho más pronto de lo que hubiera debido hacerlo ante la presencia de un dios al que Celia no podía evitar recriminarle su pérdida. Se sentía sola, hacía meses que Aurora se había ido de Madrid, las últimas noticias que recibió de ella habían hecho que cortase toda comunicación, todavía no estaba preparada para asumir las palabras de aquella carta, para apoyarla como sentía que debía hacer, como Diana le había pedido que hiciera. Su recuerdo seguía latente, pero el dolor superaba cualquier intento de pararse a pensar en ella, el reflejo de su sonrisa cuando cerraba los ojos le dolía dentro del pecho y sentía como su corazón se partía un poco más cuando sin querer abría el libro en el que guardaba su fotografía. Se sentía sola, tanto, que aunque alguien le jurase que tras de sí lleva un ejército, hubiera sido incapaz de creerlo.
Yo, lo he intentado, pero hoy, hoy no ha podido escucharme.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Voy a tener que contárselo

El amor y la locura suelen ir de la mano. Lo digo porque cuando me he sentado ante el ordenador y he abierto la página en blanco. Me he dado cuenta de que tal vez, Aurora, también ande necesitada de un poquito de esta demencia mía.
Ha sido curioso, porque a pesar de que el folio brilla ante mí completamente blanco, su silueta, apoyada sobre los codos en el alféizar de una ventana que no soy capaz de reconocer, ha aparecido tras él difuminado. He supuesto que será la ventana de su casa en Cáceres, aunque por el grosor de la piedra que la enmarca, no diría que pertenece a una casa adinerada.
--¿Qué haces Aurora?
No me ha respondido, tal vez sea porque he preguntado con tanta suavidad que ni siquiera me ha escuchado. No he querido asustarla, ni interrumpir sus pensamientos, pero una corriente de aire frío venido del norte, lo ha hecho por mí.
Ha cerrado la ventana y ha salido de una habitación que no he alcanzado a vislumbrar. Todo a su alrededor parece estar envuelto por esa bruma amarillenta típica en los sueños que solo te deja ver lo que de verdad es importante. Al parecer, ella y la chimenea ennegrecida ante la que se ha sentado, lo son.
--¿Estás bien? --he insistido y parece que esta vez sí que me ha escuchado, porque ha mirado hacía la puerta donde me había parado a observar y me ha invitado a sentarme junto a ella en un sofá bastante incómodo con los reposabrazos de madera desgastados por el uso.
--Estoy bien.
No la he creído, sus palabras no han ido acordes al brillo de sus ojos. Cuando he hablado con ella en otras ocasiones brillaban de una manera especial, como si tras ellos una vela encendida diera vida a todo cuanto miraba.
--¿No me crees?
He bajado el gesto, cuando alguien afirma algo y después siente la necesidad de recalcar esa afirmación, es que hay algo más tras ella.
--Digamos que te he visto mejor.
Su gesto de resignación me ha dado la razón, pero se ha hecho un ovillo y se ha abrazado a un cojín blanco que ya no es blanco.
No puedo ver sus manos, ni su vientre. No sé si lleva alianza o si de verdad está embarazada, como he dicho antes, tal vez sea porque cuando trato de escribir sobre ellas solo veo lo importante y ando demasiado esperanzada con que todo eso sea mentira como para ser consecuente incluso conmigo misma.
El crepitar del fuego de la chimenea que nos calienta las manos y sonroja las mejillas, es casi tan hipnótico como el esbozo de sonrisa que esta comenzando a curvar la fina línea de sus labios. Es... ¿Cómo describirla? Es la sonrisa del anhelo, esa que sobreviene en el momento más inesperado y se apodera de ti sin saber bien ni como, ni porqué. Esa que te deja en el mismo lugar en el que estas físicamente pero que lleva tú mente a ese pasado en el que fuiste feliz. Es una sonrisa extraña, parece una petición de auxilio y un "no me molestes" al mismo tiempo. Y yo, como sé de lo que hablo, voy a esperar a que hable ella, porque cuando esa sonrisa aparece estando acompañado, anuncia una confesión que precisa unos minutos de calma.
--Estaba acordándome de la primera vez que viniste a verme. Estaba dormida y tú te acercaste a mí cama para después describirme en el sueño de Celia ¿Lo recuerdas? --no he hablado, solo he sonreído, porque sé que si abro la boca ahora mismo se desvanecerá su recuerdo y no puedo permitirlo. Lo necesita --Fue divertido sentir que me estabas analizando, me recordaste a mí misma el día que vi a mi primer amor durmiendo a mi lado. Es curioso que diga esto, porque ahora, cuando cierro los ojos y pienso en ello, soy incapaz de recordar otro cuerpo que no sea el cuerpo de Celia. No sé que tiene esa niña, pero no hay noche que no sueñe con ella, con su pelo rizado, con esa sonrisa tan suya que lo envuelve todo de paz, con el temblor que invadió su cuerpo cuando comencé a deshacerme de su ropa. ¡Que nerviosa estaba! Y aunque pudiera parecer que no, yo estaba igual. En mis sueños, recorro de nuevo sus lunares y me pierdo en su boca que sabe... que sabe a ella. No puedo describírtelo. No sabes cuanto añoro nuestras charlas, nuestras conversaciones, siempre tan interesantes...
--Supongo que no estará siendo fácil.
--Supones bien. La vida que llevo ahora sí que lo es, pero no es la mía y aunque mi familia me sonría, mis amigas de la infancia me inviten a cafés o tenga esta maravillosa chimenea ante la que sentarme, sigo paseando por la calle con la sensación de que las personas que se cruzan conmigo saben que oculto un secreto, que soy diferente.
--Es que eres diferente. Tú no eres una mujer como las demás, no naciste para complacer a tu marido, para estar encerrada en casa o para asistir a fiestas y reuniones en las que lo más importante es que la tela de tu vestido no coincida con la del vestido de la de al lado. No naciste para ser una más, sino para ser única y eso, la gente lo sabe y lo envidia, te lo aseguro.
--No me refería a eso.
--Sé a lo que te referías, pero eso no es lo que te define, te sentirías igual de desdichada si hicieras todas esas cosas al lado de una mujer. Tú no has nacido para estar encerrada, eso es lo que te hace diferente, no a quién ames o dejes de amar.
--Puede que tengas razón, pero no he sido consecuente con ello.
--A veces no somos consecuentes con nosotros mismos, pero eso no implica que no sepamos quienes somos y creo que tú lo sigues teniendo muy claro. Aunque ahora mismo no te encuentres, estoy segura de que sigues estando ahí.
La sonrisa, que había empezado a desvanecerse entre tanta profundidad, ha resurgido de sus cenizas cuando ha notado la palma de mi mano sobre su corazón. Un corazón que late despacio, tanto que parece que va a pararse de un momento a otro, tanto que he clavado mis ojos en sus ojos tan abiertos que no ha podido evitar soltar una carcajada.
--Estoy viva --ha afirmado sujetando mi mano.
--Me alegro --he acertado a responder --, porque hay mucha gente que espera que vuelvas ¿sabes?
--¿Mucha gente?
--Muchas mujeres.
Acaba de mirarme con la mueca de quien no se esta enterando de nada, de quien tiene la sensación de haber perdido el hilo de una conversación que en un principio parecía sencilla. Me rio y niega con la cabeza en un recorrido muy corto que viene y va interrogante. Voy a tener que contárselo, no quería, pero voy a tener que hacerlo. Hubiera preferido preguntarle si lo que ponía en la carta que le envió era cierto, si de verdad está embarazada, si su marido es tan buen hombre como quiso hacerla entender, si... Eso, lo dejaré para otra ocasión, ahora, no puede hacerle ningún bien.
--¡Verás!...
Para que os pongáis en situación, esa entrada a la explicación ha provocado que me siente sobre mi pierna izquierda, dejando la derecha apoyada en el suelo y mi cuerpo inclinado hacía una Aurora expectante que aunque no ha soltado el cojín, también se ha girado hacía mí cediéndome su máxima atención.
--...Cuando cruzaste la puerta de aquella consulta y abrazaste a Celia, no solo ella recibió ese abrazo, muchas estábamos esperándolo. Sé que no puedes comprender lo que te digo y siento no poder explicarte más, pero no estás sola aunque pueda parecértelo. Tú, Aurora, abriste una ventana de esas a las que tanto te gusta asomarte que será difícil de cerrar. Así que ve al lavabo, lávate la cara y mírate al espejo, sonríe y siente nuestro abrazo, un abrazo que te debemos y del que no podrás desprenderte jamás.

lunes, 14 de diciembre de 2015

¿Y fue feliz?

Como narradora de el Paralelo diré que mi Celia Silva particular anda casi tan perdida como yo. Lleva desde el viernes deambulando por la casa, con el brazo derecho cruzado bajo el pecho sujetando el codo izquierdo mientras se muerde las uñas sin mordérselas. Se culpa, se culpa de que Sofía se esté debatiendo entre la vida y la muerte. Sabe que ella no es la responsable directa de lo que le ha ocurrido, siempre ha tenido claro que los culpables del mal, son los que hacen ese mal, pero no puede evitar sentirse así. He intentado calmarla de cien maneras diferentes pero no he sido capaz. Quería alentarla con algún recuerdo bonito de Aurora, pero me ha dicho que no tiene la cabeza para pensar en ella. Yo, la he comprendido, aunque no sé con que cara la habré mirado porque enseguida ha comenzado a justificarse, a hablar atropelladamente mientras iba de un lado a otro del salón en el que nos habíamos citado.
--Me acuerdo de ella. Me acuerdo cada día, al levantarme y al acostarme, me tiene preocupada, ella dice que es feliz pero yo no la creo, no, no puedo creerla, pero entiéndeme, Sofía se debate entre la vida y la muerte ¿Cómo voy a pensar en ella ahora?
Celia todavía no sabe que Sofía, al parecer, ha salido airosa de la difícil intervención, pero no puedo decírselo, sería como si alguien me contase que va a pasar mañana en mi vida y para hacer eso debería explicarle que no existe y ¿Cómo no va a existir si todas somos Celia?
En ese debate interno en el que se encuentra, me ha sido imposible no imaginarla con la conciencia sobre los hombros. Sobre su hombro derecho, una Celia pequeñita con el pelo recogido y ataviada con una túnica blanca ceñida en la cintura, intentaba convencerla de que dejase a un lado su lucha, sus ideales. Con la voz suave de una madre que intenta tranquilizar al hijo que llora le explicaba que se estaba enfrentando a algo que no solo podía terminar con ella, que podían y que de hecho ya había ocurrido, hacerles daño a quienes la rodean, a quienes tanto quiere, a quienes llenan su vida de vida. Intentaba hacerla comprender que quizá esa sufragista suplantadora y radical, no merecía que ella lo arriesgase todo, pero sobre su hombro izquierdo, otra Celia, vestida de un rojo intenso y con el pelo suelto, se burlaba del miedo de su oponente incitándola a seguir adelante. Sus argumentos, cargados de reivindicaciones a las que Celia asentía sin poder evitarlo citaban a sus autoras preferidas, le recordaban los pasquines que Aurora creó en su honor, los golpes a los que fue sometida durante el interrogatorio y todo lo que había logrado hasta ese momento.
Yo, como mera espectadora de esa escena, hubiera caído en las mismas redes que ella. Algo hipnótico brotaba de aquel discurso que jugaba con su valor y su futuro con la vileza de quién no tiene nada que perder.
--No me mires así. Tiene razón, no puedo echarme atrás ahora, si no declaro contra el comisario seguirán haciendo y deshaciendo la justicia a su antojo. Además, ya le he dicho a Bernardo que seguiría adelante.
-- No te he mirado de ninguna manera Celia.
--Sí, sí lo has hecho. Sé lo que estás pensando.
--¿Y qué estoy pensando si puede saberse?
--Estás pensando en hacerme recapacitar, en convertirte en esa conciencia temerosa de la que acabo de deshacerme...
--Sabes que volverá. Te importan demasiado tus hermanas como para que la abandones sin más....
He dado en el clavo. Sus hermanas son su punto débil.
--¿Por qué mencionas ahora a mis hermanas?
--No lo sé, me preguntaba que haría la Celia que yo conozco si algo le pasase a Adela, o a Diana. ¿Sabrías que hacer sin tu hermana mayor? ¿Sin tú confidente? Y si fueran Blanca o Francisca, ¿incluso Elisa?
--¿Quién crees que eres para meterte así en mí cabeza?
Puedo aseguraros que nunca había visto a Celia tan enfadada. A nadie le gusta que se metan en sus decisiones, en su vida, pero he sentido la necesidad de hacerlo, de convertirme en esa conciencia blanca que empequeñecida por las burlas ha decidido retirarse.
--¿Yo? Yo no soy nadie, por no ser ni siquiera soy tu creadora, pero hace tiempo que me permití adueñarme de una pequeña parte de tú ser y puedo hacerte reír o llorar dependiendo de como haya sido tu día, o el mío, todo sea dicho de paso.
--¿Y como ha sido tú día? Porque ya ves que el mío ha sido horrible.
El rostro de Celia se ha descompuesto en un segundo. Toda esa fortaleza con la que intentaba amedrentarme se ha desvanecido dejándola sentada a mí lado, atenta aún sin estarlo. Tengo que sacarla de ahí, aunque solo sea una fantasía, aunque después cada una vuelva a su realidad.
--Mi día ha sido un día normal. Ni mucho trabajo ni poco, ni bueno ni malo, simplemente un día más en el que al salir de trabajar he comido, he ido a ver a mi sobrina y después...
No puedo contarla que he estado sufriendo con ella.
--¿Después?
--Después me he sentado a escribir una historia. Yo también escribo ¿sabes?
--¿Y qué historia es esa?
Parece que he conseguido captar su atención.
--Es la historia de una muchacha que estaba perdida. Casi tanto como tú lo estás ahora. No sabía que le ocurría, no sabía que pensar, que sentir, como actuar... No encontraba su sitio en el mundo y sin embargo sentía que había nacido para hacer algo que iba a merecer la pena.
--¿Y qué hizo?
--Escoger un camino que todo el mundo tiene delante y en el que pocos se atreven a adentrarse. Escogió el camino de la libertad. Un camino que le permitió ser ella misma, que cada noche la llevaba hasta una cama sin remordimientos, sin "y si hubiera" , sin pesadillas...
--¿Y fue feliz?
--La mayor parte del tiempo sí.
--¿La mayor parte?
--Bueno, escoger ese camino no te exime de cometer errores y ahora, querida Celia, deberías ir a acostarte. Tú almohada siempre será mejor consejera que una aspirante a escritora con la musa despistada.

domingo, 13 de diciembre de 2015

IMPRESIONES DE: EN EL ESTANQUE DORADO

Aviso importante: NO es paralelo Aurelia, pero seguro merece la pena que lo leáis. Espero os guste.


Ayer fue un día de esos en los que te levantas y tienes ganas de vivir. Parecía que no, porque cuando te despiertas con la sensación de haber dormido mucho pero no haber descansado nada, todo te parece que no, pero me di cuenta al ver que En el Estanque Dorado iba a abrir el telón por última vez. Miré a mi derecha y propuse la locura; ¿Nos vamos a Madrid a ver la función? Un “Vamos” fue la respuesta y compré las dos últimas entradas libres y juntas que había. Llevé el coche al taller corriendo (tenía ligeramente suelto el parachoques delantero), comí, saqué a mis tres perros, eché gasolina y comprobé que las ruedas tuvieran la presión adecuada, íbamos justas de tiempo, pero hay cosas que no se pueden dejar de hacer. ¡Todo listo, carretera y a Madrid!

A las siete y media aparcamos y a las ocho menos veinte entrábamos por la puerta del teatro José María Rodero. Directas al baño, los viajes y las vejigas no se llevan bien. Una puerta que no cierra y otra que no quería abrir. ¡Si! Me quedé encerrada en el váter mientras el teatro se llenaba y mi mujer, no hay alianzas pero como si las hubiera, intentaba, sin dar crédito, sacarme de allí. Objetivo cumplido, es asturiana pero cuando se lo propone parece vasca. Cigarro rápido y al volver vemos como unas entrañables ancianas entran en la sala donde en breve se levantaría el telón. Las seguimos, linterna de móvil en mano porque una arrastraba un carrito con oxígeno (verídico), intento explicarles que aún no se puede entrar y que nos vamos a matar a oscuras, me confunde tres veces con un “amable chaval” , le explico que soy una chica, se disculpa, la “justifico” bromeando sobre mi voz y la oscuridad y por fin una persona del teatro aparece e intenta hacer que entren en razón y salgan, aunque dejaron que se quedasen dentro. Aquí añadiré, que como para sacarlas.

Fuera luces, arriba telón, música y Héctor Alterio con su exquisito acento argentino, a un teléfono que me recordó a Gila y que automáticamente me hizo sonreír. Ochenta y siete años de talento sobre un escenario al que en minutos se le unieron otros ochenta años más, culpables de lo mismo, y que ya quisiera yo para mis treinta. Lola Herrera, katiuskas en pies, irrumpió en el escenario con una fuerza, una vida y una elegancia que, quién más o quién menos, envidió, sana o insanamente. Saboreamos sus fresas recién cogidas, vimos a través de sus prismáticos como una pareja de patos se besaba en el estanque y alucinamos cuando, con pasmosa agilidad se quitó las botas y los calcetines. Juntos nos presentaron a Norman y  a Etel, juntos nos llevaron por la vida, amada por ella y por la muerte, amada por él. Juntos nos hicieron reír con un diálogo que estoy segura se repetirá en miles de casas de esas en las que las estanterías albergan recuerdos de una juventud que ya no regresará y que sin embargo se recuerda como si hubiera sido ayer.

Con una carta se anunció la llegada de Chelsea, la hija de ambos y la de su novio, un dentista por el que sintieron compasión dejando entrever que el futuro entre ambos nunca llegaría a buen, diré , estanque.

Un coche a lo lejos y Luz Valdenebro a escena. Chelsea había llegado y yo estaba dispuesta a no entenderla, a que no me cayera bien después de haber oído a Luz describirla en una entrevista y sin embargo, amé su sonrisa, el cariño hacia su madre y su entusiasmo desde el segundo uno y quise bajar a abrazarla cuando todo eso se desvaneció ante los comentarios impertinentes y sarcásticos de un padre que ya había dejado claro que había pagado con ella su incapacidad para gestionar la labor que como tal le correspondía. Conocimos al hijo del novio, Adrián Lamana, un adolescente sin más aspiraciones que ser el centro de atención de una sociedad vacía y al novio, Camilo Rodríguez, un hombre con la vida resuelta que vuelve a la edad de su hijo ante un Norman que no da tregua y al que intenta, sin lograrlo, frenarle los pies.
Billy hijo se queda en el estanque, con unos abuelos que no son sus abuelos y que poco a poco le inculcan unos valores que le cambian la sonrisa, las  ganas y las inquietudes, aunque en realidad vemos como es él quien consigue lo imposible. Levantar a Norman del sofá y alejarle de esa muerte que impregnaba el terciopelo de su tapizado.

Con la tormenta regresa Chelsea. Con Chelsea una alianza y una escena que, tras el susto inicial, en el que Lola Herrera fue al suelo mientras Luz intentaba sin éxito levantarla (no ocurrió nada grave pero esa anécdota que me llevo), nos dejó a todos el corazón en un puño. Norman, el entrañable y divertido Norman, había marcado la vida de su hija que, abrazada a las rodillas de su madre, lloraba intentando comprender porqué su padre disfrutaba con Billy de una vida por la que ella lo habría entregado todo.

Tras la tormenta, una mujer luchadora y competente, que confiesa sentirse nada dentro de las paredes de esa casa, intenta expresar sus sentimientos a un padre que no quiere, bien porque no sabe, bien porque ya no le interesa, bien porque para con ella ha sido un inútil emocional toda la vida, escucharla.

La escena final, indescriptible, con un Norman acariciando una muerte que ansiaba y a la que sin embargo teme tanto como le temen a él al tenerla cara a cara. Una Etel cediéndole parte de su vida y un baile en el que se mueven al son del reflejo de sus cuerpos en el estanque al que, ahora si, ambos ansían volver al año siguiente. Se bajó un telón, se levantó el público y se ovacionó a cinco artistas que, después, llorarían de alegría despidiéndose del estanque, de los patos y del muñeco que, desde la balda llena de recuerdos, se guardará para si, sesenta y cinco años de una vida que los espectadores disfrutamos en algo menos de dos horas.

Salimos y fuimos viendo como la calle se vaciaba, como los que esperaban se iban, como se cerraban las puertas del teatro. Nos quedamos solas, apoyadas en un coche mientras quienes pasaban de largo se detenían a mirar los carteles de las próximas funciones. Esperamos y de pronto vi a Fran Perea asomarse a una de las puertas y como estaba yo en mi nube, no asocié que Luz estaría cerca. Salieron ambos, buscaban a alguien que habían “perdido” y se encontraron con nosotras. Besos, saludos, yo personalmente me vi atacada por un dolor mandibular que desapareció ante su cercanía y allí, en medio de la calle, mantuvimos una conversación que fue más allá del; admiro vuestro trabajo ¿nos hacemos una foto?. Es más, casi se me olvida lo de la foto, porque ¿para que quieres una foto con alguien a quien esperas volver a ver? Llamadme loca, Luz, tú la primera porque parece que estoy hablando de una amiga con la que me tomo cientos de cafés al año, pero tienes algo, en realidad, lo tenéis ambos, que os hace diferentes, que se pega dentro y te deja una sensación de buenrrollismo que encandila. Fue un placer, inmenso. Mereció la pena cada kilómetro, los de ida y los de vuelta, en los que la niebla nos envolvió sin darse cuenta de que viajábamos con una luz propia a la que no sé bien como expresarle mi agradecimiento.

Adriana Marquina

martes, 8 de diciembre de 2015

Algo pasa en Cáceres

Cuando don Luis salió de la habitación, Celia intentó deshacerse de la pesadez del día perdiendo la vista en uno de sus preciados libros. Encendió la luz de la lámpara de su mesilla, colocó la almohada sobre el cabecero para utilizarla como respaldo, se arropó hasta el pecho dejando los brazos fuera de la suave ropa de su cama y abrió el libro tirando del pequeño cordel rojo que marcaba cual era la última página que había leído. Sus ojos se movían rápido, de no conocerla me atrevería a decir que no le interesaba lo más mínimo el contenido, pero era la inquietud la que estaba haciendo que pasase por encima de aquellas palabras sin prestarles la atención que merecían. Leyó tres páginas y volvió a colocar el cordel en la página inicial, en el mismo lugar en el que había estado descansando hasta hacía unos minutos. De no haberlo hecho se habría sentido culpable, como si ella misma se estuviera engañando, como si le faltase el respeto a la autora de aquellas palabras, de aquella historia a la que le hubieran faltado tres páginas de no haber sido honesta consigo misma. Dejó el libro en la mesilla de nuevo, apilado sobre otros tres que esperaban con ansía el turno para desvelar sus secretos. Celia Silva, siempre tenía libros pendientes.
Permaneció inmóvil unos segundos. Sentía la boca seca y una aspereza en la garganta que reclamaba un poco de agua fresca desde una tos seca que intentó controlar sin conseguirlo. Se dispuso a levantarse para bajar a la cocina, pero antes de que sus manos pudieran apartar las sábanas y teniendo ya las rodillas dobladas para salir de su refugio, sintió, como si desde dentro de la caja de madera que descansaba sobre el escritorio, la muñeca, a la que algún malnacido le había arrebatado dos de sus sentidos, reclamase su atención. Celia se asustó, se asustó tanto que volvió a arroparse, en esa ocasión hasta introducir bajo la mullida coraza su pequeña nariz, congelada. No podía levantarse, no con aquel pequeño ataúd observándola y a pesar de que hacía años que había degradado la función de la campañilla dorada que hacía compañía a sus lecturas nocturnas a un simple adorno, la cogió y la hizo sonar con efusividad hasta que Merceditas entró en la habitación.
--¿Se encuentra usted bien señorita? --preguntó la pobre mujer con el rostro descompuesto tras haber subido corriendo los tres pisos que las separaban.
--Si, si, discúlpame Merceditas --respondió intentando que todo pareciera normal --. Es solo que tengo un poco de sed y tengo tanto frío en los pies que me ha dado mucha pereza salir de la cama. Siento si te he asustado y molestarte a estas horas para esta tontería de niña malcriada, pero si pudieras hacerme el favor de subirme un vaso de agua...
--¡Por supuesto señorita! Enseguida se lo subo.
--¡Merceditas! --imploró Celia en lo que pretendía ser un susurro --¿Podrías hacerme otro favor antes de irte? ¿Podrías coger esa caja y, sin abrirla --recalcó -- tirarla a la basura? No quiero tenerla cerca.
--¡Por supuesto señorita! Pero es una caja preciosa, seguro que en la cocina le damos alguna utilidad.
--Sin, abrirla Merceditas, y por supuesto sin utilizarla para nada. A la basura, directamente.
Merceditas obedeció sin rechistar, cogió la caja, salió de la habitación y volvió a entrar al cabo de unos minutos con un vaso de agua que amablemente le entregó a Celia obligándola a salir de su improvisado y manido, escondite.
--Gracias Merceditas.
--Si no gusta nada más --respondió esta antes de salir con un gesto que hizo sospechar a Celia que no había logrado llegar hasta la cocina sin abrir la dichosa caja.
--No gracias. Buenas noches.
--Buenas noches señorita.
De un solo trago, como si llevase perdida en un desierto varios días, Celia, vació el vaso de agua. Tan rápido bebió, que necesitó cerrar los ojos y respirar profundo para recuperar el aliento tras la ansiedad de su ingesta, cuando volvió a abrirlos, su habitación, volvía a ser el lugar seguro de siempre, aunque todavía había algo sobre la mesa que le inquietaba lo suficiente como para seguir con su desvelo.
Se levantó y cogió la arrugada carta de Aurora.
--Querida Celia, te echo en falta y en verdad deseo que estés bien...
Incapaz de seguir leyendo, con la rabia que conocer el contenido de las siguientes frases provocaba en ella, volvió a arrugarla entre sus manos y se sentó sobre la cama dejando que la tensión de su mandíbula le arrebatase la cordura un instante, el tiempo que tardó en volver a estirar el papel para seguir con aquella tortura innecesaria que, sin embargo, parecía reclamarla buscando ayuda.
--...Sabes lo importante que fuiste para mí y me gustaría pensar que yo también lo fui para ti.
Un aluvión de imágenes trasportó a Celia a un pasado que añoraba y que entró en aquella habitación como si el presente se hubiera apoderado de él. Con su camisón blanco, su melena suelta cayéndole por los hombros y la carta aún en su mano, Celia fue testigo de excepción del momento en el que Aurora, llena de una vitalidad desbordante, con la mirada encendida y la sonrisa confiada, le explicó, en la consulta del doctor Uribe, sus planes para terminar con aquella terapia que a punto estaba de destruirla. Siguiendo la estela de la capa azul, se detuvo delante del banco de madera en el que la enfermera le confesó su secreto. Volver a escuchar a Aurora diciendo que el hecho de que a ambas les gustasen las mujeres no significaba que estuvieran enfermas, dibujó una sonrisa en Celia que, sin saber bien como, se vio esperando en el Ambigú a un hombre llamado Fermín que, más que dispuesto, se haría pasar por su novio para conseguir el alta medica y poder continuar con una vida que ya creía perdida. Caminando entre sus recuerdos, dio con el momento exacto en el que la sonrisa de Aurora se convirtió en algo más que simple gratitud. Sentadas en la mesa del café, compartiendo unas rosquillas como desayuno, Celia cayó en la cuenta de que aquella mujer con la que compartía mesa su propio yo, la miraba de una forma diferente. En sus ojos, podía verse el brillo de la semilla del amor, en sus gestos, se adivinaba el nerviosismo de quien siente la presencia de alguien desde una necesidad diferente a la de estar acompañado y en su sonrisa... en su sonrisa había tantos besos escondidos que no pudo comprender como la Celia del lazo, la que hasta ese momento se había dirigido a Aurora desde el respeto del usted, permitió que pasase tanto tiempo hasta probar el primero. Mordió sus labios con suavidad al volver a sentir el tacto de los dedos de Aurora sobre ellos y sintió un poco de vergüenza al ver su reacción infantil, ¡Nunca hubiera imaginado que, el alguien al que se refería Aurora cuando le explicaba que una vez hubiera olvidado a Petra podría encontrar quien la hiciera feliz, fuera a ser ella misma!
El camino hasta la primera reunión de sufragistas, lo vivió con el mismo nerviosismo oculto bajo el camisón cuando, oculta tras una esquina, las vio alejarse cogidas del brazo, sonriendo, felices y fuertes, con ganas de cambiar el mundo, de luchar por lo que era justo, de hacerse valer.
--Me encontré con Petra y me pidió disculpas, ya se que no parece gran cosa, pero después de todo lo que ha pasado, a mí me parece un paso gigante.
--Entiendo ¿Por eso me has invitado a la fiesta?
--¿Qué tendrá que ver?
--Bueno, a lo mejor te has dado cuenta de que sigues sintiendo algo por ella.
--Si te he invitado a ti, es porque quiero ir contigo.
--¿Y si las cosas se hubieran arreglado definitivamente entre vosotras dos?
--¿Estás celosa?
--Te he hecho una pregunta.
--Estás celosa...
--¡Que no!
--¡Me encanta!
--¿Ah si?
--Si, es la primera vez que alguien siente celos por mí, conozco muy bien esa sensación de polillas en el estómago.
--Así que te gusta que yo lo pase mal por tu culpa.
--Me fascina.
Revivir aquel momento, desde la imparcialidad de ser una espectadora más, le permitió deleitarse con las muecas de Aurora que, sin poder controlarlo, se deshacía en amor y sin moverse de la farola en la que se había apoyado para contemplar aquella escena en su banco, fue testigo de la primera vez que Aurora tuvo que frenarle los pies a su idílica sensación de libertad. Era una locura pretender hacer lo mismo que Francisca iba a hacer con Gabriel, pero se conformó, como la inocente Celia que alegre recibía la caricia prudente de Aurora, con aquel Meine Liebe susurrado que erizó sus respectivos vellos y que les aceleró a ambas, el corazón. Celia, la Celia del presente, supo en ese preciso instante, que solo Aurora era capaz de conseguir alterarla de aquella manera, en pasado y en presente al mismo tiempo.
Desde uno de los sillones de la habitación del Excélsior, sumida en la intimidad de la luz tenue, observó como Aurora deshacía el lazo que cerraba la camisa de una Celia temblorosa en la que la vergüenza le impidió reconocerse. En silencio, sin apenas pestañear para no interrumpir aquel momento, se deleitó en las manos que desabrochaban los botones de su camisa, en como dejaban que su falda cayera al suelo y en como, aquella mujer cuyo aroma purificaba el aire, le enseñaba a acariciar y besar el cuerpo de otra mujer desnuda. Fue tal el rubor que sintió en las mejillas, que decidió que ya había visto suficiente y aunque con cautela atravesó la habitación, el ruido que provocó al traspasar aquella puerta que debía devolverla a su habitación de nuevo, sonó tan estrepitoso que asustó a la niña que acababa de dejar tras de sí y que a punto estaba de entregar su inocencia a las manos de aquella mujer a la que, en aquel momento, le habría confiado su propia vida.
--Esta carta no puede ser de Aurora --susurró apretando los dientes al verse de nuevo sola sobre su cama --. La Aurora que yo conocí, la que cogió aquel tren rumbo a Cáceres, la que rota en llanto me juró que no me olvidaría. Ella nunca me hubiera escrito estas palabras --una inquietud incontrolable provocó que Celia comenzase a dar vueltas por la habitación mientras continuaba hablando, como si pretendiera que alguien le diera la razón a aquella corazonada que comenzaba a alterarle el alma, sin ser consciente de que nadie estaba escuchando aquellas elucubraciones --. Ella nunca hubiera sido tan cruel. ¿Relatarme esas intimidades? ¡No! Ella no hubiera hecho eso, no por voluntad propia, no sabiendo el daño que me harían sus palabras, no después de haber recibido mi última carta. Algo no va bien -- dijo mientras intentaba devolverle a la carta su lisura original para comprobar de nuevo que la letra era la letra de Aurora --, alguien ha tenido que obligarla, que dictársela, que cambiar la original por esta. Algo no va bien --repitió --. Algo pasa en Cáceres y yo pienso averiguar el que.

Adriana Marquina

sábado, 5 de diciembre de 2015

No puedo hacerle esto

Querida Aurora:
Parece que solo te escribo para darte malas noticias, pero últimamente la desgracia parece sentirse cómoda entre las paredes de esta casa. Sé que no es una buena forma de comenzar una carta, ojalá pudiera decirte que todo va bien, que a pesar de que no estés a mi lado la vida me está sonriendo, pero no es así, o por lo menos no durante el tiempo suficiente como para disfrutar de ello. ¿Recuerdas que te conté que estábamos movilizándonos? ¿Qué junto a Diana habíamos conseguido que las mujeres de la fábrica se unieran a las protestas para que investigasen la muerte de Azucena? Pues conseguimos además que también nos apoyasen los hombres. ¡Sí! Como lo... iba a escribir oyes, pero desgraciadamente los teléfonos siguen sin funcionar y ni siquiera sé si has vuelto a intentar llamar a casa. Nos apoyaron, nos apoyó hasta la prensa. Publicaron nuestra hazaña y tuvo tal repercusión que esta mañana, antes de ir a la escuela, Bernardo ha venido a comunicarme que habían abierto una investigación y que habían detenido al mismísimo comisario. ¡Qué orgullosa me he sentido! Hubiera podido comerme el mundo en ese momento. Lo acusan del asesinato de la mujer, todo un logro si no fuera por... Tal vez no debería contarte esto. No quiero preocuparte y te diría que es porque yo no lo estoy, pero te mentiría y prometí no hacerlo. Estoy preocupada Aurora, te dije que tendría cuidado pero me dejé llevar por la emoción, por algo que, ahora me doy cuenta, es mucho más grande que yo. Puse mi nombre en los escritos al periódico, lideré las protestas y convoqué las manifestaciones, incluso le concedí una entrevista a un periodista que quería información, supongo que la leerías, sé que La Nación también llega hasta Cáceres.
He sido una ilusa y ahora... Ahora estoy amenazada y no sé que pensar... Destensa la mandíbula por favor. Sabes que adoro el ángulo marcado que se dibuja en tú rostro cuando la aprietas de esa manera, pero no quiero pensar que lo pueda estar provocando un "te lo advertí" que ya conozco y que lamentablemente ahora no me puede ayudar. Esta tarde han roto el cristal de mi cuarto con un ladrillo. Merceditas y yo estábamos en la habitación hablando de Doña Rosalía. ¡Pobre mujer Aurora! Está destrozada, otra mala noticia que aún no te he comunicado y que lo ha teñido todo de negro. Germancito, mi sobrino, ha muerto. Apenas una semana les ha durado la felicidad a Germán y Adela. Llevaba unos días inquieto, llorando a todas horas y con fiebre. Doña Rosalía pensó que serían cólicos, dijo que eran normales en los bebés, seguramente así sea, tú lo sabrás mejor que yo, pero se equivocaba y cuando quisimos avisar al Doctor Loygorri ya era demasiado tarde. No pudo hacer nada por el pequeño y... Germán... Germán está destrozado y al parecer ha culpado a Rosalía de la muerte de la muerte de su hijo. No sé con certeza cuales han sido sus palabras, yo intentaba distraerme estudiando en la habitación. ¡Ilusa de mí! Era algo imposible, demasiadas cosas en que pensar, demasiado que meditar. Merceditas estaba en la habitación conmigo, traía una tisana que le pedí y estábamos hablando de los reproches de Germán cuando rompieron la ventana. En el ladrillo había una nota con una amenaza escrita que decía; Las muertas no votan. ¡Que sensación Aurora! Un escalofrío ha recorrido todo mi cuerpo. Ha sido como si alguien estuviera acariciándome la piel con el filo de un cuchillo recién afilado. Bernardo ha ido a poner una denuncia, pero... No creen que esa nota sea suficiente como para investigar nada. Él prefiere pensar que estoy equivocada, pero algo dentro de mí me dice que es la propia policía la que está detrás de esa nota. Aún no se lo he contado a mis hermanas, no quiero preocuparlas con conjeturas, demasiado tienen ellas con mantenerse en pie cada día. ¿Por qué tiene que ser todo tan complicado Aurora?



Una lágrima de desesperación resbaló por la sonrosada mejilla de Celia y fue a parar justo encima del nombre de Aurora que casi desapareció bajo ella. Celia dejó la pluma sobre él escritorio. No había terminado pero tampoco sabía como continuar. Cogió la carta entre sus manos e intento calmarse. Comenzó a leer desde el principio, como cuando se atascaba en alguno de sus relatos. Hacer aquello le ayudaba a continuar, como si las palabras ya escritas eligieran a las que quedaban por escribir.
El aire frío que, tras haber encontrado el modo de atravesar la persiana cerrada, intentaba deshacerse del parche temporal que Raimundo había colocado sobre el marco sin cristal de la ventana, silbaba una melodía repetitiva y penetrante que llamó la atención de la escritora. Aquella melodía, tal vez susurrada por el mismo aire que tras recorrer el mundo había decidido volver a Madrid, era la misma que había reclamado su entrada al cementerio después de equivocarse de tranvía a la salida de sus clases. Sonrió sutilmente y en las grietas de sus labios pudo sentir los restos de sal de la lágrima que había detenido su pluma.
--No puedo hacerle esto --susurró mirando a la cortina blanca que onduló despacio, como si estuviera de acuerdo.
Arrugó la carta entre sus manos y dejó que todas aquellas malas noticias con las que había destrozado la inocencia blanca del papel, cayeran dentro de la papelera negra que descansaba hambrienta a los pies del escritorio. Al hacerlo, el silbido desapareció, el aire cesó en su empeño y la cortina, inerte, dejó de responder a Celia que cogió otro folio y se dispuso a comenzar de nuevo.




Querida Aurora:
Madrid está radiante con la luz del invierno que ya se aproxima. El sol se divierte coloreando las nubes lejanas que se ven en los amaneceres. Sus tonos rosados y morados, ¡que ya quisieran muchas mujeres poder lucir en las telas de sus vestidos!, le regalan a esta ciudad un espectáculo que intuyo, solo sabemos apreciar unos pocos. Las noches se han vuelto gélidas y las estrellas muestran su esplendor mientras intentan alumbrar la penumbra de las calles que, al paso de los serenos que las recorren incansables y que atraviesan a cada paso el vaho de su propia respiración, ignoran, que la vida se ha detenido. ¡Qué hermosa es esta ciudad cuando sus habitantes duermen! Y cuanto me gustaría poder pasear por ella de tú mano. Al fin creo haber comprendido que, si en está vida hay un camino, me hubiera gustado recorrerlo junto a ti.
Hoy me ha pasado algo importante Aurora, algo que me ha cambiado y que solo de pensarlo me hace sonreír, algo que espero saber explicarte, que confió sepas comprender;
Esta mañana, al salir de la escuela de maestras, me equivoqué de tranvía. No me di cuenta, iba enfrascada en la lectura de uno de mis libros. ¡Ya me conoces! Andaba soñando entre sus páginas, disfrutando de sus palabras, de cada letra que las forma. Iba pensando en todo y en nada, tú estabas incluida en ambos extremos. Cuando he querido darme cuenta, estaba a las afueras de Madrid y por un momento, al ver la silueta de los edificios dibujada en el horizonte, he sentido la necesidad de continuar alejándome, de irme sin mirar atrás. ¿El destino? Ninguno y todos a la vez. Hubiera caminado dejando que las contradicciones guiaran mis pasos, pero algo, algo que se ha repetido hace un instante en esta habitación desde la que te escribo. Una melodía lejana, el silbido del viento que inocente agitaba las ramas de unos árboles que a mi espalda parecían reclamarme, ha decidido por mi. ¡Eran cipreses Aurora! Se agitaban sutilmente, como si estuvieran siguiendo el compás de un vals creado expresamente para ellos. Parecían libres y sin embargo un muro de piedra los retenía recordándoles que no lo son, que tienen una función, que sin ellos, las almas del camposanto, estarían prisioneras bajo las pesadas lápidas que dan sepultura a los cuerpos de los que alguna vez fueron dueñas. Esos árboles han de estar ahí, sus troncos incorruptibles, la frondosidad de sus ramas y el verde esperanza que siempre brilla intenso, deben servir de escalera hacía un cielo que tarde o temprano nos dará cobijo a todos.
No me he dado cuenta de donde estaba hasta que no he tenido delante la enorme puerta de forja negra que nos permite, a los que aún sobrevivimos, acceder a ese suelo sagrado que se alimenta del amor que se llevaron los que nos han dejado.
Sé que sabes hasta donde me han llevado mis pasos, pero no temas, aunque debo reconocer que he necesitado recorrer una por una las letras de su nombre, cinceladas en la piedra, para ser consciente al fin de que ya no volverá. Tal vez te parezca una locura, pero aún seguía sintiendo la necesidad de acercarme hasta su casa para contarle las cosas que me acababan de ocurrir, hasta que, a medio camino, recordaba que tras esa puerta ya no me iba a encontrar con su sonrisa. Soy consciente de hasta donde me llevaron sus acciones, pero por incomprensible que parezca no puedo culparla de mis cicatrices. Junto a ella pase tantos momentos buenos... Con ella me confesé tantas veces... Que allí, sentada sobre su tumba, me he sorprendido hablándole de ti. No sé como ha ocurrido, miraba su tumba en silencio, con la mente en blanco y los ojos vacíos, intentaba que el aroma de las flores frescas que descansaban sobre la pesada losa trajera hasta mi el aroma de su cabello cuando he sentido una mano posándose sobre mi hombro. De repente la he sentido junto a mí, consolándome, explicándome con ese gesto que sigue estando a mi lado, que me escucha, que ahora más que nunca me comprende. Le he hablado de la escuela, de Diana, de Francisca, de la tristeza de don Benjamín o de lo hundido que se quedó Bernardo. Del futuro que la hubiera esperado lejos, junto a él. De imaginarnos como dos ancianas que tras años sin verse se reencuentran en el anden de una estación en cuyo reloj, el minutero, ya retrocede. He visto su sonrisa y me he dado cuenta de que en esta vida todo ocurre por algo, que cada persona con la que nos cruzamos tiene una función que desempeñar a nuestro lado. Estaba equivocada en cuanto a cual era la que le correspondía a ella, pero he necesitado este tiempo, ese error, esa melodía y esa mano posada en mi hombro para darme cuenta de ello. Su recuerdo me acompañaba de la forma incorrecta, me centré en lo que quería que hubiera sido y no en lo que fue en realidad, en lo que será. Sí, será, porque he llegado sola a ese cementerio, pero he salido de él con un ángel protector y confesor que ha liberado la parte de mi corazón que me impedía sentirte plena. Ahora sé que puedo amar más allá de ella, porque simplemente, Petra no apareció en mi vida para que yo se la entregase de esa manera.


Adriana Marquina

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Se llamaba Alba

Colgar el teléfono nunca había sido tan complicado. Tanto Celia como Aurora hubieran deseado que esa llamada fuese eterna, pero ambas sabían que eso era imposible, aunque no contaban con que la llamada se cortase antes de poder recordarse que se querían y que se echaban de menos.
Aurora intentó, alentada por la anciana, ponerse de nuevo en contacto con ella para despedirse como era debido, pero la telefonista le comunicó que en Madrid estaban teniendo problemas con la línea y que no conseguía realizar la conexión.
--No se preocupe --dijo la anciana al ver que Aurora colgaba el teléfono con la decepción recorriéndole el rostro --. Puede venir cuando quiera y volverlo a intentar.
--No sabe cuanto se lo agradezco --respondió la enfermera aún sentada en aquella horrenda silla --, es solo que, aunque pueda parecerle extraño, me hubiera gustado decirle, al menos, dos palabras más.
--La comprendo --dijo cerrando el periódico e invitándola a sentarse de nuevo a su lado en aquel sillón que parecía ser parte de ella y cuyo estampado estaba tan descolorido como su arrugada piel --, aunque a veces no es necesario utilizar las palabras exactas para decir te quiero.
Aurora, que se había levantado y se dirigía hacía el lugar indicado con desgana, quedó paralizada ante aquella afirmación en el medio de aquel enorme salón cargado de recuerdos que, amontonados, descansaban sobre estanterías, mesas y mesitas de diferentes tamaños y que parecían haberse detenido muchos años atrás.
--¿Qué hace ahí parada? ¡Venga a sentarse conmigo! --insistió aquella mujer de pelo canoso e inocente sonrisa.
--Discúlpeme, es solo que no esperaba...
--¿No esperaba que una anciana como yo supiera lo que es el amor? --interrumpió sonriendo, como si disfrutase del desconcierto de Aurora.
--No. No quería decir eso, es solo que...
--Querida niña, debería sentarse a mi lado. ¿No creerá usted que es la primera mujer en el mundo que se enamora de otra mujer verdad?
Aurora no sabía bien que hacer. Un escalofrío atravesó su espalda al escuchar aquellas palabras y comenzó a sentir el corazón tan acelerado que no fue capaz de distinguir si se debía al miedo, a la incertidumbre o si iba a salírsele del pecho de pura alegría. Avanzó hacia el sofá y se sentó posando las manos sobre las rodillas, dispuesta a escuchar. Aquella señora, que al contrario que el resto de mujeres del pueblo parecía hablar solo cuando tenía algo interesante que decir, dejó los anteojos sobre la mesa, dio un sorbo a su taza de café, ya frío y miró a Aurora desde la profundidad de unos ojos que parecían haberse apagado hacia años y que sin embargo brillaban como los de una chiquilla entusiasmada el día de su cumpleaños.
--Disculpe mi osadía, pero tenía entendido que usted era viuda --acertó a decir Aurora aunque sin atreverse a mirar en aquel vacío abarrotado de vida.
--Y así es. Viuda, rica, con una familia que se ha olvidado de mí y con el recuerdo de una joven a la que dejé en Barcelona hace ya demasiados años.
Una nostalgia repentina abrazó a aquella mujer tan fuerte, que hizo que tuviera que dejar sobre la mesa la taza temblorosa de café a riesgo de derramarla.
--Disculpe, no pretendía...
--¡Como vuelva a disculparse la prohibiré volver a usar ese cacharro! ¿Me ha entendido? --dijo recobrando la fuerza, las ganas de hablar y cogiendo de la mesita de café que tenía al lado el marco de una fotografía antiquísima que le entregó a Aurora después de acariciarla con ternura.
--Se llamaba Alba, ya ve, casualidades de la vida. --Aurora sonrió y sonrió aún más al ver a aquella joven vestida con el uniforme oscuro de lo que aventuró sería un internado --. Esa fotografía me la envió cuando nos separamos. Era la única que tenía, aún era una niña, pero no importa, porque cuando la miro veo en ella a la mujer con la que me crucé un día en el portal de mis padres y que me sonrió como deben sonreír los ángeles. Era la hija de nuestros nuevos vecinos, yo tenía diecinueve años y mi madre acababa de prometerme con el hijo de una de las familias más importantes de la ciudad. Recuerdo que lloraba tanto que apenas me mantenía de pie. Ella me sujetó en el rellano y me llevó a dar un paseo. No habló en todo el camino, simplemente miraba al horizonte y sonreía. Yo la pregunté, cuando al fin pude dejar de llorar, el porqué de aquella sonrisa y me dijo que siempre había soñado con conocer Barcelona, que la parecía una ciudad mágica, que estaba convencida de que allí cualquiera podría ser cualquier cosa, que en aquellas calles abarrotadas de gente desconocida, podría ser libre. En mi inocencia le pregunté que para qué y ella me respondió algo que...
--¿Qué fue lo que le respondió? --preguntó Aurora impaciente pues en su mente no pudo evitar acordarse del primer paseo que dio junto a Celia.
--No sea impaciente joven, la impaciencia nunca trae nada bueno --respondió avergonzando ligeramente a Aurora que bajó la mirada involuntariamente --. No se avergüence mujer, entiendo que la historia le genere curiosidad, pero hace demasiado que no se la cuento a nadie y si me lo permite... no quisiera dejarme ningún detalle --aclaró de nuevo con una sonrisa a la que nada podía negársele --. Me respondió que allí, podría ser libre de amar --Aurora levantó la mirada, miró a la anciana que miraba la fotografía que aún descansaba entre las manos de Aurora y se la entregó como si estuviera devolviéndole el corazón --. Yo no entendí a que se refería. Yo no sabía lo que significaba aquella palabra, lo que era amar, yo era lo que la gente esperaba que fuera, una joven obediente y sumisa sin opinión propia y sin vida, pero no lo sabía. No sabía que yo no era yo hasta que la conocí a ella.
--La comprendo --acertó a decir Aurora que la miraba con la expectación de quién espera el final de una obra de teatro maravillosa.
--Sé que lo hace. Seré una anciana recluida...
--¡Recluida no está, me dijeron que se había ido de viaje! --cortó Aurora intentando animar la pesadez que de nuevo se estaba apoderando de ella.
--Fui a Barcelona, a llevar flores a la tumba de Alba. Fue un viaje de placer dolorosísimo, pero tranquila --añadió --, usted no tenía porqué saberlo, de hecho, no lo sabe nadie y hace ya demasiados años que ocurrió como para no poder hablar de ello. Me costó, no se lo voy a negar, pero ella se merece que la recuerde y yo, lo hago a diario.
--Discul... --Aurora calló ante la mirada amenazadora de la anciana.
--Como la decía, sé que lo hace. Este lugar es muy pequeño y la gente habla demasiado. Si dejé que viniera a llamar fue porque supuse el por qué necesitaba hacerlo. Ojalá hubiera tenido yo un cacharro de esos entonces.
--Es todo un avance --respondió de nuevo Aurora que hacía rato no sabía donde quería llegar la mujer.
--Es todo un avance dado el estancamiento del mundo. Mírenos, nos separan más de cincuenta años y usted va a cometer la misma locura que cometí yo cuando tenía su edad.
--¿Qué locura?
--Casarse Aurora, casarse con alguien a quien ni siquiera conoce, a quien no ama, a quien no será capaz de hacer feliz y con el que tampoco lo será.
--No tengo elección --sollozó reteniendo la lágrima que intentaba acariciarle la mejilla.
--Si la tiene. Todo en esta vida tiene remedio, menos la muerte y se lo digo yo que vivo con ella desde hace mucho tiempo.
--¿Y qué me propone que haga? --preguntó esperanzada, como si esperase que aquella señora que acababa de devolver a su sitio el marco con la fotografía de Alba tuviera la solución a todos sus males.
--No sé lo que debes hacer, pero si sé lo que no. El deber no dura para siempre, todo lo que debes hacer hoy, mañana ya no existirá, sin embargo eso que sientes, el amor hacía esa chica que imagino encantadora y tan fuerte como tú...
--Más.
--...si puede hacerlo. Deberías luchar por él, por ella, pero sobre todo por ti. Porque tú te casarás, para, en tú caso, sacar a tú familia de una ruina que ya quisieran muchos para si, en el mío, para hacer perdurar un apellido que lo único que ha recibido han sido invitaciones a eventos banales con personas banales y que carga con unas tierras que ni mi marido ni yo pisamos jamás. Te casarás y tendrás unos hijos a los que querrás pero que se irán tarde o temprano para cumplir con sus deberes, si tienen suerte, con sus deseos, pero se irán igual. Te casarás y te pasarás la vida amontonando recuerdos vacíos sobre mesillas polvorientas para no sentirte sola cuando podrías ser feliz en una casa sin nada, pero con ella.
Aurora cerró los ojos despacio, como si aquellas palabras hubieran marcado el final de la obra, la bajada de telón. El rojo de aquella tela y sus ribetes dorados quedaron tras ella, al otro lado, su capa de enfermera abandonada, las calles desiertas de Madrid y Celia. Sola, en aquel escenario, ante un centenar de espectadores burlones que la señalaban con el dedo sin ni siquiera conocerla, se derrumbó derrotada por un destino que no tenía cabida en el guión y que sin embargo se había convertido en el actor protagonista.
--Yo no quiero esa vida --dijo mientras rompía a llorar desconsoladamente.
--Sé que no es fácil pequeña --respondió la anciana con el cariño más sincero y puro que Aurora había recibido jamás --, pero tenerla o no, solo depende de lo que tú estés dispuesta a perder o a ganar y puedo asegurarte que nada de esto --dijo extendiendo los brazos y mirando a su alrededor para mostrar lo ostentoso de su enorme casa --, ¡nada!, vale lo que perdí. Así que enciende de nuevo las luces y busca la manera de atravesar esa tela, porque las butacas que ahora ves llenas, tarde o temprano se quedarán vacías, estés delante, o detrás de ese telón rojo sangre; de vida o de muerte, pero eso ya, has de decidirlo tú.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Nada es imposible si sujetas mi mano

Cuando doña Rosalía descolgó el teléfono, la voz de la telefonista anunció que había una llamada desde Cáceres para la señorita Celia Silva. Ya lo había hecho en otras tres ocasiones desde el martes, pero la respuesta del ama de llaves siempre había sido la misma; La señorita Celia no se encuentra en casa en estos momentos. Aquella respuesta, tan normal para la mujer que intentaba unir a través de los cables de la centralita, Cáceres con Madrid, desconcertó a Aurora en la primera ocasión. Conocía perfectamente el horario de estudios de Celia y a pesar de la decepción, se tomó aquella ausencia como algo ocasional. La segunda vez que llamó, la respuesta de la telefonista, activó en Aurora una alarma silenciosa, un sentimiento encontrado en su pecho que comenzó a latir más rápido de lo normal y que la llevó a buscar en todos los periódicos una posible respuesta. Estaba preocupada y encontrar el titular que anunciaba la bomba en el Ateneo y que culpaba directamente a Celia Silva, no ayudó a que se tranquilizase. Llamó de nuevo, obtuvo la misma respuesta y colgó el teléfono con tanta rabia que no supo como disculparse ante la amable señora que la observaba desde el sofá del salón y que le había ofrecido aquel "cacharro", así lo llamaba ella, con toda su buena voluntad.
--Discúlpeme. No debería haber colgado de ese modo.
--¿Malas noticias? --preguntó la amable mujer ofreciéndole a Aurora asiento.
--No tengo noticias que no sé que es peor --respondió aceptando la invitación aunque con la cabeza en otra parte.
--Los viejos solemos decir que la ausencia de noticias son buenas noticias, pero ya sabe como somos los viejos, nunca nos enteramos de nada. Seguro que su amiga está bien.
Aurora miró a aquella mujer sorprendida, tanto que olvidó por un instante la preocupación que sentía porque a Celia pudiera estar ocurriéndole alguna desgracia, porque pudiera estar en peligro, encerrada o incluso muerta.
--No sea tremendista --dijo la mujer posando su mano arrugada y temblorosa sobre la de Aurora como si pudiera leerle el pensamiento --. Seguro que todo es un mal entendido. Venga mañana y vuelva a intentarlo.
Y allí estaba, sentada de nuevo en la silla de oscuro barniz y horroroso tapizado que aquella mujer había colocado junto al teléfono, esperando con angustia escuchar la voz de Celia al otro lado.
Pasó un minuto desde que la telefonista anunció que la llamada había sido aceptada, un minuto eterno en el que se acomodó y se desacomodó, en el que cruzó y descruzó las piernas, en el que hizo y deshizo muchos más nudos de los que fue capaz de contar con el cable recubierto del teléfono.
--¿Aurora? --preguntó por fin la voz entusiasmada de Celia al otro lado.
--¡Celia! ¡Oh Celia no sabes lo preocupada que estaba! --respondió Aurora agarrando con fuerza el auricular y apretando contra su boca el micrófono como si intensase que la fuerza contenida que da la inmensa alegría traspasase el aparato -- ¿Qué ha pasado? Te estuve llamando y no me cogían el teléfono y luego leí lo del Ateneo y ponía que tú eras la culpable y...
--Aurora --susurró Celia desde el otro lado --, tranquilízate, estoy bien. Fue un mal entendido.
Aurora, no pudo evitar mirar a la mujer, que, como si pudiera estar escuchando lo que Celia decía al otro lado, sonrió sabiamente y ocultó su rostro tras el periódico del día concediéndola así la intimidad necesaria para tan esperada conversación.
--Cuéntame que ocurrió. Leí que habían atentado contra el Ateneo y que tú eras la principal sospechosa.
--Antes de contarte nada... ¿me concedes un minuto? No tardo nada --Aurora accedió extrañada --. Ya he vuelto --dijo Celia antes de los sesenta segundos --, ahora podemos hablar de lo que quieras.
--¿Dónde has ido?
--Qué he hecho sería la pregunta adecuada --respondió Celia divertida.
--¿Y qué has hecho?
--He bajado un poco las persianas del despacho y me he sentado en el suelo, bajo la mesa, como cuando era pequeña y quería estar sola, viajar a otros mundos.
--¿Y a donde quieres viajar ahora?
--¿Dónde viajarías tú si pudieras?
--A tu lado Celia, viajaría a tu lado.
--Pues vámonos entonces.
--¿No vas a contarme lo del Ateneo?
--Solo si me prometes que luego me vas a llevar a algún lugar en el que podamos estar a solas.
--No sé de cuanto tiempo dispongo Celia --dijo Aurora algo apesadumbrada.
--Dispone usted de todo el tiempo que necesite. El camino que están recorriendo ustedes dos no parece fácil y no será esta vieja quien les vaya arrojando piedras --dijo una voz desde detrás del periódico a la que respaldaron dos ojos pequeñitos y casi grisáceos que se asomaron por encima un instante y volvieron a desaparecer como si nada hubiera ocurrido.
--¿Has escuchado? Cuéntame que ocurrió porque tengo permiso para llevarte hasta a el paraíso si así lo deseas.
--Esa mujer podría ser perfectamente una de las mujeres de la carpeta marrón que me enseñó el otro día el jefe de policía --respondió Celia dejando claro que había escuchado a la anciana.
--¿Te interrogó el jefe de la policía?
--Bueno, digamos que lo intentó, pero no era muy avispado y me dio más información de la que yo le di a él. Me enseñó una carpeta con todas las sufragistas que tienen localizadas Aurora, ¡no sabía que éramos tantas! Fue muy reconfortante saber que, aunque no hubiera ninguna a mi alrededor, no estaba sola. Además después las escuchaba gritando desde la celda y me escoltaron hasta los juzgados, fue tan emocionante...
--Celia, Celia, espera --dijo Aurora intentado asimilar toda aquella información --. ¿Celda? ¿Juzgados? ¿Te pegaron Celia? Sé como funcionan los interrogatorios hacia las sufragistas y si por lo que parece creían que habías puesto tú la bomba en el Ateneo... --Aurora no pudo continuar al imaginarse a aquellos policías sacándole a Celia la información a golpes.
--Si Aurora, me golpearon, pero eso no es lo peor. Yo al fin y al cabo puedo contarlo.
--¿Qué ha pasado?
--Cuando estaba detenida, Bernardo vino a verme. Alguien había vuelto a publicar un artículo en mi nombre y era evidente que yo no podía haber sido porque estaba encerrada...
--Lógico ¿no?
--No. Aquí la lógica y la razón no tienen cabida. Dijeron que podía haberlo dejado escrito con anterioridad, que podía haberle ordenado a alguien que lo mandase publicar en caso de que me detuvieran, como coartada ¿sabes?
--Comprendo ¿y que pasó?
--Pues resulta que al final encontraron a la mujer que estaba haciéndose pasar por mí, una tal Azucena Barbero. Llevaba consigo un nuevo escrito y al ver que volvía a estar firmado con mi nombre la detuvieron.
--Me alegro de que al final encontrasen a la culpable. No podemos dejar que el fin del sufragio se mal interprete por mujeres radicales que no saben donde están los límites.
--Lo sé Aurora, pero esa mujer ha muerto.
--¡Cómo que ha muerto!
--Dijeron que se había suicidado en su celda, pero yo estoy convencida de que la mataron a palos. Diana y yo hemos conseguido que las mujeres de la fábrica se unan a las protestas del grupo. Queremos que se esclarezca lo ocurrido y hemos decidido manifestarnos ante la comisaría hasta que nos den una explicación.
--Celia...-- en el tono de voz de Aurora se notaba la preocupación -- Comprendo tus dudas y entiendo que quieras saber que le ha ocurrido a esa mujer, pero prométeme que tendrás cuidado.
--Ya me conoces Aurora --respondió con ese tono despreocupado que dibujó una sonrisa inocente al otro lado de la línea --. Prometo que tendré cuidado, además, la prensa se ha hecho eco de la noticia, no se atreverán a culparme de nada si consigo su respaldo.
--Celia, la prensa, la mueven los mismos que nos niegan nuestros derechos. En cuanto vean que os pasáis del límite, dejarán de apoyaros y mirarán hacia otro lado.
--No traspasaremos el límite, te lo prometo.
Aurora no se quedó muy convencida, conocía a Celia y a Diana y sabía que ninguna de las dos pararía hasta conocer lo que le había ocurrido en realidad a Azucena, pero aún así decidió creerla y dar el tema por zanjado.
--¿Qué tal están las cosas en casa? --preguntó sin saber que casi hubiera sido mejor seguir hablando de la impostora.
--Mal Aurora --respondió Celia con la voz quebrada.
--¿Qué ha ocurrido? --preguntó de nuevo intentado averiguar el porqué de aquel cambio tan repentino.
--Francisca ha perdido el bebé que esperaba.
Un silencio traspasó la línea.
--Vaya, lo lamento.
--Y nosotras. La pobre está hundida, enfadada con Luis y con el mundo.
--¿Con Luis?
--Si. Estaban discutiendo en las escaleras, Luis le sujetó el brazo justo cuando ella se disponía a bajarlas y cayó por ellas. Le culpa de lo que ha ocurrido, fue un accidente, pero si no la hubiera sujetado...
--Comprendo y no sabes cuanto lo siento, imagino que no estará siendo fácil para nadie.
--Nada es fácil Aurora y yo ya empiezo a estar cansada de que la desgracia se cebe con nosotras...
Un nuevo silencio se apoderó de los teléfonos de ambas. Celia miraba al suelo, como si en la moqueta vacía de aquel despacho fuera a encontrar las soluciones a todos los problemas de la casa Silva.
--¿Sabes? --preguntó Aurora en un susurro que devolvió a Celia a la realidad -- Ojalá pudiera sentarme a tu lado y cubrirte con mi capa, dejarte mi hombro y mi silencio...
--Si cierro los ojos casi puedo sentirte conmigo --respondió Celia imaginando que aquel deseo se convertía en realidad.
--Pues ciérralos y escúchame, porque no puedo ir a abrazarte, ni a darte un beso que te consuele, pero si puedo hablarte. En este pueblo he aprendido que las palabras pueden llegar donde muchas otras cosas no llegan, tú deberías saberlo mejor que nadie. A mí no se me da tan bien como a ti, pero te lo he prometido y voy a intentar que nos olvidemos de este mundo por un rato ¿Te parece buena idea?
Celia no dijo nada. Simplemente permaneció en silencio y obedeció, cerró los ojos y confió en que Aurora pudiera haber visto el asentir de su cabeza.
-- Lo primero que vamos a hacer va a ser tumbarnos sobre la hierba recién cortada de un prado tan extenso como el mar --susurró --. El cielo está despejado, tanto que su azul parece blanco, tanto que casi puede reflejarse el verde esperanza que nos rodea y que alberga en ese aroma tan adorable que llena nuestros pulmones con la vida que viene y no con la que se va. Sé que es un encuentro improbable, pero no imposible, nada es imposible si sujetas mi mano, así que tómala --Celia extendió su mano sobre la suave moqueta y fue llenando su vacío con aquellas palabras susurradas que, convertidas en pincel, dibujaban para ellas una obra de arte de la que ya se sentía dueña --. ¿Sientes la brisa cálida acariciándote la piel? Si... la piel, porque en ese lugar no hay nadie y me he permitido el lujo de dejarte descansar desnuda, con mi hombro como almohada, con mi cuello como única fuente en la que calmar tu sed, con mi vientre como apoyo para tus manos y con mis piernas entrelazadas a las tuyas que me acarician inquietas y suaves como la pluma virgen de un pájaro que nunca ha volado. Respira profundo y deja que la caricia de mi mano, subiendo despacio por tu espalda, erice tu piel. Siéntete protegida, porque en este mundo que te regalo no existe el mal, ni el miedo, no hay problemas, ni distancias... estamos solas tú y yo --Aurora levantó la mirada intentando averiguar si aquella amable mujer podría estar oyendo la conversación, pero parecía leer plácidamente --.
--¿Cómo de solas? --preguntó Celia melosa.
--Lo suficiente como para que puedas acariciarme el pecho, jugar con mi ombligo o contar de nuevo mis lunares si lo deseas.
--¿Lo suficiente como para levantarme y correr gritando con los brazos extendidos que te quiero?
--Si.
--¿Lo suficiente como para que me persigas y caigamos rodando envueltas en un beso húmedo y eterno?
--Si Celia, lo suficiente como para eso. Lo suficiente como para que si lo deseas hagamos el amor sobre ese colchón mullido con las montañas lejanas y la libertad de los pájaros imparables como únicos testigos...
--Me gusta ese lugar pero...
--No hay peros Celia, porque si haces reales las palabras que lo siguen, ese mundo se desvanecerá y quiero permanecer caminando por él, de tu mano, hasta que podamos volver a hablar, hasta que podamos volver a vernos, hasta que podamos cambiar esa hierba por una cama, esa brisa por nuestro aliento y el olor de la hierba recién cortada por el de nuestros cuerpos empapados de pasión.

martes, 24 de noviembre de 2015

Una carpeta marrón

La policía se llevó a Celia sin que ella opusiera ninguna resistencia. Tenía la conciencia tranquila, bueno, relativamente, porque no podía dejar de darle vueltas a su empeño por publicar aquel artículo con su nombre. Tal vez, si no lo hubiera hecho, la persona que la estaba suplantando, la que había llevado a cabo la amenaza de poner una bomba en el Ateneo, no hubiera tenido tapadera para hacerlo, para obrar libre e impunemente. No se resistió, sabía que aquellos agentes no iban a andarse con tonterías, los cargos que pesaban sobre ella eran demasiado graves como para arriesgarse a hacer algo que les diera la excusa de llevarla por la fuerza o incluso para terminar con ella si lo creían conveniente.
Entraron en la comisaría, ella iba esposada, muerta por una vergüenza que no debería estar sintiendo y que se acrecentó cuando todos los agentes comenzaron a aplaudir su detención. Las esposas le apretaban las muñecas, conocía aquella sensación, pero la diferencia era abismal; las vendas apretaban para mantener dentro de ella la vida, la fuerza, para sanarla y aquellas esposas apretaban, pero para hacer todo lo contrario.
Intentó explicarse, durante el camino y antes de entrar en las dependencias, pero nadie la escuchó, ni siquiera cuando la sentaron en aquella sala lúgubre en cuyo interior solamente había una mesa de madera y una silla a la que ataron sus pies con unos grilletes que probablemente llevasen allí años. Aquel pensamiento la hizo imaginarse, atada a ellos, a Aurora y casi pudo sentir en el frio y oxidado hierro, el tacto de sus tobillos. Estaba incómoda y no podía negar que tenía miedo, pero sentir, una vez más, la presencia de su salvadora, aunque estuviera lejos, hizo que se relajase y llenase el pecho con el aire del orgullo y la convicción de quien se sabe inocente. Pidió agua y para su sorpresa, un policía joven, casi recién salido de la academia, entró en la sala con una jarra y un vaso, los dejó sobre la mesa y salió sin decir una sola palabra, pero con una sonrisa socarrona que dejaba claro que Celia no podría servirse sola y que nadie lo iba a hacer por ella. Apretó los dientes y forcejeó inútilmente con la rabia contenida. Se sentía una rata encerrada en una trampa y aunque luchó por zafarse de sus ataduras, fue imposible. Intentó tranquilizarse, auto convencerse de que aquello estaba siendo un error, que la policía se daría cuenta y que la sacarían de allí pronto. Observó las paredes ennegrecidas y se percató del intenso olor a tabaco de aquel cubículo sin ventanas. Pensó en lo que Aurora le dijo después de que fuera ella la presa y valoró si de verdad merecía la pena pasar por aquella situación en pro de la causa. Respiró profundo y concluyó que sí, que si tenía que estar allí por defender sus ideales estaría, pero como no era el caso, como las ideas que habían cubierto la ciudad con aquel olor a pólvora, a muerte y a caos, no eran las suyas, comenzó a gritar que quería que la liberasen, que era inocente, que ella no había sido la autora de aquellos escritos tan radicales. Nadie la hizo caso, ni siquiera para llamarle la atención por los gritos, por lo que supuso que aquellas paredes debían ser mucho más gruesas de lo que parecían. Gritó de nuevo un par de veces y cuando estaba a punto de rendirse, alguien abrió la puerta.
-- Soy el jefe de policía de este departamento --se presentó olvidando que delante no dejaba de tener una señorita y que le debía unos modales y un respeto --. Supongo que sabe que los cargos de que se la acusan son extremadamente graves -- dijo mientras daba vueltas alrededor de la mesa y de Celia que lo seguía inquieta con la mirada --. La apología e incitación hacia actos terroristas está penado con más años de prisión de los que la quedan a usted de vida y si a eso le sumamos que ha llevado a cabo sus amenazas... Vamos, que no va a volver a ver la luz del sol --concluyó sentándose frente a ella, llenando de agua el vaso vacío y bebiéndoselo de un solo trago.
--Yo no he hecho nada...
--Estoy intentado mantener las manos quietas --dijo golpeando con la palma abierta la bombilla desnuda que colgaba del techo provocando que la habitación se llenase de unas sombras que iban y venían intentando apoderarse de un alma que en ese momento no sabía donde esconderse --, pero si sigue hablando sin permiso no me quedará más remedio que enseñarle como funciona esto con ellas.
--¿Me está usted amenazando? --preguntó Celia en un arrebato al sentir la prepotencia de aquellas palabras y darse cuenta de que aquellas sombras no llegarían a alcanzarla por más que lo intentasen.
--Veo que es usted una chica lista. Ahora cállese y mire con atención estas fotografías --ordenó poniendo ante Celia una carpeta marrón con más fotografías y retratos de los que ella había visto juntos jamás --. Quiero que me señale una por una a las mujeres que han participado en la barbarie del Ateneo y más le vale no encubrirlas porque será usted quien lo pague por todas. Tómese el tiempo que crea oportuno, esa será la única licencia que se le va a permitir mientras este aquí encerrada.
La calidad de las fotografías era pésima, pero debajo de cada una, había una descripción en la que a parte de la edad, la estatura estimada y el género, casi todos femeninos como comprobaría a medida que iba avanzando, se detallaban los ropajes que utilizaba cada una, el color de pelo y demás datos que sorprendieron a la escritora.
La primera, era la fotografía de una mujer con el pelo corto y, según ponía en la descripción, blanco, pero a Celia no le pareció que tuviera edad suficiente como para que aquel fuera el color predominante de su cabello. "Cabecilla del grupo de sufragistas. Organiza las quedadas y expone los temas. Conocedora de datos relevantes cuyas fuentes desconocemos. Siempre lleva algo rosa en el abrigo"
--¿La conoce?
Celia dudó un instante, pues estaba segura de que la había visto en alguna de las reuniones pero no tenía conocimiento de cual era su función en ellas.
--No.
--¿Está usted segura? --insistió.
--Segurísima. ¿No me ha dicho que le señale a las que conozca? Pues déjeme seguir mirando y yo lo haré, aunque ya le digo que yo no he tenido nada que ver con lo del Ateneo.
El policía resopló y se contuvo las ganas de dar un golpe sobre la mesa ante lo que el consideró una insolencia.
En la fotografía siguiente, había cuatro mujeres, se notaba que era una fotografía tomada a traición, como si estuviera hecha a escondidas desde detrás de algún arbusto. En la descripción podía leerse "A la de la izquierda la llaman la Meiga, en principio sospechábamos que podía ser gallega pero al parecer ha venido desde Valencia para unirse al grupo. La que está a su lado es la artífice de toda la cartelería sufragista y la de su derecha cuenta con unos conocimientos arquitectónicos lo suficientemente extensos como para saber que edificios son seguros y cuales no. La última es la que se encarga de despistarnos, de hacer que perdamos el Rastro de sus reuniones"
Celia no podía parar de pestañear y asintió con la cabeza para que aquel señor que no dejaba de fumar y que la miraba como si intensase leerla el cerebro, pasase a la siguiente donde, otras cinco mujeres, tres sentadas en un banco y dos de pie, parecían conversar tranquilamente sin percatarse de que las estaban espiando. "Las tres mujeres del banco, son nuevas, llevan relativamente poco tiempo en el mundo del sufragio aunque es probable que actuasen desde la sombra. Las dos que están delante, se caracterizan porque a pesar de que las cuesta opinar, nunca dan puntada sin hilo. La que está más alejada, ha conseguido entrar en la universidad recientemente, aunque solo acude como oyente, la otra, creemos que va y viene desde Italia, aunque esta es la única fotografía que se tiene de ella"
--¿Desde Italia? --preguntó Celia sin dar crédito.
--Si. Los grupos sufragistas se están expandiendo como la pólvora y a veces las líderes de los grupos de otros países vienen a Madrid para compartir ideas y preparar las manifestaciones simultáneas. El grupo italiano es muy importante, cuentan en él con una doctora en ciencias Biológicas a la que estamos esperando... ¡Bueno! --cortó al darse cuenta de que estaba hablando más de lo que debía --¿Conoce a alguna o seguimos? --preguntó pasando a la siguiente fotografía en cuyo encabezado podía leerse "Grupo del norte" . Ninguna de las mujeres era identificable, pero en las descripciones quedaba claro que era un subgrupo formado por mujeres gallegas, asturianas, cántabras y vascas.
--¿Cómo quiere que identifique aquí a nadie? --preguntó Celia con algo de retintín.
--Lo cierto es que tengo que darle la razón. Es un grupo poderoso, pero aún no hemos conseguido la información que necesitamos sobre ellas. Son mujeres astutas y a pesar de que se encargan de la difusión de todo tipo de comunicados, son escurridizas.
--¡Son mujeres! --murmuró Celia sonriendo orgullosa.
-- ¿Qué ha dicho? --Celia negó con la cabeza -- Me había parecido. Sigamos entonces. Las mujeres que va a ver a continuación se dedican a lo mismo que usted.
--¿Y a qué me dedico yo si puedo saberlo?
--A publicar artículos, pasquines y a hacer comentarios que no debería hacer una señorita. Son amantes de la literatura, de los idiomas y del arte en general, saben como decir sin estar diciendo nada y como llevar a su terreno cualquier tipo de información que pase por sus manos. Son mujeres a las que es mejor tener bajo vigilancia.
--¿Porqué son inteligentes?
--No. Porque son peligrosas --concluyó con una mirada fulminante que tras clavar en Celia dirigió a la página siguiente.
Todo el folio estaba lleno de apuntes, de borrones y de flechas repartidas por toda América.
--¿Qué hace este mapa de América aquí?
--En realidad no debería estar en esta carpeta --dijo algo crispado --. Debería estar con los avisos de sufragistas extranjeras.
--Sabía que el movimiento se estaba extendiendo, que teníamos compañeras en Francia, en Inglaterra y en Italia, pero nunca hubiera imaginado que tanto --respondió Celia intentando sacar algo más de información.
--Son ustedes como polillas, ven una luz fuera de sus casas y acuden a ella como si no tuvieran labores que hacer dentro. El movimiento en aquella zona está empezando a ser muy conocido. Hemos interceptado mensajes que venían desde Argentina, de Colombia, de Perú y de México. Incluso desde Los Estados Unidos y sabemos que desde aquí también se envían a países como Brasil o la República Dominicana. No sé que tipo de mentiras les cuentan para tenerlas a todas tan entregadas, pero tenga por seguro que no se lo vamos a poner fácil. Las mujeres ya tienen el lugar que merecen y no conseguirán, por muchos Ateneos que decidan destrozar, evitar, que eso siga siendo así.
Celia se tuvo que contener para no responder a aquel fanfarrón que llevaba más de media hora dándole una información valiosísima sin ni siquiera darse cuenta.
--¿Vamos finalizando? --preguntó de nuevo mientras extendía sobre la mesa algunas fotografías más.


Celia asintió mientras iba fijándose en los rostros de aquellas mujeres que tanto y tan poco se parecían a ella. Leyó por encima sus descripciones y sonrió al darse cuenta de que la falta de información sobre ellas les había llevado a describirlas por sus ropajes. A una de ellas la conocían porque siempre llevaba un sombrero negro y los labios pintados en un rojo sugerente que, a juzgar por lo marcada que había quedado la tinta en el papel, ponía demasiado nervioso a quien lo escribió. De otra decían que siempre llevaba una bufanda verde e incluso se referían a otra como la canaria porque, al parecer, solía llevar un broche con forma de pájaro en la solapa del abrigo. Otra llevaba una estrella y una luna, otra una especie de arcoíris nacarado e incluso una de ellas llevaba un trébol de cuatro hojas.
--¿Las conoce? --Celia negó de nuevo obligándole a recoger todas la fotografías y a extender otro montón de ellas.
--¿Qué es esto? --preguntó Celia confusa al ver ante si un montón de pancartas reivindicativas sin rostro alguno que las sujetase.
--Estos son algunos de los mensajes que se pueden leer en vuestras manifestaciones ilegales. Sé que es complicado, pero sois muy persistentes y sabemos que vuestros recursos no son precisamente boyantes por lo que cada mujer elige un mensaje y lo lleva siempre. ¿Sabrías decirme a quién pertenece cada uno?
Celia se rió negando con la cabeza, como si no pudiera creerse que lo que aquel hombre estaba diciendo lo estuviera diciendo de verdad, pero se contuvo y leyó aquellos carteles que le encantaron y cuyos lemas guardó en la memoria para la próxima manifestación.
"Estoy harta de ti, debo vivir" " Acumulo millas, no años" "No padezco estrés pero soy portadora" "Amo a los perros más que a los hombres" "Si mi piano hablase..." Soy un alma libre" "Vividora de la vida y no de ti" "El convento para quién lo quiera" "Lo bueno nunca acaba si hay algo que te lo recuerda" "Veo el futuro y me veo votando" y el que más gustó a Celia "Libres y vivas, pero nunca sometidas"
--No me suena haber leído ninguno de esos carteles con anterioridad, pero también es verdad que solo he ido a un par de manifestaciones. ¿Queda mucho? Estoy cansada y tengo sed, si fuera tan amable de darme un poco de agua...
--Queda lo que yo diga y si que voy a darle ese agua, pero cuando terminemos. Mire atentamente a estas mujeres --dijo mostrándole un dibujo a mano alzada, bastante preciso, en el que podían verse los rostros de cuatro mujeres --. No sabemos como lo han conseguido pero disponen de un cinematógrafo --la sorpresa de Celia fue evidente --. Se dedican a hacer películas reivindicativas y mofas sobre todo tipo de temas para después exponerlas en las reuniones o en casas abandonadas como reclamo para las nuevas sufragistas. ¿Las conoce?
--No. Ya le he dicho que no conozco a ninguna.
--¿Está usted segura? --preguntó por quinta vez para desespero de Celia que ya no sabía como no quejarse del dolor de espalda que aquella incomoda silla y las ataduras le estaban provocando y que la llevó a recordar a una mujer que tras las manifestaciones se encargaba de aliviar los dolores de pies o de cuello de las asistentes y añoró que no pudiera estar allí en ese momento para aliviar los suyos.
--Estoy completamente segura --repitió apartando de su mente aquel pensamiento --. Ya le he dicho que no conozco a ninguna de las mujeres que me ha enseñado o descrito. No soy una radical...
--No he dicho que ellas lo sean.
--Yo tampoco, pero si tienen la misma idea de ellas que de mí, no hubiera hecho falta hacerlo. Esto es un malentendido, hay alguien haciéndose pasar por mí, alguien que quiere quedar impune y que espera que yo pague por sus actos. Le repito que no sé quienes son esas mujeres, que lo único que tenemos en común son las ganas por conseguir que nuestros derechos sean reconocidos y que por mucho que usted insista voy a seguir sin conocerlas.
--Ya veo, ya --dijo asintiendo mientras se rascaba la barbilla --. Una última pregunta, una última fotografía y dejaré que se vaya... --el rostro de Celia se iluminó entre la humareda -- ...al calabozo. ¿A esta otra mujer? --dijo sacando una nueva fotografía, esta vez, de su bolsillo -- ¿A está tampoco la conoce?
Celia palideció de repente, tanto, que su rostro hubiera pasado desapercibido incluso rodeada de copos de nieve. Era una fotografía de Aurora en el retiro, con la Laguna de fondo y aquella falda verde que tanto le gustaba desabrochar a Celia.
--¿Qué Miras? --preguntó el jefe de policía mientras Celia no salía de su ensimismamiento.
--Nada, Nada, discúlpeme.
--¿La conoce o no?
Celia dudó un instante, si aquel hombre no supiera de su relación con Aurora, no hubiera guardado aquella fotografía para el final, pero no sabía que podía implicar reconocerla, ni tampoco lo que podía suponer mentirle.
Cerró los ojos un segundo, para ella, el tiempo suficiente como para recomponerse por dentro, reordenar ideas y buscar las palabras adecuadas para decir lo que quería decir sin decir nada en realidad.
--Ya sabe usted que sí que la conozco --contestó al fin intentando mantener la compostura ante el cosquilleo que su recuerdo provocaba en su estómago --. Lo que no sé es porqué me pregunta por ella. Supongo, como jefe de policía que es, que sabrá que ya no vive en Madrid.
El cosquilleo se transformó en angustia, pero necesitaba mantener la compostura y miró fijamente hacía la bombilla que comenzaba a pararse buscando la excusa perfecta al enrojecimiento que sintió alrededor de los ojos
--Si, si que lo sé. Al parecer sus ideales no eran tan fuertes como el dinero ¿verdad?
--¿El dinero? --gritó Celia liberando toda la rabia que aquella insinuación buscaba -- Usted no sabe de lo que habla. El dinero le da igual, le importa su familia, el futuro de los suyos, que no les falte pan en la mesa, ni ropa con que vestirse ¿Acaso usted no renunciaría a este reino que se ha montado aquí por su esposa? ¿Por sus hijos? Usted no tiene ni idea de lo que son los ideales, de las montañas que pueden mover ni las distancias que pueden abarcar. Usted no sabe de nada, porque no le importa nadie. ¡El dinero dice! ¿Cuánto le van a pagar por mi detención? ¿Por detener a una inocente? No creo que usted sea la persona más indicada para hablar de Aurora.
--Así que no solo la conoce ¿eh? --respondió sin alterarse lo más mínimo a pesar de los gritos de Celia que se revolvía inútilmente en la silla.
--Será mejor que terminemos con esto de una vez. No pienso decirle nada más.
--Esta bien. Tome su vaso de agua --dijo levantándose mientras llenaba el vaso --. Ahora se lo da mi compañero y le puedo asegurar, que él no controla las manos tan bien como yo.
--No va a conseguir que diga nada porque no sé nada, pero tenga clara una cosa. Cuando las mujeres de las fotografías se enteren de que estoy aquí detenida, de que me han amenazado y, por lo que está insinuando, de que me van a intentar sonsacar la información a golpes, vendrán aquí, se agolparán en la puerta y puedo asegurarle que no pasarán desapercibidas. No las conozco, pero una sufragista nunca abandona a otra y aunque usted crea que dentro de esa carpeta que lleva debajo del brazo solo hay una panda de mujeres locas que no tienen nada mejor que hacer con su vidas, se equivoca.
--¿Ah sí? ¿Y eso por qué?
--Porque ahí adentro, lo que lleva, es un ejército.