lunes, 30 de noviembre de 2015

Nada es imposible si sujetas mi mano

Cuando doña Rosalía descolgó el teléfono, la voz de la telefonista anunció que había una llamada desde Cáceres para la señorita Celia Silva. Ya lo había hecho en otras tres ocasiones desde el martes, pero la respuesta del ama de llaves siempre había sido la misma; La señorita Celia no se encuentra en casa en estos momentos. Aquella respuesta, tan normal para la mujer que intentaba unir a través de los cables de la centralita, Cáceres con Madrid, desconcertó a Aurora en la primera ocasión. Conocía perfectamente el horario de estudios de Celia y a pesar de la decepción, se tomó aquella ausencia como algo ocasional. La segunda vez que llamó, la respuesta de la telefonista, activó en Aurora una alarma silenciosa, un sentimiento encontrado en su pecho que comenzó a latir más rápido de lo normal y que la llevó a buscar en todos los periódicos una posible respuesta. Estaba preocupada y encontrar el titular que anunciaba la bomba en el Ateneo y que culpaba directamente a Celia Silva, no ayudó a que se tranquilizase. Llamó de nuevo, obtuvo la misma respuesta y colgó el teléfono con tanta rabia que no supo como disculparse ante la amable señora que la observaba desde el sofá del salón y que le había ofrecido aquel "cacharro", así lo llamaba ella, con toda su buena voluntad.
--Discúlpeme. No debería haber colgado de ese modo.
--¿Malas noticias? --preguntó la amable mujer ofreciéndole a Aurora asiento.
--No tengo noticias que no sé que es peor --respondió aceptando la invitación aunque con la cabeza en otra parte.
--Los viejos solemos decir que la ausencia de noticias son buenas noticias, pero ya sabe como somos los viejos, nunca nos enteramos de nada. Seguro que su amiga está bien.
Aurora miró a aquella mujer sorprendida, tanto que olvidó por un instante la preocupación que sentía porque a Celia pudiera estar ocurriéndole alguna desgracia, porque pudiera estar en peligro, encerrada o incluso muerta.
--No sea tremendista --dijo la mujer posando su mano arrugada y temblorosa sobre la de Aurora como si pudiera leerle el pensamiento --. Seguro que todo es un mal entendido. Venga mañana y vuelva a intentarlo.
Y allí estaba, sentada de nuevo en la silla de oscuro barniz y horroroso tapizado que aquella mujer había colocado junto al teléfono, esperando con angustia escuchar la voz de Celia al otro lado.
Pasó un minuto desde que la telefonista anunció que la llamada había sido aceptada, un minuto eterno en el que se acomodó y se desacomodó, en el que cruzó y descruzó las piernas, en el que hizo y deshizo muchos más nudos de los que fue capaz de contar con el cable recubierto del teléfono.
--¿Aurora? --preguntó por fin la voz entusiasmada de Celia al otro lado.
--¡Celia! ¡Oh Celia no sabes lo preocupada que estaba! --respondió Aurora agarrando con fuerza el auricular y apretando contra su boca el micrófono como si intensase que la fuerza contenida que da la inmensa alegría traspasase el aparato -- ¿Qué ha pasado? Te estuve llamando y no me cogían el teléfono y luego leí lo del Ateneo y ponía que tú eras la culpable y...
--Aurora --susurró Celia desde el otro lado --, tranquilízate, estoy bien. Fue un mal entendido.
Aurora, no pudo evitar mirar a la mujer, que, como si pudiera estar escuchando lo que Celia decía al otro lado, sonrió sabiamente y ocultó su rostro tras el periódico del día concediéndola así la intimidad necesaria para tan esperada conversación.
--Cuéntame que ocurrió. Leí que habían atentado contra el Ateneo y que tú eras la principal sospechosa.
--Antes de contarte nada... ¿me concedes un minuto? No tardo nada --Aurora accedió extrañada --. Ya he vuelto --dijo Celia antes de los sesenta segundos --, ahora podemos hablar de lo que quieras.
--¿Dónde has ido?
--Qué he hecho sería la pregunta adecuada --respondió Celia divertida.
--¿Y qué has hecho?
--He bajado un poco las persianas del despacho y me he sentado en el suelo, bajo la mesa, como cuando era pequeña y quería estar sola, viajar a otros mundos.
--¿Y a donde quieres viajar ahora?
--¿Dónde viajarías tú si pudieras?
--A tu lado Celia, viajaría a tu lado.
--Pues vámonos entonces.
--¿No vas a contarme lo del Ateneo?
--Solo si me prometes que luego me vas a llevar a algún lugar en el que podamos estar a solas.
--No sé de cuanto tiempo dispongo Celia --dijo Aurora algo apesadumbrada.
--Dispone usted de todo el tiempo que necesite. El camino que están recorriendo ustedes dos no parece fácil y no será esta vieja quien les vaya arrojando piedras --dijo una voz desde detrás del periódico a la que respaldaron dos ojos pequeñitos y casi grisáceos que se asomaron por encima un instante y volvieron a desaparecer como si nada hubiera ocurrido.
--¿Has escuchado? Cuéntame que ocurrió porque tengo permiso para llevarte hasta a el paraíso si así lo deseas.
--Esa mujer podría ser perfectamente una de las mujeres de la carpeta marrón que me enseñó el otro día el jefe de policía --respondió Celia dejando claro que había escuchado a la anciana.
--¿Te interrogó el jefe de la policía?
--Bueno, digamos que lo intentó, pero no era muy avispado y me dio más información de la que yo le di a él. Me enseñó una carpeta con todas las sufragistas que tienen localizadas Aurora, ¡no sabía que éramos tantas! Fue muy reconfortante saber que, aunque no hubiera ninguna a mi alrededor, no estaba sola. Además después las escuchaba gritando desde la celda y me escoltaron hasta los juzgados, fue tan emocionante...
--Celia, Celia, espera --dijo Aurora intentado asimilar toda aquella información --. ¿Celda? ¿Juzgados? ¿Te pegaron Celia? Sé como funcionan los interrogatorios hacia las sufragistas y si por lo que parece creían que habías puesto tú la bomba en el Ateneo... --Aurora no pudo continuar al imaginarse a aquellos policías sacándole a Celia la información a golpes.
--Si Aurora, me golpearon, pero eso no es lo peor. Yo al fin y al cabo puedo contarlo.
--¿Qué ha pasado?
--Cuando estaba detenida, Bernardo vino a verme. Alguien había vuelto a publicar un artículo en mi nombre y era evidente que yo no podía haber sido porque estaba encerrada...
--Lógico ¿no?
--No. Aquí la lógica y la razón no tienen cabida. Dijeron que podía haberlo dejado escrito con anterioridad, que podía haberle ordenado a alguien que lo mandase publicar en caso de que me detuvieran, como coartada ¿sabes?
--Comprendo ¿y que pasó?
--Pues resulta que al final encontraron a la mujer que estaba haciéndose pasar por mí, una tal Azucena Barbero. Llevaba consigo un nuevo escrito y al ver que volvía a estar firmado con mi nombre la detuvieron.
--Me alegro de que al final encontrasen a la culpable. No podemos dejar que el fin del sufragio se mal interprete por mujeres radicales que no saben donde están los límites.
--Lo sé Aurora, pero esa mujer ha muerto.
--¡Cómo que ha muerto!
--Dijeron que se había suicidado en su celda, pero yo estoy convencida de que la mataron a palos. Diana y yo hemos conseguido que las mujeres de la fábrica se unan a las protestas del grupo. Queremos que se esclarezca lo ocurrido y hemos decidido manifestarnos ante la comisaría hasta que nos den una explicación.
--Celia...-- en el tono de voz de Aurora se notaba la preocupación -- Comprendo tus dudas y entiendo que quieras saber que le ha ocurrido a esa mujer, pero prométeme que tendrás cuidado.
--Ya me conoces Aurora --respondió con ese tono despreocupado que dibujó una sonrisa inocente al otro lado de la línea --. Prometo que tendré cuidado, además, la prensa se ha hecho eco de la noticia, no se atreverán a culparme de nada si consigo su respaldo.
--Celia, la prensa, la mueven los mismos que nos niegan nuestros derechos. En cuanto vean que os pasáis del límite, dejarán de apoyaros y mirarán hacia otro lado.
--No traspasaremos el límite, te lo prometo.
Aurora no se quedó muy convencida, conocía a Celia y a Diana y sabía que ninguna de las dos pararía hasta conocer lo que le había ocurrido en realidad a Azucena, pero aún así decidió creerla y dar el tema por zanjado.
--¿Qué tal están las cosas en casa? --preguntó sin saber que casi hubiera sido mejor seguir hablando de la impostora.
--Mal Aurora --respondió Celia con la voz quebrada.
--¿Qué ha ocurrido? --preguntó de nuevo intentado averiguar el porqué de aquel cambio tan repentino.
--Francisca ha perdido el bebé que esperaba.
Un silencio traspasó la línea.
--Vaya, lo lamento.
--Y nosotras. La pobre está hundida, enfadada con Luis y con el mundo.
--¿Con Luis?
--Si. Estaban discutiendo en las escaleras, Luis le sujetó el brazo justo cuando ella se disponía a bajarlas y cayó por ellas. Le culpa de lo que ha ocurrido, fue un accidente, pero si no la hubiera sujetado...
--Comprendo y no sabes cuanto lo siento, imagino que no estará siendo fácil para nadie.
--Nada es fácil Aurora y yo ya empiezo a estar cansada de que la desgracia se cebe con nosotras...
Un nuevo silencio se apoderó de los teléfonos de ambas. Celia miraba al suelo, como si en la moqueta vacía de aquel despacho fuera a encontrar las soluciones a todos los problemas de la casa Silva.
--¿Sabes? --preguntó Aurora en un susurro que devolvió a Celia a la realidad -- Ojalá pudiera sentarme a tu lado y cubrirte con mi capa, dejarte mi hombro y mi silencio...
--Si cierro los ojos casi puedo sentirte conmigo --respondió Celia imaginando que aquel deseo se convertía en realidad.
--Pues ciérralos y escúchame, porque no puedo ir a abrazarte, ni a darte un beso que te consuele, pero si puedo hablarte. En este pueblo he aprendido que las palabras pueden llegar donde muchas otras cosas no llegan, tú deberías saberlo mejor que nadie. A mí no se me da tan bien como a ti, pero te lo he prometido y voy a intentar que nos olvidemos de este mundo por un rato ¿Te parece buena idea?
Celia no dijo nada. Simplemente permaneció en silencio y obedeció, cerró los ojos y confió en que Aurora pudiera haber visto el asentir de su cabeza.
-- Lo primero que vamos a hacer va a ser tumbarnos sobre la hierba recién cortada de un prado tan extenso como el mar --susurró --. El cielo está despejado, tanto que su azul parece blanco, tanto que casi puede reflejarse el verde esperanza que nos rodea y que alberga en ese aroma tan adorable que llena nuestros pulmones con la vida que viene y no con la que se va. Sé que es un encuentro improbable, pero no imposible, nada es imposible si sujetas mi mano, así que tómala --Celia extendió su mano sobre la suave moqueta y fue llenando su vacío con aquellas palabras susurradas que, convertidas en pincel, dibujaban para ellas una obra de arte de la que ya se sentía dueña --. ¿Sientes la brisa cálida acariciándote la piel? Si... la piel, porque en ese lugar no hay nadie y me he permitido el lujo de dejarte descansar desnuda, con mi hombro como almohada, con mi cuello como única fuente en la que calmar tu sed, con mi vientre como apoyo para tus manos y con mis piernas entrelazadas a las tuyas que me acarician inquietas y suaves como la pluma virgen de un pájaro que nunca ha volado. Respira profundo y deja que la caricia de mi mano, subiendo despacio por tu espalda, erice tu piel. Siéntete protegida, porque en este mundo que te regalo no existe el mal, ni el miedo, no hay problemas, ni distancias... estamos solas tú y yo --Aurora levantó la mirada intentando averiguar si aquella amable mujer podría estar oyendo la conversación, pero parecía leer plácidamente --.
--¿Cómo de solas? --preguntó Celia melosa.
--Lo suficiente como para que puedas acariciarme el pecho, jugar con mi ombligo o contar de nuevo mis lunares si lo deseas.
--¿Lo suficiente como para levantarme y correr gritando con los brazos extendidos que te quiero?
--Si.
--¿Lo suficiente como para que me persigas y caigamos rodando envueltas en un beso húmedo y eterno?
--Si Celia, lo suficiente como para eso. Lo suficiente como para que si lo deseas hagamos el amor sobre ese colchón mullido con las montañas lejanas y la libertad de los pájaros imparables como únicos testigos...
--Me gusta ese lugar pero...
--No hay peros Celia, porque si haces reales las palabras que lo siguen, ese mundo se desvanecerá y quiero permanecer caminando por él, de tu mano, hasta que podamos volver a hablar, hasta que podamos volver a vernos, hasta que podamos cambiar esa hierba por una cama, esa brisa por nuestro aliento y el olor de la hierba recién cortada por el de nuestros cuerpos empapados de pasión.

martes, 24 de noviembre de 2015

Una carpeta marrón

La policía se llevó a Celia sin que ella opusiera ninguna resistencia. Tenía la conciencia tranquila, bueno, relativamente, porque no podía dejar de darle vueltas a su empeño por publicar aquel artículo con su nombre. Tal vez, si no lo hubiera hecho, la persona que la estaba suplantando, la que había llevado a cabo la amenaza de poner una bomba en el Ateneo, no hubiera tenido tapadera para hacerlo, para obrar libre e impunemente. No se resistió, sabía que aquellos agentes no iban a andarse con tonterías, los cargos que pesaban sobre ella eran demasiado graves como para arriesgarse a hacer algo que les diera la excusa de llevarla por la fuerza o incluso para terminar con ella si lo creían conveniente.
Entraron en la comisaría, ella iba esposada, muerta por una vergüenza que no debería estar sintiendo y que se acrecentó cuando todos los agentes comenzaron a aplaudir su detención. Las esposas le apretaban las muñecas, conocía aquella sensación, pero la diferencia era abismal; las vendas apretaban para mantener dentro de ella la vida, la fuerza, para sanarla y aquellas esposas apretaban, pero para hacer todo lo contrario.
Intentó explicarse, durante el camino y antes de entrar en las dependencias, pero nadie la escuchó, ni siquiera cuando la sentaron en aquella sala lúgubre en cuyo interior solamente había una mesa de madera y una silla a la que ataron sus pies con unos grilletes que probablemente llevasen allí años. Aquel pensamiento la hizo imaginarse, atada a ellos, a Aurora y casi pudo sentir en el frio y oxidado hierro, el tacto de sus tobillos. Estaba incómoda y no podía negar que tenía miedo, pero sentir, una vez más, la presencia de su salvadora, aunque estuviera lejos, hizo que se relajase y llenase el pecho con el aire del orgullo y la convicción de quien se sabe inocente. Pidió agua y para su sorpresa, un policía joven, casi recién salido de la academia, entró en la sala con una jarra y un vaso, los dejó sobre la mesa y salió sin decir una sola palabra, pero con una sonrisa socarrona que dejaba claro que Celia no podría servirse sola y que nadie lo iba a hacer por ella. Apretó los dientes y forcejeó inútilmente con la rabia contenida. Se sentía una rata encerrada en una trampa y aunque luchó por zafarse de sus ataduras, fue imposible. Intentó tranquilizarse, auto convencerse de que aquello estaba siendo un error, que la policía se daría cuenta y que la sacarían de allí pronto. Observó las paredes ennegrecidas y se percató del intenso olor a tabaco de aquel cubículo sin ventanas. Pensó en lo que Aurora le dijo después de que fuera ella la presa y valoró si de verdad merecía la pena pasar por aquella situación en pro de la causa. Respiró profundo y concluyó que sí, que si tenía que estar allí por defender sus ideales estaría, pero como no era el caso, como las ideas que habían cubierto la ciudad con aquel olor a pólvora, a muerte y a caos, no eran las suyas, comenzó a gritar que quería que la liberasen, que era inocente, que ella no había sido la autora de aquellos escritos tan radicales. Nadie la hizo caso, ni siquiera para llamarle la atención por los gritos, por lo que supuso que aquellas paredes debían ser mucho más gruesas de lo que parecían. Gritó de nuevo un par de veces y cuando estaba a punto de rendirse, alguien abrió la puerta.
-- Soy el jefe de policía de este departamento --se presentó olvidando que delante no dejaba de tener una señorita y que le debía unos modales y un respeto --. Supongo que sabe que los cargos de que se la acusan son extremadamente graves -- dijo mientras daba vueltas alrededor de la mesa y de Celia que lo seguía inquieta con la mirada --. La apología e incitación hacia actos terroristas está penado con más años de prisión de los que la quedan a usted de vida y si a eso le sumamos que ha llevado a cabo sus amenazas... Vamos, que no va a volver a ver la luz del sol --concluyó sentándose frente a ella, llenando de agua el vaso vacío y bebiéndoselo de un solo trago.
--Yo no he hecho nada...
--Estoy intentado mantener las manos quietas --dijo golpeando con la palma abierta la bombilla desnuda que colgaba del techo provocando que la habitación se llenase de unas sombras que iban y venían intentando apoderarse de un alma que en ese momento no sabía donde esconderse --, pero si sigue hablando sin permiso no me quedará más remedio que enseñarle como funciona esto con ellas.
--¿Me está usted amenazando? --preguntó Celia en un arrebato al sentir la prepotencia de aquellas palabras y darse cuenta de que aquellas sombras no llegarían a alcanzarla por más que lo intentasen.
--Veo que es usted una chica lista. Ahora cállese y mire con atención estas fotografías --ordenó poniendo ante Celia una carpeta marrón con más fotografías y retratos de los que ella había visto juntos jamás --. Quiero que me señale una por una a las mujeres que han participado en la barbarie del Ateneo y más le vale no encubrirlas porque será usted quien lo pague por todas. Tómese el tiempo que crea oportuno, esa será la única licencia que se le va a permitir mientras este aquí encerrada.
La calidad de las fotografías era pésima, pero debajo de cada una, había una descripción en la que a parte de la edad, la estatura estimada y el género, casi todos femeninos como comprobaría a medida que iba avanzando, se detallaban los ropajes que utilizaba cada una, el color de pelo y demás datos que sorprendieron a la escritora.
La primera, era la fotografía de una mujer con el pelo corto y, según ponía en la descripción, blanco, pero a Celia no le pareció que tuviera edad suficiente como para que aquel fuera el color predominante de su cabello. "Cabecilla del grupo de sufragistas. Organiza las quedadas y expone los temas. Conocedora de datos relevantes cuyas fuentes desconocemos. Siempre lleva algo rosa en el abrigo"
--¿La conoce?
Celia dudó un instante, pues estaba segura de que la había visto en alguna de las reuniones pero no tenía conocimiento de cual era su función en ellas.
--No.
--¿Está usted segura? --insistió.
--Segurísima. ¿No me ha dicho que le señale a las que conozca? Pues déjeme seguir mirando y yo lo haré, aunque ya le digo que yo no he tenido nada que ver con lo del Ateneo.
El policía resopló y se contuvo las ganas de dar un golpe sobre la mesa ante lo que el consideró una insolencia.
En la fotografía siguiente, había cuatro mujeres, se notaba que era una fotografía tomada a traición, como si estuviera hecha a escondidas desde detrás de algún arbusto. En la descripción podía leerse "A la de la izquierda la llaman la Meiga, en principio sospechábamos que podía ser gallega pero al parecer ha venido desde Valencia para unirse al grupo. La que está a su lado es la artífice de toda la cartelería sufragista y la de su derecha cuenta con unos conocimientos arquitectónicos lo suficientemente extensos como para saber que edificios son seguros y cuales no. La última es la que se encarga de despistarnos, de hacer que perdamos el Rastro de sus reuniones"
Celia no podía parar de pestañear y asintió con la cabeza para que aquel señor que no dejaba de fumar y que la miraba como si intensase leerla el cerebro, pasase a la siguiente donde, otras cinco mujeres, tres sentadas en un banco y dos de pie, parecían conversar tranquilamente sin percatarse de que las estaban espiando. "Las tres mujeres del banco, son nuevas, llevan relativamente poco tiempo en el mundo del sufragio aunque es probable que actuasen desde la sombra. Las dos que están delante, se caracterizan porque a pesar de que las cuesta opinar, nunca dan puntada sin hilo. La que está más alejada, ha conseguido entrar en la universidad recientemente, aunque solo acude como oyente, la otra, creemos que va y viene desde Italia, aunque esta es la única fotografía que se tiene de ella"
--¿Desde Italia? --preguntó Celia sin dar crédito.
--Si. Los grupos sufragistas se están expandiendo como la pólvora y a veces las líderes de los grupos de otros países vienen a Madrid para compartir ideas y preparar las manifestaciones simultáneas. El grupo italiano es muy importante, cuentan en él con una doctora en ciencias Biológicas a la que estamos esperando... ¡Bueno! --cortó al darse cuenta de que estaba hablando más de lo que debía --¿Conoce a alguna o seguimos? --preguntó pasando a la siguiente fotografía en cuyo encabezado podía leerse "Grupo del norte" . Ninguna de las mujeres era identificable, pero en las descripciones quedaba claro que era un subgrupo formado por mujeres gallegas, asturianas, cántabras y vascas.
--¿Cómo quiere que identifique aquí a nadie? --preguntó Celia con algo de retintín.
--Lo cierto es que tengo que darle la razón. Es un grupo poderoso, pero aún no hemos conseguido la información que necesitamos sobre ellas. Son mujeres astutas y a pesar de que se encargan de la difusión de todo tipo de comunicados, son escurridizas.
--¡Son mujeres! --murmuró Celia sonriendo orgullosa.
-- ¿Qué ha dicho? --Celia negó con la cabeza -- Me había parecido. Sigamos entonces. Las mujeres que va a ver a continuación se dedican a lo mismo que usted.
--¿Y a qué me dedico yo si puedo saberlo?
--A publicar artículos, pasquines y a hacer comentarios que no debería hacer una señorita. Son amantes de la literatura, de los idiomas y del arte en general, saben como decir sin estar diciendo nada y como llevar a su terreno cualquier tipo de información que pase por sus manos. Son mujeres a las que es mejor tener bajo vigilancia.
--¿Porqué son inteligentes?
--No. Porque son peligrosas --concluyó con una mirada fulminante que tras clavar en Celia dirigió a la página siguiente.
Todo el folio estaba lleno de apuntes, de borrones y de flechas repartidas por toda América.
--¿Qué hace este mapa de América aquí?
--En realidad no debería estar en esta carpeta --dijo algo crispado --. Debería estar con los avisos de sufragistas extranjeras.
--Sabía que el movimiento se estaba extendiendo, que teníamos compañeras en Francia, en Inglaterra y en Italia, pero nunca hubiera imaginado que tanto --respondió Celia intentando sacar algo más de información.
--Son ustedes como polillas, ven una luz fuera de sus casas y acuden a ella como si no tuvieran labores que hacer dentro. El movimiento en aquella zona está empezando a ser muy conocido. Hemos interceptado mensajes que venían desde Argentina, de Colombia, de Perú y de México. Incluso desde Los Estados Unidos y sabemos que desde aquí también se envían a países como Brasil o la República Dominicana. No sé que tipo de mentiras les cuentan para tenerlas a todas tan entregadas, pero tenga por seguro que no se lo vamos a poner fácil. Las mujeres ya tienen el lugar que merecen y no conseguirán, por muchos Ateneos que decidan destrozar, evitar, que eso siga siendo así.
Celia se tuvo que contener para no responder a aquel fanfarrón que llevaba más de media hora dándole una información valiosísima sin ni siquiera darse cuenta.
--¿Vamos finalizando? --preguntó de nuevo mientras extendía sobre la mesa algunas fotografías más.


Celia asintió mientras iba fijándose en los rostros de aquellas mujeres que tanto y tan poco se parecían a ella. Leyó por encima sus descripciones y sonrió al darse cuenta de que la falta de información sobre ellas les había llevado a describirlas por sus ropajes. A una de ellas la conocían porque siempre llevaba un sombrero negro y los labios pintados en un rojo sugerente que, a juzgar por lo marcada que había quedado la tinta en el papel, ponía demasiado nervioso a quien lo escribió. De otra decían que siempre llevaba una bufanda verde e incluso se referían a otra como la canaria porque, al parecer, solía llevar un broche con forma de pájaro en la solapa del abrigo. Otra llevaba una estrella y una luna, otra una especie de arcoíris nacarado e incluso una de ellas llevaba un trébol de cuatro hojas.
--¿Las conoce? --Celia negó de nuevo obligándole a recoger todas la fotografías y a extender otro montón de ellas.
--¿Qué es esto? --preguntó Celia confusa al ver ante si un montón de pancartas reivindicativas sin rostro alguno que las sujetase.
--Estos son algunos de los mensajes que se pueden leer en vuestras manifestaciones ilegales. Sé que es complicado, pero sois muy persistentes y sabemos que vuestros recursos no son precisamente boyantes por lo que cada mujer elige un mensaje y lo lleva siempre. ¿Sabrías decirme a quién pertenece cada uno?
Celia se rió negando con la cabeza, como si no pudiera creerse que lo que aquel hombre estaba diciendo lo estuviera diciendo de verdad, pero se contuvo y leyó aquellos carteles que le encantaron y cuyos lemas guardó en la memoria para la próxima manifestación.
"Estoy harta de ti, debo vivir" " Acumulo millas, no años" "No padezco estrés pero soy portadora" "Amo a los perros más que a los hombres" "Si mi piano hablase..." Soy un alma libre" "Vividora de la vida y no de ti" "El convento para quién lo quiera" "Lo bueno nunca acaba si hay algo que te lo recuerda" "Veo el futuro y me veo votando" y el que más gustó a Celia "Libres y vivas, pero nunca sometidas"
--No me suena haber leído ninguno de esos carteles con anterioridad, pero también es verdad que solo he ido a un par de manifestaciones. ¿Queda mucho? Estoy cansada y tengo sed, si fuera tan amable de darme un poco de agua...
--Queda lo que yo diga y si que voy a darle ese agua, pero cuando terminemos. Mire atentamente a estas mujeres --dijo mostrándole un dibujo a mano alzada, bastante preciso, en el que podían verse los rostros de cuatro mujeres --. No sabemos como lo han conseguido pero disponen de un cinematógrafo --la sorpresa de Celia fue evidente --. Se dedican a hacer películas reivindicativas y mofas sobre todo tipo de temas para después exponerlas en las reuniones o en casas abandonadas como reclamo para las nuevas sufragistas. ¿Las conoce?
--No. Ya le he dicho que no conozco a ninguna.
--¿Está usted segura? --preguntó por quinta vez para desespero de Celia que ya no sabía como no quejarse del dolor de espalda que aquella incomoda silla y las ataduras le estaban provocando y que la llevó a recordar a una mujer que tras las manifestaciones se encargaba de aliviar los dolores de pies o de cuello de las asistentes y añoró que no pudiera estar allí en ese momento para aliviar los suyos.
--Estoy completamente segura --repitió apartando de su mente aquel pensamiento --. Ya le he dicho que no conozco a ninguna de las mujeres que me ha enseñado o descrito. No soy una radical...
--No he dicho que ellas lo sean.
--Yo tampoco, pero si tienen la misma idea de ellas que de mí, no hubiera hecho falta hacerlo. Esto es un malentendido, hay alguien haciéndose pasar por mí, alguien que quiere quedar impune y que espera que yo pague por sus actos. Le repito que no sé quienes son esas mujeres, que lo único que tenemos en común son las ganas por conseguir que nuestros derechos sean reconocidos y que por mucho que usted insista voy a seguir sin conocerlas.
--Ya veo, ya --dijo asintiendo mientras se rascaba la barbilla --. Una última pregunta, una última fotografía y dejaré que se vaya... --el rostro de Celia se iluminó entre la humareda -- ...al calabozo. ¿A esta otra mujer? --dijo sacando una nueva fotografía, esta vez, de su bolsillo -- ¿A está tampoco la conoce?
Celia palideció de repente, tanto, que su rostro hubiera pasado desapercibido incluso rodeada de copos de nieve. Era una fotografía de Aurora en el retiro, con la Laguna de fondo y aquella falda verde que tanto le gustaba desabrochar a Celia.
--¿Qué Miras? --preguntó el jefe de policía mientras Celia no salía de su ensimismamiento.
--Nada, Nada, discúlpeme.
--¿La conoce o no?
Celia dudó un instante, si aquel hombre no supiera de su relación con Aurora, no hubiera guardado aquella fotografía para el final, pero no sabía que podía implicar reconocerla, ni tampoco lo que podía suponer mentirle.
Cerró los ojos un segundo, para ella, el tiempo suficiente como para recomponerse por dentro, reordenar ideas y buscar las palabras adecuadas para decir lo que quería decir sin decir nada en realidad.
--Ya sabe usted que sí que la conozco --contestó al fin intentando mantener la compostura ante el cosquilleo que su recuerdo provocaba en su estómago --. Lo que no sé es porqué me pregunta por ella. Supongo, como jefe de policía que es, que sabrá que ya no vive en Madrid.
El cosquilleo se transformó en angustia, pero necesitaba mantener la compostura y miró fijamente hacía la bombilla que comenzaba a pararse buscando la excusa perfecta al enrojecimiento que sintió alrededor de los ojos
--Si, si que lo sé. Al parecer sus ideales no eran tan fuertes como el dinero ¿verdad?
--¿El dinero? --gritó Celia liberando toda la rabia que aquella insinuación buscaba -- Usted no sabe de lo que habla. El dinero le da igual, le importa su familia, el futuro de los suyos, que no les falte pan en la mesa, ni ropa con que vestirse ¿Acaso usted no renunciaría a este reino que se ha montado aquí por su esposa? ¿Por sus hijos? Usted no tiene ni idea de lo que son los ideales, de las montañas que pueden mover ni las distancias que pueden abarcar. Usted no sabe de nada, porque no le importa nadie. ¡El dinero dice! ¿Cuánto le van a pagar por mi detención? ¿Por detener a una inocente? No creo que usted sea la persona más indicada para hablar de Aurora.
--Así que no solo la conoce ¿eh? --respondió sin alterarse lo más mínimo a pesar de los gritos de Celia que se revolvía inútilmente en la silla.
--Será mejor que terminemos con esto de una vez. No pienso decirle nada más.
--Esta bien. Tome su vaso de agua --dijo levantándose mientras llenaba el vaso --. Ahora se lo da mi compañero y le puedo asegurar, que él no controla las manos tan bien como yo.
--No va a conseguir que diga nada porque no sé nada, pero tenga clara una cosa. Cuando las mujeres de las fotografías se enteren de que estoy aquí detenida, de que me han amenazado y, por lo que está insinuando, de que me van a intentar sonsacar la información a golpes, vendrán aquí, se agolparán en la puerta y puedo asegurarle que no pasarán desapercibidas. No las conozco, pero una sufragista nunca abandona a otra y aunque usted crea que dentro de esa carpeta que lleva debajo del brazo solo hay una panda de mujeres locas que no tienen nada mejor que hacer con su vidas, se equivoca.
--¿Ah sí? ¿Y eso por qué?
--Porque ahí adentro, lo que lleva, es un ejército.



domingo, 22 de noviembre de 2015

Entre tu corazón y el mío

Querida Celia:
No sabes lo feliz que me hizo recibir tu carta. Me encantó el recorte de periódico, yo jamás me hubiera atrevido a firmar nada así con mi nombre y tú sin embargo, y conociéndote, seguro que no lo dudaste un solo instante. No sabes lo orgullosa que estoy de ti, de esa fortaleza que vi en tus ojos opacos el día en que nos conocimos, esa que siempre ha estado ahí y a la que al parecer, ya has conseguido domar.
No tengo muchas cosas nuevas que contarte, la vida en este pueblo, más que difícil, es aburrida. Muy aburrida. La única dificultad es la de vivir sin ti, sin poder verte o tocarte, aunque me han informado de que en el pueblo de al lado vive una mujer, cuyo marido falleció dejándole una inmensa fortuna y una cantidad indecente de tierras, que tiene teléfono y he decidido que el martes de la semana que viene me acercaré por la tarde para ver si me deja utilizarlo porque necesito hablar contigo y poder al menos escuchar tu voz. Si por mi fuera iría ahora mismo, pero mi suerte me abandonó cuando te conocí y la pobre viuda está de viaje y no vuelve hasta el lunes.
Te decía que la vida es aburrida. La gente se levanta pronto, casi con el sol, pero no por necesidad, porque a excepción del pastor, del panadero y de una señora que se pasa las horas asomada a la ventana y que solo sale a la calle cuando ha sido testigo de algo excepcional (aquí, por excepcional, se entiende que Paco en vez de bajar a por las ovejas por la calle de la izquierda, lo haga por la de la derecha y que el panadero, en vez de levantarse a las tres, lo haga a las tres y cuarto) , ninguno tiene demasiado que hacer. Las mujeres más mayores van a misa a primera hora y después se sientan en la plaza a tejer con la esperanza de que los rayos de sol calienten las telas de sus lutos y dejen así de dolerles los huesos, al menos, durante un rato. Los hombres van a las huertas, las trabajan un par de horas y después se acercan hasta la bolera para jugar a la petanca. Ya están todos demasiado mayores para levantar la enorme bola de madera o para que sus temblorosos dedos consigan estabilizar los bolos, así que en vez de rendirse, han decidido cambiar de afición. Te estarás preguntando a santo de qué viene todo esto y en realidad viene a santo de nada, solo que creo que se me está pegando otro de los deportes favoritos de este lugar; el cotilleo. No sabes hasta que punto le encuentran palabras a situaciones que podrían describirse con una sola. Al principio, le preguntaba a la gente donde podía encontrar una fuente o si había posibilidad de recibir algún periódico, incluso pregunté cual era la casa del médico por si necesitaba ayuda, pero desistí tras enterarme de que no solo no tienen médico, si no que además, la fuente esta al lado de la casa de la Paca, la mujer del pastor, cuyo marido se ha debido hacer tanto al monte que la tiene abandonada por completo y por lo cual es el señor Arturo quien se encarga de pasarse alguna que otra noche para consolarla mientras que, su mujer, la de Arturo, ciega la pobre por una infección que casi se la lleva al otro barrio, se pasa las horas intentando recordar como es su casa sin conseguirlo ya que se le olvidan las cosas cada dos por tres.
Disculpa la verborrea, ha sido solo para que puedas hacerte una idea de como es intentar mantener una conversación por aquí, aunque, teniendo a Merceditas en casa, igual podría habérmelo ahorrado.
¿Has sonreído verdad? Casi he podido verlo.
¿Sabes? Todas las noches antes de irme a dormir saco tu carta de su escondite y la huelo. Puede parecerte una locura, aunque estoy casi segura de que tú también habrás besado el dibujo de mis labios mientras deseabas que al cerrar los ojos, ese tacto acartonado, se tornase suave piel, mi piel, la de estos labios que ahora muerdo recordando los tuyos y que te añoran con desesperanza y que, si te sirve de consuelo, aún mantienen la pátina intacta de nuestro último beso.
Mi Meine Liebe, mi princesa, mi mujer con sonrisa de niña y ojos de ensueño, mi escritora, mi luchadora y todos los "mis" que solamente son "tus" . Espero que esta carta te acelere el corazón, que me lleve a tu lado, aunque solo sea un instante, para que puedas sentir de nuevo la caricia de mis dedos sobre tus labios sorprendidos e inmóviles de aquel primer beso que tanto ansiaba y para el que tanto valor tuve que ir acumulando.
Te echo de menos. Te necesito tanto que duele y en ese dolor me he dado cuenta de que mi ventana es insustituible, que la palabra sueños, en plural, ya no existe. Ahora solo tengo uno, uno que se repite cada noche, que sale con el sol y me despierta, que me acompaña ahí donde voy e insiste, que a pesar de su idílica belleza me atormenta. Aquí, el único sueño que existe, eres tú. Te sueño en aquella camilla y te abrazo de nuevo como entonces, pero no estás hundida sino entera, serena y mucho más fuerte que yo. En mi sueño, como en la vida, eres tú quien me salva, porque, aunque pudiera no parecerlo, yo también necesitaba que me salvasen.


Querida Aurora;
¡Que belleza la de tus labios!
He acariciado tantas veces su silueta que podría describir cada una de las líneas blancas que se apiadan del vacío que siento y que hacen de ese beso imposible, algo tan único como apetecible.
Tal vez te estés preguntando por qué en el sobre no puse mi nombre. Pensé que si recibías muchas cartas (si, pretendo escribirte mucho), siempre de la misma mujer, tu familia podría sospechar y no quiero ser la causante de inducir ninguna pregunta comprometedora. Vamos a hacer cosas Aurora, no sé ni cómo, ni cuándo, ni dónde, pero las vamos a hacer y nadie que no deba sabrá de mí; Si allí no quieren que exista, no lo haré, pero eso no me impedirá estar a tu lado. Ya lo tengo decidido.
Aquí están pasando muchas cosas Aurora y no sé si debería contarte las malas o las peores, aunque he de confesar que también he pensado en inventarme una historia con final feliz que te haga sonreír y te mantenga a salvo de mis preocupaciones, pero no lo voy a hacer, porque aunque las probabilidades de que supieras que miento son escasas, mi conciencia no permitiría volver a camuflar sentimientos, tanto ella como yo, hemos aprendido la lección. No me alargo más, sé que el comienzo de este párrafo te habrá encogido un poco el corazón y no es para menos. ¿Recuerdas a Carolina? ¿La mujer de Germán? ¿El dueño de la villa de Paris? Si, digamos, aunque suene extraño y pudiera generan malos entendidos, ¿De la mujer del novio de mi hermana Adela? Pues escapó del sanatorio Aurora. Se escapó y entró en la tienda, con un cuchillo, reteniendo con él a Francisca y a la propia Adela, hiriendo a Germán, amenazando con matar al niño y matarse después ¡Que mal lo pasé! Cuánto eché de menos que pudieras tranquilizarme y susurrarme que todo iba a terminar bien, que, más o menos así fue, pues gracias a Enrique, la policía pudo entrar y detenerla, aunque el pobre Germán aún no está fuera de peligro. 
Esa era, de las dos cosas que quería contarte, la peor. La mala, es que hay alguien haciéndose pasar por mí. ¡Como lo lees Aurora! Escribe en el periódico, reivindica con mi nombre la necesidad de radicalizar nuestras acciones sufragistas y aunque Bernardo está haciendo lo imposible y yo he rogado que no siguieran publicando sin mi consentimiento, no dejan de hacerlo. Dice que quiere dinamitar el Ateneo, dice que ese será el único modo de que nuestra voz sea escuchada. Yo no estoy de acuerdo, la violencia no es buena conversadora, entre el ruido que genera, la razón no puede ser escuchada y se pierde en un laberinto del que es casi imposible salir; el de la ignorancia. 
Ya te contaré como termina esto. Confío en que en mi próxima carta las noticias sean alentadoras, que pueda centrarme en hablar de nosotras para que cuando empieces a leer se te ilumine el rostro en vez de ensombrecerse, para que puedas sentir mi alegría y no mi miedo, para poder hacerte la vida un poco más fácil, para que esa mentira en la que te has aventurado por el amor incondicional que demuestra la excelencia de tu persona, no olvide que la verdad, la única que importa, se encuentra entre tu corazón y el mío. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

La esperanza en sí

El recorte del artículo publicado en el periódico, doblado con cariño, llegó a Cáceres, junto a una carta rociada de perfume, casi al mismo tiempo en que llegaba a Madrid otra carta con una pequeña fotografía en la que Aurora había estampado sus carnosos labios.
Ambas receptoras sonrieron contenidas al recibir de mano del cartero el sobre, que más que un sobre, era la esperanza en sí.
Lo abrieron casi a la vez. Celia, apoyada en el marco de la ventana de su habitación, dándole la espalda a una cama que siempre había sido testigo del contenido de su correo y que en aquella ocasión se sintió abandonada. Celia lo hizo consciente de que las cartas de Aurora no podían ser una carta más, consciente de que necesitaban un lugar propio, especial, un lugar en el que al levantar la vista pudiera cruzar la mirada con el mismo horizonte en el que confiaba estuviera perdida la de Aurora. Si cualquiera de las dos hubiera tenido la oportunidad de viajar dentro de aquel sobre, de haber sido la tinta de aquellas palabras cuya caligrafía había sido cuidada con detalle, hubieran podido comprobar que se cruzaron en el camino, que se rozaron sobre la mesa de madera de la oficina de correos de Talavera de la Reina dónde se gestionaba el reparto de las cartas que bajan de, o subían a, Madrid.
Aurora, eligió un pequeño banco de piedra que había pegado a la fachada de la ermita. No por lo que la ermita representaba, si no porque era el lugar más alto del pueblo y aquel pequeño banco estaba orientado en dirección a un Madrid que creía ver a los lejos cuando, esperanzada, achinaba los ojos con determinación y se imaginaba a su Celia asomada a la ventana.


Querida Aurora;
Imagino que antes de leer estas líneas le habrás echado un vistazo al recorte de periódico que me he atrevido a enviarte porque te conozco y sé que te habrás alejado lo suficiente como para que nadie sepa de mí. ¿Has visto lo bonitas que quedan nuestras ideas impresas? Me imagino tú sonrisa, en ella puedo ver el orgullo hacia mi locura. No lo dudé Aurora, he decidido que voy a luchar por las dos, por conseguir nuestro sueño, porque estoy convencida de que si ese sueño se hace realidad, podremos hacer cualquier cosa que nos propongamos. Cualquiera Aurora, incluso estar juntas de nuevo. Había pensado en preguntarte que tal van los preparativos de la boda, preguntarte como es tú vestido, con el que imagino que estarás radiante a pesar de que sé que lo lucirás sin el único complemento que lo haría impresionante, tu sonrisa. Esa que se quedó aquí conmigo para iluminarme los días oscuros, esa que confío vuelva a ti durante los minutos que le dediques a esta carta. Iba a preguntarte, pero creo que no quiero saberlo, aunque si necesitas contármelo hazlo, yo lo leeré y fingiré no haberlo hecho, es demasiado doloroso.
¿Te he contado que he discutido con Don Luis? Es un estirado. No veas la hombría que le ha salido del pecho cuando ha visto que he desobedecido sus órdenes. Cuando ha visto que las mujeres de medio Madrid se han agolpado en la puerta de casa para expresar su descontento con mis palabras, las cuales, como habrás podido confirmar, he firmado con mi propio nombre. Ya no tengo miedo Aurora, estoy segura de lo que quiero, te quiero a ti y si para ello tengo que pasar por prisión pasaré y si tengo que enfrentarme a medio Madrid lo haré. No hay nada que importe más que saber donde debe estar cada sentimiento, y los míos están contigo aunque estés lejos, están con mis derechos, con mi orgullo, con mis ganas de poder responderle a Don Luis que el hecho de ser un hombre no le otorga ya ningún poder sobre mi por el hecho de ser una mujer.
Perdona mi alegato, que sé que te encanta pero que tal vez te remueva por dentro y no quiero hacerte mal. Te iré hablando de Madrid, te diré como sigue creciendo esta ciudad en la que cada vez hay más locos y menos locura. Es una contradicción, lo sé y es algo que a pesar de sentir dentro soy incapaz de explicar mejor. Te hablaré de todo, te mandaré pasquines, cubriré de mi cada palabra para que cuando termines de leerme y te frotes los ojos cristalinos en los que ansió verme reflejada, mi aroma se quede contigo y te recuerde que espero ese susurro tuyo que, me fascina.


Querida Celia. Mi Meine Liebe.
Espero que ese beso que te envío llegue intacto a tu pecho en el que sé lo cobijarás hasta que traspase la piel y te roce el alma. Ese alma al que le falta un pedacito, el que me entregaste grabado en la C de tu pluma y que descansa en mi mesilla. ¿Te cuento un secreto? Cada día arranco una pequeña florecilla y la coloco junto a ella. No frunzas el ceño, es un símil a la esperanza que tengo puesta en ti. Estoy segura de que algún día, sobre tu escritorio amado, plantarás una pequeña semilla que crecerá y llegará hasta mis manos convertida en una novela que lleve tu nombre.
No sé muy bien que contarte, solo sé que tenía la necesidad de escribirte y eso hago. Al menos sigo teniendo el poder de decidir sobre esto. Mi madre, que ni me conoce, ni se esforzará nunca por hacerlo, está histérica, tanto que no sé si la mujer llegará viva a la iglesia. Perdona, perdóname de verdad, no quería hacerte imaginar cosas que ni yo misma quiero ver. Es solo que está volviéndome loca el hecho de que me miren y no me vean, nadie me ha visto jamás como lo haces tú. Tal vez debería haber escrito "como lo hacías" , pero me niego a creer en ese pasado, porque lo que yo siento sigue estando presente y puedo asegurarte que seguirá aquí ocurra lo que ocurra en este pueblo triste y aburrido en el que lo más interesante que ha pasado en estos dos días fue el hecho de que me llamasen para asistir el parto de una vaca. ¡Si! Como lo lees, yo tampoco daba crédito y aunque en un principio me negué no me quedó más remedio que acatar las órdenes de mi padre, que me recuerda al Doctor Uribe pero sin título y al que por no escuchar obedezco, de momento. Fue precioso Celia, puede parecerte una locura y sé que no es nada romántico, pero estoy segura de que te hubiera encantado tener a ese pequeño ternerito entre los brazos, tan frágil y tan lleno de vida a la vez que... ¡No te rías! ¿Ves? Me estoy volviendo loca, iba a comparte con él.
Desgraciadamente tengo que dejar de escribir por ahora y sé que entenderás mi pequeña locura como lo que es, amor sincero, del que no tiene miedo a hablar, del que nadie más entendería, del que se mete en un sobre y me lleva contigo, aunque solo sea durante unos minutos, aunque no sea suficiente, aunque no se pueda tocar, ni se pueda besar, ni se pueda abrazar. Un amor tan puro, que viaja en el susurro que le regalo cada noche a mi ventana para que se cuele en tus sueños y te despierte con la sonrisa de un amor que existe, aún sin hacerlo.



lunes, 16 de noviembre de 2015

A veces, un adiós, no tiene por qué ser para siempre

Ver a Aurora entrar por la puerta, esperanzó el corazón de Celia por un segundo. Sabía que había ido a despedirse, pero aún así, sintió en el pecho un alivio que la hizo esbozar una ligera sonrisa. Quería a Aurora, a pesar de todo como la propia Aurora había dicho el día anterior y no podría haber soportado que aquella discusión en el hotel se hubiera quedado como último recuerdo.
Merceditas cerró la puerta, los rostros de ambas le indicaron que necesitaban unos minutos de intimidad y ella se los concedió sin decir nada.
Se miraron y vieron en sus ojos el reflejo del miedo, el reflejo de un adiós que no dejaba ver más allá. Un adiós, tras el cual, el amor luchaba por dejarse ver.
Volvieron a discutir, era algo inevitable, las palabras las quemaban dentro, a Celia sobre todo, que a pesar de haber pasado la noche sin dormir, seguía sin comprender que el compromiso de Aurora fuera la única solución a la ruina de su familia.
Discutieron amándose, con las manos queriendo acariciarse, con los besos contenidos. Se calmaron evitando repetir la escena del hotel, aquel no era un buen recuerdo con el que quedarse, no se lo merecían, su historia, no se lo merecía. Respiraron y comenzaron a soñar como lo hacen las parejas que comienzan, con promesas, con pensamientos venideros, con ilusiones, con el rostro cubierto por unas lágrimas que las tachaban de ingenuas, las mismas lágrimas que salaron sus labios en el beso pasional que selló un adiós inevitable.


Aurora salió de la habitación y Celia quedó encerrada entre aquellas cuatro paredes que le aprisionaron el alma. No podía creerse lo que estaba ocurriendo, lo que estaba viviendo, todo el dolor que estaba sintiendo, el mismo que seguía creciendo con cada pensamiento a pesar de que en su pecho ya no cabía más angustia.


Habló con Diana. Se negó a salir de casa. Se encerró en aquella habitación con el sentimiento de que a aquella despedida le había faltado algo más. Se levantó y se puso a rebuscar entre sus cosas, encontró lo que buscaba y salió corriendo de aquella cárcel. Había tenido una idea, pero a penas le quedaba tiempo.


Mientras Celia corría, Aurora esperaba sentada en un banco de madera que le recordaba tantos momentos buenos que no pudo evitar acariciarlo con la palma de la mano. A penas quedaban diez minutos para que el autobús que la llevaría de vuelta a una vida que nunca más sería la suya, llegase a la parada. Miró a su alrededor y no pudo evitar conmoverse ante las parejas que se comían a besos en unas despedidas que probablemente no fueran como la suya. Para siempre.
Secó la lágrima que resbaló por su rostro demudado y cogió su pesada maleta para acercarse a la fila que los viajeros estaban formando.


-- ¿Es usted la señorita Aurora? --preguntó un joven muy educado colocándose ante ella.
--Si, soy yo ¿Ocurre algo? --respondió Aurora intentado disimular su desasosiego.
El joven no dijo nada, sonrió he hizo un gesto con la mano, como si estuviera llamando a alguien más. Aurora miró en la dirección de aquella señal y se sorprendió al ver como otro muchacho doblaba la esquina de la calle, ramo de flores en mano y se dirigía hacía ellos.
-- ¿Es para mí? --preguntó soltando la maleta, extendiendo los brazos como si esperase encontrar toda la felicidad que se le había escapado entre aquellas flores.
-- Tiene una nota --indicó uno de los muchachos.
Aurora devolvió el ramo, no sin antes inhalar con todas sus fuerzas el aroma de vida que su frescura desprendía. Cogió el sobre y lo abrió con sus dedos temblorosos. La nota, decía así:


A veces los autobuses se retrasan
A veces, es necesario robarle tiempo al tiempo
A veces, un adiós, no tiene por qué ser para siempre.
Meine Liebe
(H 21)

Aurora leyó la nota tres o cuatro veces antes de poder reaccionar. Sentía que el corazón iba a salírsele del pecho, le temblaban tanto las manos que uno de los muchachos, que la miraban como si pudieran sentir su excitación, tuvo que explicarle que dentro del sobre había algo más y que por eso estaba siendo incapaz de volver a guardar la nota.
--Tenemos ordenes de quedarnos esperándola con la maleta y el ramo --dijo el muchacho más alto tras ver el nuevo billete de autobús, con tres horas de diferencia frente al suyo, entre los dedos de Aurora --. Vaya tranquila, su amiga nos ha pagado la mitad ahora y no nos dará el resto si no cumplimos lo prometido, así que corra.


Aurora corrió calle arriba, corrió tan rápido que tuvo que quitarse el sombrero, que aguantar las miradas descaradas de los viandantes que a su paso criticaban aquella premura tan impropia. Le dio lo mismo, ellos no la importaban, ya no, su vida carecería de sentido en a penas tres horas y pensaba aprovechar cada minuto de presente que Celia le había robado a su futuro.


Entró en el hotel, saludó al recepcionista que le devolvió el saludo sonriente, cómplice como siempre, como si fuera a añorar sus visitas y subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a la puerta de la habitación número veintiuno, hasta su habitación. Respiró, llamó y sin esperar, abrió la puerta. Dentro, una Celia semidesnuda, esperaba sobre la cama con dos copas de champan en las manos.
-- ¿Quieres matarme? --preguntó Aurora con la sonrisa plena de quien consigue olvidarse del mundo.
-- No. Quiero que sea el tacto de mi piel lo que te mantenga con vida --respondió Celia alzando la copa, brindando con Aurora, dejando que las burbujas de aquella pócima mágica que en realidad no tenía nada que celebrar, arrastrasen los nudos de sus gargantas.


Las cortinas estaban entrecerradas, la intensa luz de aquella mañana fría y soleada, entraba a través de ellas cubriéndolo todo con un resplandor dorado que hacía que aquello pareciera un sueño. Pero no lo era, no en aquella ocasión, no todavía.
Aurora cogió las copas, las dejó sobre la mesa y dejó que su abrigo cayera al suelo. No tenían tiempo que perder, ambas querían aprovechar cada segundo, tenían mucha piel que recorrer y ninguna estaba dispuesta a dejar un solo centímetro sin cubrir a besos. Todo iba demasiado rápido, con la rapidez que da la pasión descontrolada, esa que se deshace de la ropa sin remilgos, que te eriza antes incluso de comenzar, que entrega en un segundo el cuerpo, el alma y la vida. La pasión que cuando se ama intensamente, es la ternura pura.


Aurora se sentó en el borde de la cama, ofreciéndose como asiento al cuerpo desnudo de Celia que obedeció con el único fin de saciar el clamor de aquellos labios contenidos a los que entregó sus pechos palpitantes. Clavó en la espalda erguida las uñas, asiéndose a aquella montura que comenzó a balancearse borracha por un amor que al fin la venció dejándola recostada mientras Celia dibujaba con las manos sus hombros, sus pechos, su vientre en el que se apoyó para entregar su cadera ardiente. Sus ojos se cruzaron, de nuevo en la misma estrella fugaz y todo se paralizó un instante. El instante justo en el que los deseos se comparten. Sonrieron, en sus labios se dibujó la línea de la felicidad que se escapa y Celia se recostó sobre Aurora para mantenerla con ellas un poco más. Sus bocas se encontraron, sus lenguas, tan húmedas y cálidas como sus labios, se fundieron en unos besos que trasladaron los latidos de sus corazones enloquecidos. Celia se perdió en el cuello de Aurora y midió a besos la longitud de su torso. Se perdió en su ombligo y recordó que a sus pies yacía la botella de champán. La cogió con cuidado y vertió en aquel agujero de vida unas gotas frías que removieron a Aurora y que bebió con pasmosa habilidad. Repitió el gesto, tenía sed, tanta, que en ese segundo intento, rebosó el vaso aterciopelado provocando que el liquido recorriera la ligera curva del vientre de Aurora y se perdiera entre el vello de su pubis entregado. Dejó la botella, vació con un beso absorbente el ombligo y recogió con la lengua los restos que, sobre la piel, brillaban como el camino de baldosas amarillas que ellas aún no conocían y que al igual que en aquella futura historia la condujo hasta un lugar con joya propia. Cambió el sabor amargo por uno dulce y, aunque podía parecer imposible, por una suavidad mucho más exquisita y delicada. Se perdió en ella, tanto, que Aurora no pudo evitar cubrirse el rostro con una de las almohadas que, abandonada, volvió a sentirse útil mientras se despedía del cabecero de la cama. Celia sonreía, Aurora no podía verlo, pero sintió el aliento cálido que se escapó de aquella sonrisa confiada. Mordió la almohada, curvó el pecho y en un golpe seco que intentó controlar sin conseguirlo, sacudió su cadera saciada.
--¡Al final vas a matarme! --susurró bajo la almohada que Celia apartó satisfecha.
-- Murámonos las dos entonces --respondió sujetando la mano derecha de Aurora que descansaba mecida en el vaivén de su vientre aún agitado para guiarla hasta su cintura, para deslizarla por ella y mostrarle el camino que llevaba directamente a la intersección entre su vientre y su sexo.
Aurora se elevó ligeramente dejando que su codo izquierdo cargase con el peso del cuerpo que sentía liviano y la besó despacio, marcando con sus labios el avance de su mano, delicado, sutil y tan apasionado que Celia no pudo resistirse al tacto de aquellos dedos que la recorrieron entera, que traspasaron la línea de la cordura, de la realidad y de nuevo de la misma vida que creyó perder entre gemidos, que intentó mantener dentro a mordiscos, que recuperó en la sacudida que su corazón provocó en su pecho cuando ya creía haberlo parado para siempre.


Se miraron rendidas, con los ojos encendidos, con los labios aún doloridos buscando la clave del tiempo en los besos que aún pudieron robarle a un reloj que anunciaba el fin de aquel presente, del reloj que anunciaba el futuro. Un futuro en el que vivirían del recuerdo de aquellas sábanas, de su banco de madera, de la ventana de los sueños, de las cartas que Aurora juró escribir y para las cuales Celia le hizo entrega de su amada pluma.
Un futuro, que se alimentaria del recuerdo de su Meine Liebe, siempre, susurrado...

domingo, 15 de noviembre de 2015

Un duelo sin distancia

Los libros esperaban, abandonados sobre el escritorio, a que Celia fuera capaz de dejar de pensar y concentrarse. Sus ojos, clavados en una nada de la que se sentía partícipe, eran incapaces de encontrarle sentido a las palabras que los llenaban. Los recuerdos de Petra se cruzaban con el miedo y la incertidumbre de no saber de Aurora que, como si hubiera podido sentir la preocupación de Celia, entró en ese mismo instante en la habitación. La escritora, que había guardado la carta a Petra con intención de arrojarla al fuego de la chimenea para que su humo llegase hasta la destinataria, se levantó al verla con el entusiasmo de quien encuentra algo que creía perdido para siempre. Necesitaba verla, sabía que esa añoranza era egoísta, que el motivo por el cual la había echado tanto de menos, por lo menos desde que ocurrió lo de Petra, no era otro que aprovecharse de nuevo de los poderes que, a pesar de no llevar puesta, le otorgaba aquella capa azul de heroína que parecía pesarle sobre los hombros mucho más de lo habitual. Aquel peso, los pasos lentos de Aurora y el aire de la habitación que se cargó con los secretos que escondían, hizo que el abrazo que ambas ansiaban, aunque por motivos diferentes, tuviera que esperar a los reproches nerviosos de Celia y a las explicaciones afligidas de Aurora.
El abrazo tuvo que esperar, y además tuvo que transformarse, que permitir que la irónica presencia de Petra se interpusiera entre sus cuerpos. Ambas la sintieron. Celia, confesó su egoísmo, Aurora, sintió el puñal que portaban sus palabras. Un puñal que atravesó una coraza que ya venía rota y con el que no pudo lidiar al sentir el frío del acero. Un acero que atravesó piel y alma, que rasgó la venda con la que se había sujetado el corazón tras leer en el periódico la desgraciada noticia y que cayó arrastrando el filtro que retenía sus temores. No era el momento, no era el lugar, por no ser, ni siquiera era ella misma, aunque Celia no se hubiera dado cuenta, pero no pudo evitar decir lo que sentía y una vez dicho, no pudo soportar el silencio que evidenciaba que no estaba equivocada, que no era la única que se había dado cuenta de que en aquel abrazo, habían sido tres.


El aire de la habitación del hotel donde Aurora había quedado en esperar a Celia, había perdido el aroma de sus cuerpos desnudos. Tal vez estuviera escondido entre las sábanas blancas, pero Aurora se negó a deshacer aquella cama. Necesitaba buscarlo, lo añoraba casi tanto como había añorado a Celia durante aquellos días, como había añorado el consuelo que necesitaba y al que tuvo que renunciar, de nuevo, aunque esta vez sin culpa, en favor de la pobre Petra. Lo necesitaba, pero sabía que si lo encontraba toda la convicción con la que pretendía arruinarse la vida desaparecería y no podía permitírselo.


Pensando, en la oscuridad con la que venía envuelto su futuro, estaba, cuando Celia entró en la habitación con la ilusión de quien confía en haber encontrado la solución adecuada para deshacerse de un problema inoportuno y persistente, sin razón de ser y sin sentido. Quizá no era una solución a corto plazo, ni fácil, pero una solución al fin y al cabo, la única que podía prometer cumplir en aquel momento. Ignorando el estado de Aurora, en el que confundió el enfado ajeno con el propio, comenzó a hablar, a explicarse, a dejar que las palabras que había estado encajando como las piezas de un puzle monocromático salieran de su boca y de sus ojos sinceros. El alivio de Aurora al comprobar que sus celos, los celos de los que había dudado y que ahora más que nunca representaban ese fantasma que a punto había estado de volverla loca, no habían sido infundados, liberó la carga de oxigeno con la que intentaba controlar los latidos de su corazón desbocado. Un corazón que se moría por aceptar la propuesta de Celia, que se moría por salir de aquel pecho magullado y posarse en aquellas manos que nerviosas sujetaban la suya. Posarse y quedarse en ellas para siempre, cumpliendo una función más importante para su dueña que la de mover su sangre, en aquel instante congelada. Necesitaba estar presente, hacerse visible, para que cuando cualquier atisbo de duda resucitase a Petra, Celia pudiera mirarlo y recordar que el amor, real y correspondido, es el motor más poderoso para encontrar la felicidad plena que él estaba dispuesto a mostrarle. Pero no pudo, quería hacerlo, pero Aurora no se lo permitió. Calló a Celia con los ojos y en aquel silencio doloroso sintió, por primera vez, como el hilo que mantenía conectados corazón y cerebro, ambos agotados, se rompía. Ambos supieron que debían separarse, que debían dejar de andar por aquel camino soleado que llevaban recorriendo juntos desde que comenzaron a sentirse diferentes, especiales, poderosos y que ahora se bifurcaba hacia dos senderos tenebrosos cubiertos por la niebla densa tras la que se esconden las peores pesadillas.
Celia, perdida entre los árboles muertos de aquellos caminos, atisbó entre la hojarasca la presencia de otra mujer que no existía e hizo sonreír ligeramente a Aurora que reconfortada por aquellos celos estuvo a punto de dejar que el sol volviera a salir.
--Voy a casarme Celia --dijo sin creer sus propias palabras, cerrando definitivamente las cortinas, sumiéndolas a ambas en aquella angustiosa oscuridad.
Aquella sentencia golpeó a Celia directamente en el centro del pecho. El orgullo que sentía tras haber sido capaz de desnudarse de aquella manera ante Aurora desapareció en un instante. Las piezas del puzle le explotaron dentro y arrastraron con ellas el resto de argumentos que tenía preparados para convencerla de que su amor por ella era sincero, que estaba segura de que lo que seguía sintiendo por Petra era irreal, un sentimiento idílico sacudido por la perdida, un amor que desaparecería cuando fuera capaz de encontrarle un lugar adecuado para estar sin interponerse.
Atónita, escuchó los motivos de boca de una Aurora que no reconocía. La fortaleza de aquella mujer había desaparecido por completo. La vida se le había fundido en el fuego rojo de sus ojos consumidos, sus puños en alto yacían sin fuerzas sobre la cama. Celia tardó en reaccionar, el aluvión de imágenes que se apoderó de su mente la mantuvo paralizada unos segundos. Las vio a ambas disimulando las caricias de sus manos en el banco de madera en el que se comían a besos con la mirada, arropadas por las sábanas de aquella misma cama, de la misma habitación y la dulzura de aquellas caricias se volvió amarga al imaginarse el cuerpo de Aurora bajo el cuerpo de un hombre que ni siquiera la amaba. Aurora intentaba hacerla comprender algo en lo que ni ella creía, algo que para ninguna de las dos era un consuelo, algo que hizo que Celia se levantase con rabia, poseída por la ira que se siente cuando nada tiene sentido. No la importó que pudieran oírla, no la importaba nada, ni siquiera ella misma, solo quería comprender porqué Aurora tenía que renunciar a la vida y a pesar de que ella intentaba explicarle que se debía a su familia, Celia no entendía en favor de que. Aquellas personas ya le habían destrozado la vida una vez y ahora que había conseguido vivir tranquila, de una manera más o menos soñada, volvían a condenarla a la desgracia.
Los gritos de Celia clavaron aún más el puñal en aquella herida auto infligida y Aurora la reprochó que en vez de intentar sacarlo estuviera girándolo sin piedad.
Celia seguía amando a Petra y a pesar de saber que aquel motivo no tenía el peso suficiente, que no tenía la culpa de su caída, se aferró a él para justificar un final al que se había entregado tras haber perdido las fuerzas en busca de una escapatoria que no encontraba y que Celia clamaba con desesperación.
Aurora hubiera gritado que Celia tenía razón, que era consciente de que iba a destrozarse la vida, pero aquel grito fue incapaz de asomarse a sus labios y Celia no pudo seguir viendo como aquella mujer, su referente, su salvadora, su heroína, se derrumbaba ante ella tras un cristal que la propia Aurora había blindado impidiendo que nada, ni siquiera ella, pudiera rescatarla. Celia lo vio claro y a pesar de los ruegos de Aurora, decidió marcharse de aquella habitación que había pasado de mecerla sobre las nubes del cielo, a sumergirla en un infierno cuya lava no podía soportar un solo segundo más.


Celia salió de allí destrozada, dejando tras de si a una Aurora igual de destrozada que ella y que estaba siendo atacada con crudeza por las pesadillas carcajeantes que sin piedad le mostraban su desgraciado porvenir. Quería huir, salir de aquellos pasillos que parecían interminables. Sabía que Aurora tenía razón, no podían terminar de aquella manera, aquel no podía ser su ultimo encuentro, aquellos gritos y reproches no podían ser el recuerdo de un amor que de tan intenso les había abierto las puertas de un mundo inventado. Un mundo que, de tener que cerrar, merecía una llave dorada, con sus iniciales grabadas, con sus labios unidos, compartiendo latidos. Lo sabía y cayó rendida sobre una pared que pareció derrumbarse con ella, como si aquel hotel la arropase, como si aquellas paredes, que tantas rupturas habían presenciado, tampoco pudieran creerse el porqué de aquella.
Volvería a verla, estaba segura, pero no en aquel momento, no con aquel duelo sin distancia en el que podía sentir el cañón del revolver quemándole la piel.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Y a la mujer, para un altar

Celia se encerró en su habitación en cuanto volvieron de darle el pésame a don Benjamín. Solo tenía ganas de llorar. Miró la cama y a pesar de que llevaba durmiendo en ella unos cuantos días la sintió más ajena que nunca. Añoraba la suya, la que la vio crecer, la cama en la que había soñado mucho más de lo que había llorado, ninguna sabía consolarla como lo hacía ella. Se sintió extraña en su propia casa y agradeció que Diana aún no hubiera vuelto. Entró en el baño y se aseó. Soltó su cabello y se miró en el espejo. Sintió una punzada en el corazón al ver ante si de nuevo su propio espectro y rompió a llorar mirándose a los ojos, buscando en ellos una respuesta que no encontró mientras negaba con la cabeza sin saber muy bien porqué.
El escritorio la miraba preocupado. No sabía el motivo por el cual había interrumpido aquel momento tan íntimo que compartían cada mañana, no comprendía que era lo que podía haber ocurrido para que aquella mujer, ordenada por naturaleza, dejase que la pluma rodase por su base emborronándolo todo.
Celia lo miró compasiva y se acercó hasta él con intención de limpiar y recoger el caos que, al igual que a ella, lo cubría. Cerró los libros, guardó los apuntes y recogió la pluma que en el último segundo había decidido no entregarse al suelo de la habitación. Una sonrisa apacible se dibujó tímida en sus labios. Recordó los relatos en los que se había embarcado como Román Caballero y le dedicó una mirada al cielo que empezaba a oscurecerse.


El hombre, es la más elevada de las criaturas
La mujer, el más sublime de los ideales
Dios hizo al hombre para un trono
Y a la mujer, para un altar

Aquellas palabras, escritas por Víctor Dumas en la carta que Petra se emperró en intentar leer mientras trabajaban, pasaron por su mente y no pudo evitar pensar que no había altar más merecido que el propio cielo para su eterna amiga. Sonrió cuando creyó reconocer una estrella nueva entre las viejas, al lado de la luna, brillante e intensa como esa obrera a la que entregó el corazón sin más. Supo entonces que debía darle las buenas noches y que no habría una sola noche en la que no repitiera aquel gesto.
--Vela mis sueños amiga --susurró, y sintió el guiño de aquella pequeña esfera como la promesa de que así sería. Para siempre.

Volvió a la realidad y sintió la imperiosa necesidad de sentarse a escribir. Sujetó fuerte la pluma y al apoyarla sobre el folio en blanco que había rescatado de su montaña de apuntes para ello, una enorme gota de tinta negra brotó de su plumín y se deslizó por él como la gota de sangre de una costurera que se pincha con la aguja y ensucia la tela remendada.

Sangre roja, tinta negra.
Sangre negra y sal.

Con la letra ilegible de quién siente que está escribiendo sin pensar, escribió las siguientes palabras;

¡Señorita! ¡Cuánto me costó quitarte la manía de llamarme así! ¡Señorita!
Aún recuerdo tú sonrisa cuando paciente me explicaste como funcionaban las cosas en la fábrica. En una fábrica que a mí me ha dado tanto y que a ti te dio tan poco. ¡Qué injusta es la vida Petra! Tú con tan poco eras tan feliz, que solo puedo agradecerte el modo en que me enseñaste a vivir una vida que creía plena y a la que sin embargo le faltaba lo más importante. El amor. Tú me hablabas de amor, del amor que sentías hacía Miguel, ¡que triste como ha cambiado ese hombre! Yo te miraba embobada, como si tus ojos fueran la página de uno de esos libros que te parecían inalcanzables y de los cuales te apoderaste con la constancia de la mujer fuerte que con empeño y cariño creó tu padre. ¡Ay tu padre Petra! Está tan roto... tan hundido... y yo que estoy casi igual... Aunque comparar mi dolor con el suyo sería impropio, no he sabido encontrar palabras de consuelo. ¡Consuelo! Sentimiento sin sentido. El consuelo no existe, son palabras que se dicen para que la persona que las recibe piense que lo comprendes, pero nadie puede sentir el dolor ajeno, ni siquiera cuando ese dolor es compartido.
¿Te acuerdas de la copa que derramaste sobre la señora Dolores de Loygorri? Tú estabas destrozada, maldecías tu torpeza y yo para mis adentros pensaba que ya podían ser así todas las desgracias que nos ocurrieran en la vida. No se cumplió mi deseo. Mis deseos no se cumplen Petra. Deseé que Miguel y Benjamín salieran ilesos de aquella epidemia de viruela y tu padre quedó ciego. Si, ya se que vas a decirme que... no, sé que no vas a decirme nada, pero lo harías, me dirías que ha recuperado la vista y ¿Para qué Petra? ¿Para ver morir a su hija? ¡Morir! Otra palabra que no tenía sentido para mí hasta que falleció mi padre. Cuando lo hizo mi madre yo era demasiado pequeña. Sufrí su perdida, pero toda la mentira trasladó el dolor a un segundo plano y sin embargo la tuya, tu muerte, porqué aunque ni tú ni yo seamos conscientes todavía, has muerto, está tan presente que no habría mentira que pudiera aplacarla. Ojalá pudiera ir a buscarte y que tu padre me dijera que estás en la verbena luciendo aquel mantón que te regalé y que tan feliz te hizo. Vuelve Petra, vuelve y rebusca en mi armario, llévate lo que quieras pero vuelve, baila conmigo de nuevo, invítame a tú boda con Bernardo, ¡pobre hombre! se veía en su mirada que contigo ha perdido la ilusión por la vida. Vuelve, así podrías estrenar aquel vestido que te regalé y que tanto me alegré de que al fin no utilizases. Perdona mi egoísmo de entonces. Ya conoces cuales fueron mis motivos. Te amaba Petra, me enamoré de ti, de tus ojos profundos, de tu sonrisa sincera, de nuestra complicidad, nuestras confesiones. ¿Te acuerdas de cuando te pregunté en el baño como era estar con un hombre? ¡Madre mía! Aún no sé ni como me atreví a hacerlo, fue una de esas preguntas que se sienten dentro como un retortijón y que una vez se hacen no quieres, tanto como no puedes evitar, escuchar la respuesta. Me dijiste que tenías amigas que te decían que era maravilloso, que tú te divertías, pero ya. Ahora sabes tan bien como yo que aquellas amigas no exageraban. Es maravilloso, cuando la persona a la que te entregas es la adecuada, cuando siente lo mismo que tú, cuando sus manos se funden en tu cuerpo y deja de haber dos almas enamoradas para llenar la estancia con el amor en si. ¡Amor! que gran palabra, en él cabe cualquier sentimiento, miento, él es el sentimiento por excelencia, el que los engloba a todos, el que los da la vida y el que se la quita.
Ya es de noche Petra. Recuerdo cuando íbamos a trabajar clandestinamente, cuando veíamos el amanecer al salir de la fábrica, aún con el ruido de los telares retumbando en nuestros oídos. Todavía retumban en los míos las acusaciones de Joaquín...Perdona, no pretendía que te sintieras culpable. No fue culpa tuya que resultase ser un malnacido. Lo único bueno que me queda de su recuerdo es aquella caricia que me hiciste cuando viste mi cara magullada. Si cierro los ojos aún puedo sentirla y no exagero si te digo que dejaría que me golpease de nuevo si eso te trajera hasta mí. ¡Es cierto! Perdona de nuevo, esa no sería la manera de recuperarte. Tal vez si hubiese llevado a cabo aquella locura de meterme monja... Gracias por ayudarme a recapacitar, por evitar que me encerrase entre los muros de un dios que no creería en mi y perdóname por no haber sabido gestionar mis sentimientos hacía ti, por haber dejado de hablarte pensando que de ese modo no sufriría. No pensé en lo que sufrirías tú, debí haberlo imaginado tras ver lo que te afectó el tiempo que pasé con Carmen de Burgos, pero es que esa mujer era absorbente, y lo digo desde la admiración más absoluta, esa que se tiene hacía quienes te hacen sentir especial, la misma que siempre he tenido hacía ti a pesar de haberla dejado un poco de lado en aquellos días. ¿Te confieso una cosa? Le hablé a mi hermana Francisca de mis sentimientos hacía ti. Estaba tan confundida que necesitaba soltarlo, dejar que mis palabras brotasen, que le dieran vida a aquella semilla que plantaste y que tanto miedo tenía de salir. No elegí bien a mi confesora, ahora lo sé. ¡Si pudieras ver como se está portando Diana conmigo...! Si pudieras...
Si pudieras acercarte hasta mi ahora, con el mismo sigilo con el que lo hiciste aquella noche en tu casa, cuando el cansancio, la preocupación y la angustia me vencieron, cuando deshiciste con tu abrazo aquel nudo que se había apoderado de mi, el mismo que siento ahora en el pecho, el mismo que no sé como voy a desatar... sola. Si pudieras, nos iríamos de nuevo a aquel merendero al otro lado del rio, comería menos y reiría más, disfrutaría de cada segundo de ti igual que lo hice durante aquel viaje a Cuenca en el que tanto insistí y que tantos problemas trajo consigo. No debí haberlo hecho, tu padre te hizo creer que esa mujer estaba muerta por algo, porque era una mala persona y ahora, a pesar de que en tu alma cobraba sentido la palabra bondad, eres tú la que ha muerto y yo la que te anda buscando.
¡Estoy tan cansada Petra! Tanto, que dormiría para siempre. ¡No te asustes! no volveré a hacer ninguna tontería, aunque no sé como voy a superar esto sin ti. ¿Es irónico verdad? ¡Irónico y cruel! La vida es cruel, parece que fue ayer mismo cuando me ayudaste a escoger un vestido para la verbena, cuando me mirabas extrañada al ver que era capaz de traducir aquel manual de instrucciones que tanto nos ayudó con la nueva maquinaría que estamparía las telas que tantos quebraderos de cabeza dieron a tu padre. Perdona mis palabras atropelladas, es la premura porque nada quede en el tintero, en un tintero que te llora tanto como yo. No podrás leerla y no podrías aunque quisieras, las letras están emborronadas por mis lágrimas, por mi puño incauto que arrastra con él mis sentimientos, que arrastrará con la misma crudeza las gracias que nunca te di, o que sí que hice y siento la necesidad de repetir aunque tú las sientas innecesarias. Gracias Amiga, con una "A" mayúscula que engloba la Amistad desinteresada que me regalaste, que me quedaré para siempre, que no podré olvidar, que recordaré cada noche al mirar esa estrella en la que te has instalado y que me acariciará con la brisa que provocará tu alma al pasar a mi lado, aunque no pueda verte, aunque yo, no pueda acariciarte...
 Es tarde Petra, tarde para todo. Tarde para recuperar el tiempo que perdimos tratando de ser quienes no éramos, tratando de olvidar quienes éramos en realidad. Es tarde y el día de mañana se presenta más duro si cabe. En los mañanas se ven las realidades que no somos capaces de ver en los hoy. Mañana, dejarás de estar. Para siempre Petra, para siempre.

martes, 10 de noviembre de 2015

El centro del Paraiso (Edén)

--Señorita, comprenderá que no puedo permitir que se encierre usted sola ahí adentro.
--Doña Rosalía, no se preocupe, solo voy a darme un baño, lo necesito.
La bañera, a punto de rebosar, esperaba a Celia con su agua completamente en calma. Fue difícil convencer a doña Rosalía de que preparase aquel baño, las reticencias del ama de llaves eran justificadas, pero a pesar de que era cierto que estaba cansada y que añoraba a Aurora, tenía claro que no volvería a intentar terminar con sus problemas de aquella horrible manera.
El ruido de los pestillos contra la puerta, retumbó en sus oídos encogiéndole ligeramente el corazón que casi recurrió a la taquicardia para hacerle saber a su dueña que estaba más vivo que nunca.
--No te preocupes --susurró posando la palma de su mano sobre él --. Vamos a olvidarnos del mundo, pero te prometo que esta vez, solo será por un rato.
Aquellas palabras lo calmaron, le devolvieron su ritmo habitual, puede que incluso lo ralentizasen ligeramente. Despacio, para no alterarlo de nuevo, dejó caer la bata sobre la silla del tocador, después el camisón y a pesar de que sentía que no debía hacerlo, se giró ligeramente hacía el espejo para ver en su espalda las cicatrices que lejos de cumplir el propósito del doctor Uribe, habían comenzado a convertirse en el orgullo que, feliz, asomaba a su sonrisa ladeada.
Se acercó despacio a la bañera y a pesar de aquel orgullo, sintió como si algo la frenase, como si algo estuviera arrancando poco a poco la convicción con la que había cruzado aquella puerta. Se asomó dentro para verse a si misma cubierta por el rancio olor rojo de la sangre y recordó entonces que no había vuelto a bañarse allí. La punzada que sintió en sus muñecas le recordó cruelmente el porqué. Cerró los puños, tan fuerte que sintió como sus propias uñas se clavaban en la frágil piel de la palma de sus manos, apretó los dientes y dejó que su mandíbula convencida le mostrase a aquel reflejo la fuerza de aquella nueva Celia que aún no conocía. Introdujo el pie derecho en la bañera dispuesta a presentarse, tan despacio que su imagen derrumbada se aferró a él con desesperanza. Después, introdujo el izquierdo, y respiró profundo buscando en la blancura del techo la fuerza para sentarse sobre aquella Celia muerta que abrasada en su propio infierno aún no se había enterado que seguía viva. Se sentó fundiendo los pedazos de su alma y sonrió ante la proeza que acababa de realizar. Destensó el cuerpo, miró a su alrededor y no vio a nadie, tranquilizó de nuevo a su corazón acelerado y se apoyó en el respaldo de la bañera prometiéndole que aquella horrible visión no volvería a molestarlos. Se deslizó hasta que la transparente caricia la cubrió por completo y se dio cuenta de que en la profundidad de aquella realidad, no se escuchaba nada, ni sus propios pensamientos, ni el aviso de sus pulmones agobiados. Nada y sin embargo pudo sentirlo todo. Sintió la esperanza cuando vio a Aurora cruzar la puerta de aquella consulta y sintió su abrazo fuerte. Sintió cada mirada furtiva y volvió a enamorarse en el banco donde confesó se entregaría a sus manos. Esperó unos segundos más  y entonces se impulsó de nuevo al mundo, rompiendo la densa nube de cenizas en la que se había convertido el agua y de la que resurgió como el ave Fénix resurge de entre las suyas propias. Podría con todo, lo supo en la primera bocanada de aire con la que insufló la vida a sus nuevas alas y en un déjà vu hacia aquellos recuerdos no pudo evitar regalarse aquellas caricias que tanto añoraba. Cerró los ojos, acarició su vientre aún agitado y en un ataque de pudor que no detuvo sus caricias, se cubrió los pechos con el brazo. Mordió su labio añorando el de Aurora, ahogó sus gemidos en la garganta y dejó que aquel agua tan cambiante la llevase en su vaivén hasta el mismo centro del edén en el que tantas veces había creído morir y en el que tantas veces deseaba volver a hacerlo.

El viaje fue largo. Mucho más largo de lo que Aurora recordaba. El traqueteo del vagón sobre las vías parecía el segundero de un reloj estropeado que la alejaba de una ciudad en constante movimiento y que la acercaba hasta aquel pueblo donde todo, como temía, seguía como siempre. La estación, un edificio de un verde desconchado que terminó con la esperanza, la recibió con su banco astillado y aquel reloj forjado en hierro que recordaba de cuando era una niña y que seguía marcando la misma hora que entonces. Allí no pasaba el tiempo, por lo menos no para bien.
Aurora permaneció inmóvil unos minutos, intentaba coger fuerzas para levantar aquella maleta que había ido aumentando de peso kilómetro a kilómetro y se preguntó cuantos trenes habrían dejado pasar los dos ancianos que, sentados sobre una piedra que había cedido hasta amoldarse a ellos, seguían, apoyados sobre sus cayados ya inútiles, la estela del humo blanquecino y denso como la niebla que comenzaba a alejarse y que se perdió tras la loma del pequeño montículo desde el que vio construir las vías de futuro sobre las que se acababa de escapar su presente.
Las piedras de las casas observaban desconcertadas su caminar, cansado y tan pesado, que tres niños lo utilizaron como carretera para sus valiosas bolas de rodamiento. Aurora los miró compasiva y de no haber sido porque no ansiaba más que llegar a la casa de su madre y encerrarse en su vieja habitación, les habría explicado que fuera de las lindes de aquel pueblo había una vida entera que sería suya si encontraban el valor para cruzarlas. El mismo que encontró ella, el mismo que la faltaba en ese momento para volver. Saludó, por compromiso y una a una, a todas las ancianas del pueblo que, en sus ojos velados de bruja, reconocieron un pesar del que tuvo la necesidad de huir.
Los besos, los abrazos, las caras de felicidad ante su llegada, los comentarios acerca de su delgadez, de su palidez, de sus ojos cansados y de su sonrisa triste, fueron sucediéndose de brazo en brazo y de beso en beso. El olor a madera quemada de la casa se impregnó en su ropa de inmediato y la humedad de sus paredes se apoderó de su cuerpo entumeciéndolo al instante. Las pastas que su madre tenía preparadas y que de niña adoraba, se convirtieron en una masa densa dentro de su boca seca y el café amargo revolvió su estómago anudado. Su anciana abuela reclamó su presencia desde la butaca de la que jamás se levantaba y cogiendo sus manos con delicada fuerza, la hizo partícipe de una sonrisa sabia que escondía las palabras que no se podían decir.
--¿Dónde esta mi hermana? Me muero de ganas por conocer a mi sobrino --preguntó al fin.
--Hasta mañana me temo que será imposible, han tenido que acercarse a Cáceres, los padres de tu cuñado están muy mayores y no podrán asistir al bautizo así que han decidido ir a verlos antes --respondió su madre tirando por tierra la esperanza de que en el aroma de la piel de aquel bebé encontraría el motivo por el cual no salir corriendo --. Te he preparado la habitación. ¿Por qué no subes a descansar un rato? Yo te aviso cuando llegue la hora de cenar.
Aurora aceptó gustosa la invitación. Subió las escaleras arrastrando la maleta y se encerró en aquel cuarto que más que un cuarto parecía la celda de una prisión; una cama pequeña, un armario desnudo, una mesilla vacía y un crucifijo condenatorio, la observaban dejando claro que aquel no era su lugar.
Cerró la puerta por dentro, deshizo la maleta, se desvistió y dejó que el peso de la ropa de aquella cama aprisionase su pecho desnudo. Cerró los ojos y recordó la estrella de la noche anterior. Sonrió ante la ironía que el cielo de aquel lugar planteaba; En Madrid, ver una estrella fugaz era un deseo en sí y allí que abundaban, la gente no creía ni siquiera en la posibilidad de su existencia.
La vida, ajena como aquella cama, se le presentaba tan imposible que decidió cerrar los ojos y regresar a Madrid. Abrió de nuevo la puerta de aquella consulta, nerviosa, con la ilusión de quién no sabe que es lo que hay al otro lado pero confía en ese temblor que anuncia que será algo bueno. Volvió a ver a Celia, volvió a enamorarse de sus ojos vacíos y volvió a sujetarla entre sus brazos hasta que la tuvo desnuda en el hotel. Volvió a sus labios, a sus manos, a su pelo suelto cayéndole sobre los hombros, a la calma blanca de las sábanas cálidas. Volvió a Madrid y el cristo del crucifijo se tapó los ojos horrorizado al intuir como su mano buscaba en su propio ser el amor entregado de Celia, su adorable inocencia, su tierna torpeza, sus ahogados gemidos, la exquisita vergüenza que se apoderó de sus ojos, por aquel entonces, ya llenos de ella misma y que convirtieron aquella celda, en el mismo centro del paraíso.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Morfeo

La mala costumbre de Aurora, que salía huyendo cada vez que sus pensamientos encontrados se alborotaban en su mente, comenzaba a irritar a Celia que, amante como era del diálogo, no comprendía aquella forma de hacerse con la razón. Hastiada y algo confusa, pues no comprendía bien porqué su ofrecimiento había provocado aquella reacción, decidió cenar pronto he irse a la cama a leer un rato. Su hermana Diana había anunciado que no dormiría en casa, el motivo se lo había reservado para ella, pero Celia intuía que, con toda probabilidad, Montaner era su nombre.
Tumbada sobre la cama, ignoraba reiteradamente las palabras que llenaban las páginas de uno de los libros que habían sobrevivido a la criba del Doctor Uribe, en cuya portada, se anunciaba el nombre de su autora favorita. Lo había leído ya tantas veces que podía permitirse el lujo de acariciar con sus ojos unas palabras que en su mente se transformaban en otras completamente diferentes y que sin embargo no perdían su significado. Leía y pensaba en Aurora, en la reacción desmedida ante su ofrecimiento de acompañarla al bautizo de su sobrino. Ella lo había hecho sin mala intención, es más, había puesto en ella toda su buena fe, la misma que añoró en Aurora cuando la ofreció estar presente en la boda de su hermana Francisca. ¡Eran pareja! El mundo no tenía porque saberlo, pero lo eran y las parejas hacen ese tipo de cosas juntas. Se acompañan en los actos familiares, se apoyan cuando las cosas no van del todo bien, se ríen y disfrutan juntas de la vida que tan complicada es por si misma.
Cerró el libro disculpándose con su autora y apagó la luz de la habitación después de lavarse la cara con la esperanza de que la toalla se apoderase de su ceño fruncido. Sabía, que si se dormía con él así, sus sueños no le traerían nada bueno, pero no lo consiguió del todo. Se tumbó boca arriba y se tapó casi hasta la barbilla. Cerró los ojos en un acto de autoconvicción y se concentró para dejar la mente completamente en blanco. No lo consiguió, la seriedad del rostro de Aurora se colaba en su mente y la atravesaba como si viajase sobre una ráfaga de aire llegada del norte. Se dio la vuelta y se colocó boca abajo. Metió la mano derecha por debajo de la almohada y maldijo el enredo con el que el camisón había decidido aprisionar sus piernas. Se quedó de medio lado, observando la línea iluminada que por debajo de la puerta anunciaba que la casa aún seguía despierta. Miró al techo, se destapó y se tapó de nuevo. No sabía nada de Aurora y estaba casi segura de que no tendría noticias suyas hasta que regresase del pueblo. Sacó el brazo izquierdo fuera de la pesada ropa de su cama y en un acto inconsciente comenzó a mordisquear la uña de su pulgar como cuando era una niña. Entre vuelta y vuelta, la maraña de pensamientos que le estaba impidiendo conciliar el sueño fue desenredándose, y agradeció que el gato que jugaba con aquel ovillo no encontrase la misma diversión en las hebras con las que comenzó a tejer de nuevo su cordura. ¡Era normal que Aurora no quisiera arriesgarse a que ella la acompañase! Al fin y al cabo, había sido su propia familia quien la entrego a la suerte de la maldita terapia y comprendió que sería demasiado osado por su parte asistir al bautizo con una acompañante femenina salida de la nada. Si su hermana Francisca, una chica joven, de ciudad, capaz de cantar en un café y de enamorarse de un obrero, era incapaz de entender los sentimientos de su hermana hacía otra mujer y sospechaba de que Aurora era algo más que una amiga para Celia, ¿Qué no pensarían en un pueblo?
Con aquella pregunta rondándole en la cabeza salió de la cama, se tapó con la bata para intentar conservar el calor que había generado y bajó a la cocina a por un vaso de agua que suavizase el nudo que se apoderó de su garganta al imaginarse las reacciones de la familia de Aurora.
--¿Qué hace usted aquí señorita? --preguntó Merceditas al verla descender las escaleras.
--Tengo sed --respondió Celia con el aura preocupada.
--¿No puede dormir? ¿Quiere que la prepare una tisana?
--No. No te preocupes Merceditas. Es solo que sentía la garganta seca.
--Esta bien señorita, pero no ande demasiado por la casa en camisón no vaya usted a coger frío --añadió antes de desaparecer por la puerta que daba acceso a su habitación.
Celia se bebió el vaso de un solo trago y sintió como la ventana de la cocina reclama su presencia ante ella. La noche ya se había apoderado de la ciudad y el cielo se mostraba completamente despejado. Cientos de estrellas anunciaban que la probabilidad de que en breve comenzase a helar era altísima y no pudo evitar estremecerse ante la dentera de imaginar su uña contra el fino hielo. En un acto involuntario, aprovechando el vaho con el que su respiración comenzaba a cubrir el cristal, dibujó un corazón. Miró a través de él y sonrió pensando en Aurora. La crispaba su incapacidad para explicar con claridad los miedos que le controlaban el carácter, pero sintió que más que por sí misma lo hacía para protegerla a ella. Pensando en eso estaba, en que lo único que Aurora intentaba evitar era que pudieran violentarla, insultarla o tacharla de enferma y entregarla, cuando una estrella fugaz cayó del cielo y atravesó aquel corazón acristalado.


--¡Que el mundo cambie algún día!
Aquel fue el deseo que Aurora le pidió a la estrella fugaz que atravesó el cielo nada más levantar la persiana de la ventana a la que, de nuevo, necesitaba asomarse. No podía dormir, quería que el mundo cambiase, lo necesitaba. No por ella, ella al fin y al cabo había aprendido a vivir oculta tras la apariencia de ser una mujer más que cumplía con los requisitos mínimos que la sociedad estimaba para ella. Quería que cambiase por Celia, para que pudiera expresar todo lo que llevaba dentro y que tanto bien podía hacerles a las generaciones futuras que se encontrasen ante la misma situación que ella. Sonrió entornando los ojos. Estaba sola y aún así seguía mintiéndose, necesitaba que el mundo cambiase, pero también por ella. Se había acostumbrado a ser quien no era y a veces dudaba de si sabía quién era en realidad, sobre todo cuando estaba vestida y sola.
Anudando con fuerza a su cintura el cordón de la bata, se acercó a la mesita de noche de su lado de la cama. Abrió el primer cajón y rebuscó dentro de él hasta dar con la pitillera de su abuelo. Era una pitillera de plata, con las iniciales grabadas, de la cual se apoderó en un despiste de su padre cuando aquel hombre fuerte y rudo falleció siendo apenas una niña. La acarició con la yema de los dedos antes de abrirla y al hacerlo recordó el aroma de la espuma de afeitar con la que su abuelo se cubría la cara casi por completo cada mañana. Echaba de menos a aquel hombre que, estricto e intransigente con sus hijos, siempre tenía palabras amables para ella y para su abuela. Cogió un cigarrillo y asintió ante la idea de que él, también hacía lo que tenía que hacer.
Aurora no fumaba, pocas mujeres lo hacían, pero cuando el enfrentamiento entre sus pensamientos le levantaba dolor de cabeza, cogía un cigarrillo y lo dejaba encendido entre sus dedos temblorosos. Se arrepentía de haber salido así de la casa de Celia. Al fin y al cabo, tampoco le había explicado lo suficiente acerca de su familia como para que tuviera que entender sin necesidad de recibir explicaciones porqué no era posible que la acompañase al bautizo. Dio una calada profunda al cigarro para encenderlo y se deshizo a manotazos de la nube de humo que le impedía seguir contemplando la noche estrellada. Abrió la ventana a pesar del frío y se apoyó en la balaustrada del balcón buscando la estrella más grande y brillante. Siempre había pensado que en ella descansaba el espíritu de su abuelo, que desde ella la observaba y miraba con cariño, que la escuchaba y comprendía a pesar de no poder responderla. Estaba convencida de que los muertos veían el mundo desde la perspectiva de quién conoce realmente el significado de la palabra libertad. Escuchó el silencio de la ciudad dormida y se perdió entre sus calles imaginando cuantas mujeres habrían pedido el mismo deseo de haber podido observar la misma estrella fugaz. Tenía que contarle a Celia su historia, el porqué no podía presentarla como una amiga, el porque reaccionaba de aquel modo tan infantil y consentido, el porque de sus tormentas. Tenía que darle la oportunidad de ser su calma, de traer con ella la brisa fresca, la suavidad de las caricias que sabía le regalaría comprensiva. Tenía que hacerlo, pero a su vuelta, cuando el cauce de las aguas hubiera recobrado su camino, cuando hubiera comprobado que en aquel recóndito pueblo de Cáceres nada, a su pesar, había cambiado. Apagó el cigarro en la tierra seca de una planta muerta que siempre pensaba en regar y nunca regaba y volvió a la cama en la que todavía podía percibir el aroma del cuerpo desnudo de Celia. Cerró lo ojos y se dejó llevar a un sueño, que sin saberlo, se repetía en el subconsciente de otra insomne que pensando en ella había sucumbido a los placeres de Morfeo.


La puerta del Rey se abrió para ellas como si las maravillas que albergaba en su interior las estuvieran esperando. Miraron a su alrededor y sonrieron al no ver a nadie. No se escuchaba nada, tal vez el ruido lejano del agua de las fuentes que adornaban los diferentes pasillos del jardín botánico del que se sentían dueñas y el batir de las hojas de los árboles que, mecidas por el viento, creaban para ellas la banda sonora de aquel sueño. Se miraron y se cogieron de la mano. Nunca se habían cogido de la mano en la calle y un suspiro de gozo se escapó de sus gargantas antes de comenzar a pasear bajo las frondosas copas que hacían las funciones de cielo. Una ardilla juguetona atravesó corriendo el pasillo custodiado por bojes perfectamente podados. Celia intentó acercase a ella, pensaba que tratándose de un sueño, aquella pequeña criatura dejaría que sus manos suaves le mostrasen con cariño la ternura que su pelaje rojizo despertaba en ella, pero no fue así y huyó trepando a un árbol bajo la atenta mirada de Aurora que reía ante la ingenuidad de su amada.
--¡No te rías de mí! --dijo Celia cogiéndose de nuevo de su mano.
--No me río. Sonrío que es diferente.
--Te estabas riendo.
--Bueno si, un poquito --admitió --¿Acaso pensabas que iba a dejar que la cogieras?
--La verdad es que sí --respondió mientras se adentraban entre los rosales cuyo aroma inundaba el aire.
Aurora se soltó de la mano de Celia y explicándole que era más fácil coger algo cuando ese algo permanece inmóvil, se adentro entre los rosales y arrancó para ella la rosa más roja que encontró.
--¿Es para mí? --preguntó Celia.
--¿Para quién si no? Ten cuidado de no pincharte, las rosas son preciosas, pero saben como defenderse --añadió guiñándole un ojo.
Con los pétalos de la rosa cubriéndole la nariz llegaron caminando hasta el estanque de Linneo. Sobre el manto verde de hierba recién cortada que lo rodeaba, una manta de cuadros y una cesta de mimbre esperaba su llegada. Ninguna de las dos preguntó si había sido la otra la que había preparado aquella sorpresa, simplemente se descalzaron y corrieron hasta ella apoderándose del frescor de aquel suelo aterciopelado. Se sentaron y Celia, más impaciente, sacó una botella de champán de la cesta y esperó a que Aurora consiguiera abrirla con las copas en la mano.
--¿Por qué vamos a brindar? --preguntó Celia al escuchar el estallido del tapón que disparado cayó en medio del estanque asustando a los nenúfares.
--No lo sé. Esto ha sido idea tuya así que deberías se tu la que haga los honores.
--Yo no lo he preparado --respondió sorprendida.
--Yo tampoco.
Ambas se miraron extrañadas y a pesar de no tener la respuesta a la pregunta que se acababa de plantear en sus cabezas, decidieron levantar sus copas y brindar por la soledad que las permitía estar tan bien acompañadas.
Parpadearon y el champán, la manta y el estanque desaparecieron. En su lugar, una playa calma con un precioso amanecer al fondo las observaba como si ellas fueran la maravilla. Corrieron hacía la orilla y mojaron sus pies en aquel agua mansa que en un alarde de grandeza mojó sus vestidos sin piedad. Se rieron y persiguieron y en aquella persecución cayeron al suelo en un abrazo húmedo y sincero que sellaron con un beso tan apasionado que hasta el sol detuvo su ascenso.


-- Quiero pasar la vida contigo --susurró Aurora refugiándose en su propia humedad al abrir los ojos y ver la maleta preparada a los pies de la cama.
-- No quiero que la vida pase sin ti --respondió Celia desperezándose mientras se preguntaba de donde había salido la rosa roja que descansaba sobre su libro.