jueves, 28 de enero de 2016

Era ella, era Aurora

Antes de empezar:
Gracias Luz. Gracias Candela. Vuestro trabajo cada día es más espectacular, no hay palabras que describan el agradecimiento que siento por lo que hacéis.
Perdón Aurora. Perdón Celia. Este paralelo se presenta complicado y tal vez no acierte con vuestros sentimientos, pero lo intentaré.
Gracias, siempre, al ejército, por estar aquí y confiar en mí aún cuando yo dudo y por leerlo y releerlo hasta encontrarle el sentido a mi locura.


-- ERA ELLA, ERA AURORA --


Celia Silva había decidido quedarse en casa toda la tarde para seguir preparando el ajuar con el que comenzaría su nueva vida. Abriendo y cerrando los cajones de su escritorio se encontraba cuando Merceditas llamó a la puerta de la habitación. Había pedido que no la interrumpieran, escoger que llevarse y que dejar, estaba resultando más complicado de lo que parecía en un principio, pero la criada parecía entusiasmada y le transmitió ese entusiasmo anunciando una visita que, según ella, iba a hacerle mucha ilusión.


Celia no esperaba a nadie, pero no pudo evitar bajar las escaleras como cuando era una niña. Adoraba las visitas sorpresa. El pasador de la escalera lo sabía y aquellos peldaños que la habían sentido crecer también, su descenso rápido y su sonrisa inocente llevaban años actuando de la misma manera, fuera quien fuese la persona que esperaba abajo, aunque en aquella ocasión, aquella figura que hubiera reconocido incluso en la más absoluta oscuridad, la obligó a detenerse de golpe. Era ella, era Aurora. Por un instante su corazón se paralizó y con él su cuerpo y sus pensamientos. El mármol de la escalera creyó resquebrajarse, la vidriera estuvo tentada a oscurecerse y Celia... Celia solo acertó a sujetarse las manos preguntándose porque le daba la espalda.


Dijo su nombre en voz alta, no supo como pero lo dijo, tal vez porque necesitaba comprobar que no se trataba de un sueño, que era real, que tras tanto tiempo esperando iba a poder perderse de nuevo en la miel de aquellos ojos que tanto le endulzaban la vida. Aurora tragó saliva, cerró los ojos y levantó la barbilla en un acto desesperado porque aquella voz no traspasase la barrera de palabras tras la que había encerrado las ganas de volver a ver a la mujer que sin que nadie pudiera evitarlo seguía colándose cada noche en sus sueños y se giró decidida a no condenarla de por vida a un amor imposible. Celia se dio cuenta casi de inmediato de que aquel reencuentro no iba a ser el esperado, pero a pesar de que Aurora intentó con todas sus fuerzas mantenerse firme, sus miradas se dijeron en un segundo lo que llevaban callando meses sin que ninguna de las dos pudiera evitarlo. Tanto fue así que la escalera recobró la vida y en un empujón con el que se deshizo del miedo invitó a Celia a sonreír, a abalanzarse sobre el cuerpo inerte de una mujer que intentaba no ser y que fue cuando nadie la miraba, cuando el perfume de Celia se apoderó del aire que respiraba, cuando sus corazones acelerados se apoyaron el uno sobre el otro, cuando cerró los ojos y contuvo su mano para no acariciar aquella espalda que bajo la blanca camisa aún guardaba el recuerdo de sus besos. Y esa mano, al terminar el abrazo, fue la mano que se despide de un tren que parte con la mitad de tu vida en el interior, con una mitad a la que no te has atrevido a decirle que se quede porque tienes miedo de no tener suficiente camino que entregar.


Celia intentó ser consecuente consigo misma, ser la amiga que Diana le había sugerido ser y preguntó por un embarazo que dolía y se alegró por la respuesta que a su parecer mentía y sonrió como sonríe alguien que no comprende porqué una mirada esquiva los ojos de quien te está entregando el alma, aunque ese alma, esté rompiéndose con cada palabra.


Cuanto más hablaba Aurora menos comprendía Celia y a pesar de que la luz de sus ojos casi se había apagado, intentó mantener la esperanza en su sonrisa para ver si con ella dibujada en el rostro conseguía hacer volver a la mujer que se escondía tras la crudeza de unas palabras en las que estaba segura ni tan siquiera ella creía. Todo sonaba a excusa, a justificación, parecía que se hubiera aprendido aquellas palabras de memoria, como si hubiera estado ensayándolas meses o peor aún, como si alguien las hubiera escrito para ella. Sin embargo reconoció a Aurora en el "Porqué" que se le escapó tras explicarle con todo el cariño con el que fue capaz de mecer sus palabras, que solo quería que supiera que había aprobado el examen de la escuela de maestras y vio como se transformaba de nuevo en una desconocida tras el abatimiento de un suspiro que se deshizo de golpe de todo cuanto la explicación de Celia, en apariencia inocente, llevaba implícito consigo; todos los sueños que tenían para cuando eso ocurriera, unos sueños, que ya no podían hacerse realidad.
Aurora se fue a un pasado que Celia no alcanzó y desesperada por la sincera ingenuidad de la escritora, por esa farsa que ya no sabía como soportar, se agarró a los barrotes de su propia cárcel intentando que Celia se alejase de ellos de una vez y para siempre tapizándolos de un futuro que no estaba dispuesta a perder por su culpa.
--Yo no soy peligrosa.
Esas palabras, nacidas del recuerdo de los miedos que Aurora le había dejado conocer y la respuesta de esta, no hicieron más que confirmar que todavía seguían ahí, que incluso se habían hecho más grandes, más fuertes, que eran ellos quienes hablaban, que toda la oscuridad de su mirada se debía a ese temor.

Celia la conocía y con cada palabra que Aurora pronunciaba, confirmaba aún más sus sospechas de que algo le ocurría, de que no era ella misma. Confirmaba, que algo más que un matrimonio por conveniencia y un embarazo se interponía entre ellas y buscando el qué, hizo que pareciera que no comprendía porque no era posible la amistad y la amistad no era posible porque estaba claro que Aurora aún la amaba, porque si se escribían, se llamaban o volvían a verse, el papel que Aurora estaba intentando interpretar quedaría al descubierto y de no poder ser, sería mejor no ser nada.
Le hizo prometer que desaparecería de su vida del todo, que no le escribiría más ni preguntaría a su hermano, porque Celia no merecía cargar con la esperanza de un amor que ella ya no podía entregarle y por el que sin embargo hubiera dado la vida en el mismo instante en el que detuvo sus palabras tras el primer "yo", ese que iba seguido de un "te amo" que le hizo sonreír ligeramente, que le hizo cambiar el gesto y relajar el rostro apenas un segundo y que sin embargo terminó con un "ya no existo para ti" del que sintió la necesidad de huir a riesgo de caer rendida ante el amor que Celia seguía dispuesta a entregar.


Adriana Marquina

lunes, 25 de enero de 2016

Harta

Celia, tenía la extraña sensación de que haberle pedido a su hermana Diana que se deshiciera de las cartas de Aurora, había provocado en su mundo interior y en el exterior también, el efecto contrario al que esperaba conseguir con aquel paso adelante que dio sin mirar atrás.


A excepción de Diana, con la que había hablado en un par de ocasiones de Aurora, hacía meses que nadie preguntaba por ella. A nadie parecía importarle que se hubiera ido a cientos de Kilómetros, que se hubiera casado o que estuviera esperando un bebé. Sus hermanas y Merceditas habían estado muy ocupadas procurando que Celia correspondiera a Dumas, incluso a Rosalía, que a pesar de verlo como un loco descarado, le había parecido un pretendiente adecuado. Nadie, excepto ella, había caído en la cuenta de que Aurora ya no estaba y ahora que Víctor se había marchado, ahora que había conseguido convencerse de que seguir adelante sin ella era lo único que podía hacer, ahora, parecía que todos recordaban a la enfermera y sentían la necesidad de hacérselo saber; Que si que maja era la señorita Aurora. Que si cuanto se notaba que la quería mucho. Que si ella a usted también la apreciaba. Que si que feliz estará junto a su marido mientras esperan que nazca su bebé. Que si, que si, que si... Estaba harta de tantos "que si", harta de que a todo el mundo le hubiera dado ahora por acordarse de ella, harta de que nadie se diera cuenta de que cada vez que la mencionaban ella sufría por los planes que hicieron y que no podrían hacer. Unos planes arriesgados, casi absurdos teniendo en cuenta lo idílico del momento en que pretendían llevarlos a cabo, pero ese momento había llegado y Celia necesitaba descartar el pequeño porcentaje de esperanza que aún guardaba en su interior.


Daba igual lo que Diana le había dicho, daba igual si tenía razón o no, lo único que necesitaba era confirmar de una vez por todas que Aurora de verdad era feliz, que de verdad había conseguido olvidarla, que no le importaba si había conseguido su sueño de ser maestra, ese por el que tanto le animó a luchar. Necesitaba confirmar una vez más si era verdad que Aurora se había entregado a una sociedad que solo aceptaba a quienes se dejaban arrastrar por sus castrantes normas estandarizadas.
Esperaba con ansiedad una nueva carta que diera por terminada su historia. Ya había recibido varias pero no confiaba en ellas y cuando en el impasse de esa espera vio al hermano de Aurora sentado en el Ambigú, sintió que en él encontraría la respuesta a sus dudas. Dudó si acercarse y perdió la oportunidad, así que al día siguiente decidió esperarlo allí, sentada, como si el encuentro en caso de producirse hubiera sido casual. Tardaba y le preguntó a Antonia por él, sin demasiado énfasis pero sin dejar detalle y después siguió esperando alentada por las palabras de la dueña pero, lo único que consiguió es que Enrique sintiera lástima por ella y se negase a cobrarle la consumición que había alargado por vergüenza.


Se pasó la noche pensando, buscando una solución que cuando parecía hallar se escapa en el duermevela de su cansancio y se despertó con la sensación de que aunque consiguiera hablar con Camilo, este no le diría la verdad. Conocía la historia de Aurora, sabía que su familia había sido quien la había obligado a someterse a la terapia, sabía que si había acabado en Madrid lo había hecho huyendo de ellos, excusándose en un trabajo que lo único que le permitía hacer era escribir alguna carta de vez en cuando pero por el cual le era imposible viajar con asiduidad a aquel pueblo que después de verla nacer giró la cara en una dirección completamente contraria a ella. Sabía que mentía a su hermano, que llevaba a Fermín a tomar el café de vez en cuando para que su cuñada, charlatana y cotilla como buena señora de una alta sociedad a la que no pertenecía pero en la que había decidido camuflarse, confirmase en las llamadas a sus suegros la curación de su hija. Lo sabía todo de ella, o casi todo, porque la creía incapaz de mentir y sin embargo cada vez que releía aquellas cartas descubría un nuevo matiz que le hacía desconfiar de nuevo de su contenido.


Cuando la luz del sol de invierno, esa que alumbra pero no calienta y que cuando calienta no quita el frío, comenzó a colarse por las rendijas de la pesada persiana de madera, Celia saltó de la cama con la mente tan en blanco que cuando consiguió darse cuenta de lo que había estado haciendo, ya tenía la maleta preparada encima de la cama.
Había decidido irse a Cáceres, hacer realidad las palabras de su última carta; Acudiría en busca de Aurora y haría lo que fuera necesario para ayudarla a escapar de aquella vida en la que no creía pero con la que estaba dispuesta a cargar en caso de que aquellas cartas no mintieran. Huiría con ella si esa fuera la única forma de separarla de un marido que por mucho que se esforzase no podría hacerla feliz porque no era mujer y a Aurora, como a ella, le gustaban las mujeres por mucho que tuvieran que esconderlo. Se haría cargo junto a ella de ese bebé que, en caso de ser real, no tendría más remedio que huir con ellas, que crecería sin un padre, pero rodeado de un amor que le enseñarían a apreciar y valorar a pesar de que tuviera que ocultarlo fuera del hogar que crearían para él. Era una locura, pero estaba harta y había decidido que haría lo que fuera necesario, se enfrentaría a la familia de Aurora y a la suya. A Diana si quisiera impedirlo y a Blanca o Francisca si decidieran volver a someterla a aquella terapia a la que ya no le tenía miedo y a la que de tener que volver lo haría por haberse vuelto loca. Se sentía fuerte, capaz de sortear cuantos obstáculos se encontrase en aquel viaje, pero antes de emprenderlo tenía que asegurarse de que Aurora vivía en la dirección a la que había estado enviando las cartas que le habían sido devueltas así que, escondió la bolsa, se arregló como debían arreglarse las señoritas que son prisioneras de un apellido y se dirigió al Ambigú con la intención de esperar lo que fuera necesario al hermano de Aurora, que al parecer, tiempo para conocer a la profesora de su hija no había tenido, pero sí para pasar las tardes de bar en bar leyendo periódicos y tomando chatos.

Adriana Marquina

miércoles, 20 de enero de 2016

La luna no va a irse

Podía parecer que Celia Silva se contemplaba a sí misma en su pequeño espejo de mano mientras su hermana Adela le peinaba el cabello, pero no era así. En realidad la contemplaba a ella. Le encantaba hacerlo, a través del espejo, su hermana parecía estar dentro de un cuadro vivo. A Víctor le hubiera encantado esa comparación, seguro que hubiera sacado de ella un poema o una alegoría con alguna loca teoría sobre la complicidad entre hermanas. La observaba y pensaba en lo hermosa que era incluso estando preocupada y a pesar del fastidio que sintió al sentirse descubierta, admiró la capacidad de su hermana para sobreponerse y devolverle con esa sonrisa tan suya el valor que por culpa del miedo al fracaso y al éxito, no lo tenía muy claro, había perdido. Adela no era una mujer valiente y sin embargo pocas mujeres tenían su valor.
--Tienes que saber donde estás para saber donde quieres ir -- argumentó Adela ante sus dudas y fueron tan tajantes y a la vez tan cariñosos el tono y la mirada, que no pudo evitar agradecer con una sonrisa su ayuda pues, a pesar de que no siempre daba en el clavo, en aquella ocasión tenía más razón que uno de esos santos que tanto le gustaba mencionar.




Fue a la escuela. Esperó paciente su turno jugando con los dedos de sus guantes vacíos en los que descargó sin piedad su nerviosismo y sintió como el pecho se le llenaba de un orgullo que añoraba y que hizo que saliera corriendo rumbo a casa para darles la buena nueva a sus hermanas. Diana la esperaba en la habitación y supo nada más verla que había aprobado. Hacía tiempo que no necesitaban hablar para entenderse. El abrazo, uno de esos abrazos que traspasan la ropa, la piel y que llegan al alma más escurridiza, hizo que Celia recuperase la autoestima que le rondaba desde hacía semanas pero de la que sentía la necesidad de huir. Todas confiaban en ella, todas menos ella y aunque hubiera tenido que esperar a tener el aprobado en la mano para darse cuenta, ahora también podía permitírselo. Aliviada comenzó a recoger el escritorio. Sobre él, el caos ordenado que solo comprende quien lo ha provocado y entre ese caos una vida, una vida, buenos recuerdos y una nostalgia, la nostalgia de un pasado al que volvía en los momentos difíciles, en esos momentos en los que las letras de los libros se tornan aburridas y pierden el sentido. Una nostalgia que Diana comprendió y que utilizó para explicarle a su hermana que refugiarse en el pasado iba a impedirle mirar hacia delante y que por mucho que doliera, Aurora, ya lo había hecho.
Diana tenía razón, ahora su sueño ya era una realidad y estaba dispuesta a vivirla en plenitud, por lo menos las horas que durase el día, porque, a pesar de que su hermana acababa de salir por la puerta con parte del corazón de Aurora en las manos, escondido, bajo un libro cómplice y discreto, se quedó un pedacito que latía sin darse cuenta que se había quedado solo.


Fue fuerte y dejó la carta sobre la mesa, pero la curiosidad por saber que parte de Aurora había logrado esconderse y quedarse con ella era tal, que le parecía escuchar los gritos de las palabras llamarla con desesperación. Encendió todas las luces de la habitación. La principal, la del tocador, la de su mesa y la de la mesilla. Intentaba volver la noche día, porque de día aquellas palabras tenían menos poder, pero a pesar del brillo no lo consiguió.
-- La luna no va a irse por muchas luces que enciendas --pensó y con su influjo sobre el mar de sentimientos en que se convertía su interior cada vez que la letra de Aurora aparecía ante sus ojos, comenzó a leerla.




La primera vez que te vi, tu no me viste...
Celia supo que carta tenía entre las manos nada más leer la primera frase. Las conocía de memoria, conocía cada coma, cada punto, cada uno de los espacios sin llenar que quedaban entre las palabras y no pudo evitar reconocerse en ese patito feo, solo y triste que Aurora vio desde la rendija de aquella puerta que en una dirección accedía al infierno y en la otra, al parecer, al cielo. Y en ese cielo se perdió para llenar los espacios vacíos, para sentirse cisne y dejarse mecer por la corriente que las manos de aquella enfermera, de la que no había podido evitar enamorarse, inventaban para ella con cada caricia. Cerró los ojos y se fue al Excélsior. Sintió como la caricia de los labios de Aurora se dibujaba en su espalda y no pudo evitar añorar el escalofrío que su calor provocaba en ella. Se movió al ritmo del Meine Liebe susurrado, ese del que todavía no conocía el significado y que sin embargo sentía en el corazón como un "te amo" disfrazado para pasar desapercibido ante los ojos de una sociedad que parecía vivir en un carnaval constante. Un carnaval al que Aurora había acabado sumándose, a pesar de sus palabras, de asegurar con ellas que cuando la vio por primera vez en aquella sala de espera supo que no tenían más remedio que estar juntas. Un carnaval del que estaba cansada y al que quiso enfrentarse de la única forma en la que podía hacerlo. Cogió un folio, su pluma y se sentó en ese escritorio que a pesar de haberla tenido a diario la echaba de menos.


Aurora. Mi siempre amada y querida Aurora.
Las cartas que te envié fueron devueltas, por eso esta no la enviaré, al menos no esta noche, mañana, con el alba, quizá la mire con otros ojos, con los ojos de la mujer valiente en la que me convertiste y con la que acabaron tu marcha y una dolorosa lección.
He tirado tus cartas, esas que me escribías cuando estábamos juntas, cuando pasábamos más de un día sin vernos y que dejabas en la puerta para que Merceditas las recogiera. Las he tirado porque he aprobado el examen. Ya soy Maestra Aurora y aunque no entiendas la relación que puede tener lo que te escribo tiene una explicación lógica. Necesito seguir adelante, con tu recuerdo y el amor que aun siento hacia ti pero sin ti. Porque ya no estás y aunque albergo la esperanza de que regreses a buscarme, de que me quites de nuevo este disfraz que tanto pesa y me devuelvas la libertad que te llevaste, sé que es un improbable tan probable como que nunca voy a poder dejar de quererte.

Es mentira Aurora. No puedo seguir adelante sin ti. Miento de nuevo, sí puedo pero no quiero y me dan ganas de coger el primer tren que pase por Cáceres y ser yo quien vaya a rescatarte. 
Debería hacerlo porque tu idílica felicidad me suena a farsa, porque tengo la sensación de que haces conmigo lo que yo hice con Uribe, contarle un cuento para que se olvidase de mí, para que fuera feliz en su ignorancia.
Debería presentarme allí con mi pajarita granate, igual que lo hiciste ante mí con la cruz roja de tu uniforme de enfermera, con tu capa de heroína, con esa sonrisa tuya que convierte los abismos en baches y los muros de piedra en jardines frondosos en los que tumbarse a contemplar el cielo despejado reflejado en tu mirada.
Quiero ese cielo, ese jardín, la capa de tu piel cubriendo mi cuerpo cada noche.
Te quiero y no sé como, pero tú y yo, volveremos a estar juntas, porque, al parecer, no tenemos más remedio que hacerlo.

Adriana Marquina 

lunes, 18 de enero de 2016

La solución

La exposición futurista que se exponía en Madrid esa semana, fue la excusa perfecta para Víctor, quien, a pesar del rechazo de Celia, no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente. Víctor era un hombre con las ideas claras. Él sabía que el "no" de Celia ya lo tenía y buscando el "sí" llamó a su casa para invitarla a ver dicha exposición. Para su sorpresa, Celia aceptó y pensó que si lo había hecho era porque no todo estaba perdido. Él era un hombre positivo por naturaleza y si lo que Celia quería era que hiciera las cosas bien, bien las haría.
Pasearon y se rieron, disfrutaron de la exposición y conversaron sobre lo que esa revolución artística suponía en un ciudad tan clásica como Madrid y, a las puertas de la casa de Celia, una mujer con dos cubos llenos de flores parecía estar esperando a que ambos pasasen por delante. Víctor compró un ramo y se lo regaló a Celia como previo a su confesión. Iba a respetarla, a seguir las tradiciones españolas y por ello les había pedido a sus padres que fueran a conocerla ¡Como si no conocerles fuera lo que le impedía a Celia seguir avanzando!
Entró en casa bloqueada, tanto que a pesar de haber sacado sus libros y de haber intentado estudiar, no lo consiguió. Tenía la cabeza en otra parte, aunque no supo bien donde hasta que Merceditas, tras dar unos cuantos rodeos, le confesó su nerviosismo. Los padres de Raimundo también iban a viajar a Madrid para conocerla, eso era lo que les faltaba para poder pasar tranquilos por el altar, porque conocer a los padres de tu futuro marido, era casi más importante que firmar los papeles que ante la ley y Dios los convertirían en marido y mujer para toda la vida. Celia comprendió en aquel instante lo que Víctor pretendía, toda una vida junto a ella y sintió que no podía hacer aquello, que mentirse a sí misma, aunque doloroso, era soportable, pero no estaba dispuesta a que Víctor cargase con su mentira y mucho menos sus padres que nada tenían que ver en todo aquello. Lo llamó y quedó con él en el Ambigú, aunque Víctor, caballero como pocos, pasó a recogerla por casa en el preciso momento en el que ella salía por la puerta.
Una botella del mejor Oporto fue lo que le pidió a Enrique en la ignorancia del motivo de aquella cita. Él pensaba que Celia quería celebrar la llegada de sus futuros suegros y el pobre no podía estar más equivocado. Lo que Celia necesitaba era confesarle su secreto mejor guardado, tanto, que incluso ella había llegado a dudar si no lo habría perdido entre los muros de aquel laberinto en el que llevaba perdida semanas. Comenzó a buscar las palabras y al parecer no dio con las adecuadas. Después de toda la retahíla de halagos, Víctor concluyó que era feo y su aspecto físico nada tenía que ver en lo que Celia podía o no sentir. Aquel hombre casi apuesto, galante, divertido, amable, atento e inteligente, era perfecto para ella. Ella lo sabía y así se lo hizo saber a él, pero si algo odiaba el Francés eran los rodeos y Celia Silva, llevaba ya demasiado tiempo dando vueltas.
Paró en seco ante la petición de sinceridad, clavó sus ojos en los ojos de Víctor que albergaban la pena previa de quien espera una mala noticia y confesó sus gustos, la dirección en la que iban sus sentimientos e intentó explicarle a aquel hombre que intentaba controlar su rabia a través de una respiración fuerte y acelerada que podía oírse casi desde la barra, que a pesar de que había intentado cambiar el rumbo, su corazón se había negado a seguir sus pasos. A ella le gustaban las mujeres, había intentado que no pero era así y seguiría siendo así el resto de su vida, por muchos Dumas que intentasen mostrarle otro camino, por muchas Franciscas que la empujasen hacia ellos.
Víctor, no se escandalizó ante aquella confesión. Él venía de la ciudad de la libertad y del amor y entendía que precisamente el amor no entiende de leyes ni convencionalismos, si lo hiciera, no sería amor, al menos no verdadero. Pero la humillación que sintió le nubló el juicio y se sintió una peonza en manos de aquella mujer que lo miraba con el miedo de quien busca palabras que justifiquen algo que no se puede justificar porque lo hecho no es una mala acción o una mentira. Aún así intentó hacerlo, le explicó que para ella él no había sido un juguete, que simplemente tenía que intentar quererle porque se suponía que eso era lo que tenía que hacer, pero Víctor no quiso escucharla. De pronto le sobraron sus palabras, sus miradas, la tez de su rostro que en contraste con el azabache de su cabello rizado parecía porcelana. Le sobraron sus manos, la pequeña nariz que tan graciosa le resultaba y cada una de las muecas que de memoria había ido aprendiendo día a día. Le sobraba Celia porque se había sentido humillado, le sobraba tanto que decidió coger el Oporto con el que ya no había nada que celebrar y llevárselo con la intención de olvidar junto a él a la mujer que sabía no podría olvidar.
Celia se quedó paralizada ante la atenta mirada de Enrique que no comprendía que era lo que había ocurrido. Se disculpó y mantuvo la compostura mientras salía de allí, una vez en la calle aceleró el paso hasta llegar a la seguridad de su habitación, esa que dependiendo de como la oyera subir las escaleras, la recibía de una u otra manera. En aquella ocasión la recibió con los brazos abiertos de una amiga que está dispuesta a quedarse a tu lado mientras mueves y remueves, ordenas y desordenas, ríes, lloras, callas o gritas. Eso hizo Celia. Se pasó toda la noche rebuscando entre sus papeles, escribiendo cosas sin sentido, estudiando cosas con sentido pero que no lograba entender, no podía concentrarse. Pensó que al confesarse a Víctor se sentiría más libre, pero lo que no sabía es que a veces la libertad puede pesar más que una losa. Bajo ella estaba cuando Diana entró en la habitación. En su rostro se apreciaba la preocupación de quien lo está pasando mal por un ser querido, de quien no ha dormido buscando algo que no ha encontrado, en sus palabras, la calmada preocupación de quien se siente responsable de una familia y en sus ojos... Los ojos de Diana leían a Celia mejor que nadie y supo en cuanto la miró que algo no iba del todo bien. Cogió su armadura de hermana mayor, cubrió sus sentimientos que podían esperar y se sentó ante la pequeña Celia que confesó casi de inmediato lo ocurrido el día anterior en el Ambigú. Diana tenía ese don, pero temió por su hermana, por la reacción que podría tener ese hombre al que apenas conocían y aunque comprendió que necesitase hacer aquello, no entendió que en su egoísmo no se parase a pensar que algo podría salir mal.  Diana acababa de plantear la posibilidad de que Dumas decidiera denunciarla, pero a pesar de que en el rostro de Celia se dibujó la duda, consiguió convencer a su hermana de que todo saldría bien, de que Víctor no era una mala persona.
Convencer a su hermana había sido relativamente sencillo, pero a pesar de que estuvo el resto de la mañana intentando hacer lo mismo para consigo, no lo consiguió. Estaba cansada de darle vueltas a un problema cuya solución no estaba en ella y cuando Merceditas entró en la habitación anunciando una visita, dejó salir la angustia que le carcomía. Dio lo mismo, Merceditas no tuvo tiempo de sentirse ofendida porque Víctor Dumas, el encantador y bohemio poeta que había viajado desde París para conquistar un imposible, estaba en la puerta de la habitación con la mirada limpia de quien se ha confundido y no necesita más que pedir perdón.
Víctor cerró la puerta, para sorpresa de ambos nadie la volvió a abrir. Se sentó sobre la cama que hacía pareja con la de Celia y se disculpó por su rabieta de hombre despechado. El rostro de Celia mostraba su miedo, un miedo que Víctor intentó calmar y del que ella se desprendió con un miedo diferente que apestaba a pasado y en el que, aquel hombre, se adentró como se adentran los verdaderos amigos, sin permiso y sin reparo. Fue sincero y en esa sinceridad expresó su pena y tras ella la solución. Una solución tan lejana y hermosa como tentadora. Una solución que haría liviana la losa de la libertad que ahora dolía. Una solución con nombre de posibilidades, de infinitas vidas, de sueños alcanzables. París, el destino para el que Celia creía haber nacido se presentaba ante ella de la mano de un loco que al parecer quería volverla loca a ella también. 

miércoles, 13 de enero de 2016

Deja ver pero no ser visto

¿Quién no se ha derrumbado alguna vez en medio de la calle? ¿Quién no ha sentido de repente que el mundo se le viene encima y que haga lo que haga no lo puede frenar?
A Celia Silva le estaba pasando. A medida que avanzaba sin rumbo junto a Víctor Dumas por las calles nevadas de aquel Madrid de 1914 que, engalanado, saludaba al año nuevo, iba sintiendo como las miradas de los viandantes de vidas sin vida, se clavaban en su espalda como un estoque que no busca más que la muerte. A Celia ya no le deseaban ese mal, pero su cabeza aturullada visualizaba aquella metáfora a la perfección, tanto, que tuvo la necesidad de volver a casa para encerrarse y evitar los cuchicheos afilados lanzados sin piedad, sin permiso y sin la más mínima precaución. Tenía la sensación, que fuera por lo que fuese, en aquella ciudad que no dejaba de parecer un pueblo en el que todos conocen a todos sin conocer a nadie en realidad, siempre había un motivo para hablar mal de las hermanas Silva y su entorno. En esa ocasión lo había provocado la detención de Salvador, pero sentía que el nombre de ese hombre que estaba pagando por los pecados de su tío, solo era una excusa barata más.
Pero a Celia no le preocupaba eso, no solo eso quiero decir. Ella tenía su madeja propia, atada al extremo de un laberinto del que necesitaba salir y en el que, debido al gran enredo de aquel fino hilo que no quería romper, se encontraba atascada sin poder avanzar. Ella ya había pasado por aquello, ella sabía desde hacía mucho tiempo que nunca podría ser feliz con un hombre, pero a excepción de Diana, todo el mundo lo negaba y tras la marcha de Aurora, su encarcelamiento y de más desgracias por las que prefirió pasar de largo, se había cansado de nadar a contracorriente. Víctor era el hombre perfecto para ella, lo sabía, lo veía y lo sentía, pero tenía un defecto y es que, era un hombre. Había intentado amarle, amarle como debe amar una pareja, amarle como se amaba entonces, de una vez y para siempre, pero no podía. Sus besos, insolentes y atrevidos como él, no provocaban en ella nada, ni siquiera repulsión y aunque Francisca le había contado que poniendo voluntad podría llegar a quererlo como ella quería a Luis, a Celia no le bastaba. Había tocado el cielo con la punta de los dedos y no estaba dispuesta a renunciar a volver a hacerlo, o al menos, a intentarlo y con Víctor, por más que había apartado nubes con las manos abiertas, ni siquiera había llegado a verlo. No podía negar que le parecía un hombre divertido, con la palabra justa en el momento preciso, con la alegría y demencia suficiente como para no aburrirse a su lado jamás, pero ella no estaba buscando un bufón y cada vez veía mas claro lo injusto de rebajarle a ese nivel sin su permiso. Él parecía sincero, veía en sus ojos el brillo inocente que recordaba de cuando ella se miraba al espejo pensando en Petra, la llama encendida cuando lo hacía pensando en Aurora, lo veía, y sabía que si lo quería, era para ella, pero no podía aceptarlo. No podía robarle a Dumas algo tan íntimo para dárselo a los demás en lo que dura un encuentro fortuito o un acto social encumbrado. Tal vez, sus hermanas, Francisca y Blanca si que fueran capaces de hacerlo, incluso de ceder el suyo propio, pero ella no era como sus hermanas, por lo menos no como ellas dos. Pensó en Diana, a medida que Víctor unía palabras en frases hermosas y convincentes cuyo punto final era un beso, pensó en ella y envidió su fortaleza para luchar por sí misma, en todo lo que la había apoyado en su proceso de aceptación, en su comprensión, en sus palabras siempre amables y recordó aquella vez que estando a solas en su habitación le dijo claramente que a ella le gustaban las mujeres. Se vio sentada frente a su hermana sobre el baúl colocado a los pies de su cama, abriéndole el corazón aún dañado, un corazón al que por fin había decidido escuchar y que llevaba pidiendo ser libre demasiado tiempo. Cuando los labios de Dumas se posaron sobre los suyos sintió como una enorme jaula de cristal caía sobre él. Sus barrotes, fuertes y fríos, formaban un amasijo retorcido y transparente que dejaba ver pero no ser visto. Se sintió culpable y sucia, tanto que tuvo que limpiarse los restos de aquel beso, tanto que su mirada se perdió en su interior para asegurarse de que ella, seguía estando ahí. Algo había cambiado, lo sintió de repente, como una corazonada de esas que te impulsan ligeramente hacía delante; Tuvo ganas de gritar, de gritarle al mundo entero que ella amaba a las mujeres, que lo llevaba dentro, que no podía seguir luchando contra eso porque era como luchar contra ella misma una y otra vez en una batalla en la que nunca ganaba. Quiso liberarse, desprenderse de ese peso que seguía llevando a pesar de haberlo disfrazado de pluma, pero no podía hacerlo. No podía abrir la puerta de casa y ponerse a gritar como una loca, tampoco explicárselo a Víctor porque no hubiera sido una explicación sino un reproche y él, no tenía la culpa de nada. Así que lo apartó y se disculpó y volvió a intentarlo por compasión, pero tampoco podría estar con él por pena.
Víctor no la comprendió, ella tampoco y en un acto de autoprotección se abrazó a sí misma mientras los pasos de Dumas se alejaban y desaparecían tras la puerta. Sintió miedo, el miedo que provoca la búsqueda de la felicidad, ese miedo que se extiende por el cuerpo, que aprieta los labios y hiela la piel. Tragó saliva y se quedó mirando al frente. Ella ya había sufrido su pasado y no estaba dispuesta a vivir en él en el presente, así que, aunque no lo hayamos visto en pantalla; De un puñetazo ha roto la jaula, recogido los pedazos, curado los cortes y liberado, de nuevo y para siempre, a ese corazón que, en el fondo, es de todas.

Adriana Marquina

domingo, 10 de enero de 2016

Un huerto en el cielo

El relato que dejo a continuación, NO es del paralelo, pero me apetecía compartirlo. Fue el más votado del II Concurso de Microrelatos Letradepalo y a pesar de que no ganó, lo publicaron. Cuando lo leáis sabréis porque es tan importante para mi. Espero que os guste y que lo tratéis con, al menos, la mitad de cariño con que lo creé yo.  


Ahora que puedes estar en cualquier lado, te habrás enterado de cosas que ninguno te habría contado. Pero hubiera dado igual, tú siempre lo sabías todo aunque no dijeras demasiado, tus ojos tenían esa peculiaridad, solo había que saberlos mirar. Aun así, prefiero asegurarme y acelerar mis latidos para contarte que tu nieta esta preciosa, que tiene el pelo alborotado y una sonrisa embaucadora con la que podría conseguir todo cuanto se propusiera. Canta, baila y pinta con tanta pasión que parece que comprende que ha nacido en un mundo de locos. ¿Qué mundo cuerdo hubiera dejado de este modo, a una niña sin su abuelo? Está aprendiendo a hablar en inglés y por su lengua, aún de trapo, se escapan los colores y los números de esa manera casi compulsiva, sin sentido y sin embargo con tanta seguridad que has de creerte que detrás de el seis, va un ocho, al que le sigue un diez que se ha perdido. Los libros que adornan la mesa del salón, siguen siendo intocables, son los libros que su abuelito dejó para ella. Dos tomos antiguos de un diccionario entre cuyas hojas, seguramente, se habrá secado más de una rosa. La miro, estamos jugando y la miro; el crepitar de la chimenea alberga tus gritos por no poder sentarte a nuestro lado. Las piezas del puzle van encajando sobre la alfombra con letras que nos aíslan del frio suelo que cubre el salón de la casa. Las piezas del puzle encajan y sin embargo, yo, no entiendo nada.

No entiendo por qué te cuento cómo es tu nieta, si tú la cuidas todos los días desde tu huerta, esa que, estoy segura, te has montado en el trocito de cielo que, injustamente, te habrá tocado. Creo que debería hacer un cambio en el guión y contarle a mi sobrina que su abuelo era un excelente cuenta cuentos que, en las noches de insomnio infantil, se sentaba en nuestra cama y conseguía hacer que un pequeño burro pudiera volar y que, con su mano áspera en la espalda, conseguía hacernos soñar.
Debería hacerlo y no puedo, mis mejillas se llenarían de orgullosas lágrimas que no me dejarían hablar y, aunque él las recogiera, no sabría como explicarle a una niña de tres años que echo tanto de menos a mi padre, que no soy capaz de hablarle de su abuelo. De un abuelo al que devolvió la alegría que los años y la rutina habían ido arrebatando, justo a tiempo para haberlo podido disfrutar como ambos merecían. De un abuelo que empujaba orgulloso tu carrito de bebé mientras te contaba, siempre en secreto, todo cuanto no se atrevía a contarle a nadie más. Le sonaban las rodillas al subir o bajar las escaleras, un sonido que hacía que me sintiera protegida cuando aún dormida le escuchaba volver del trabajo; cuando seas un poco más mayor, te pondré como ejemplo las mías, es un soniquete que he heredado. Era capaz de arreglar cualquier cosa y sin embargo, a pesar de ser electricista, nuestras lámparas eran dos cables colgando del techo que mantenían sujeta una desnuda bombilla que, asustada, parecía luchar por no caer. Fiable y amable, y aunque comprensivo, tenía esa voz poderosa que solo tienen los padres, esa que tu nunca oíste, porque para ti, se inventó otra voz, esa que solo puede tener un abuelo. Te hablaría de él, pero aún no puedo, se me pone un dolor en el pecho y tengo que sujetarme el alma, pero como no soy capaz de hacerlo y no permitiré que lo olvides, utilizaré la herencia que su labia me dejó, para contarte el cuento de un hombre, que un huerto en el cielo plantó.

Adriana Marquina

domingo, 3 de enero de 2016

Por muy bohemio que sea

La carta de Aurora llegó de improviso y a pesar de que aún le dolía el mensaje de la anterior, comenzó a leerla ilusionada, pero, a medida que fue avanzando, esa ilusión fue transformándose en otro sentimiento diferente que no pudo definir debido a la inesperada llegada de Víctor que interrumpió sus pensamientos y evitó que pudiera pararse a sentir de qué se trataba.

Celia, tardó un buen rato en entrar a la conversación de Dumas que, durante el principio de su paseo, no dejó de insistir en que podía confiar en él, pero no podía, como tampoco podía dejar de pensar en las palabras de Aurora, de imaginarla embarazada del brazo de un marido al que no ponía rostro pero al que se imaginaba mucho más mayor que ella. No podía parar de pensar en si él sabría apreciarla como merecía, si dejaría que aquella voz que tantas veces le había susurrado al oído dijera todo cuanto quisiera decir, si la bondad con la que Aurora lo describía sería cierta o si disfrazaba para ella a un ogro machista y despiadado que dispondría todo a su antojo. Aquel pensamiento que atormentó su mirada, quedó a un lado cuando Víctor comenzó a alargar su talento, su valor y sus escritos, a hablarle de revolución y cuando le confesó que le tachaban de bicho raro, se sintió tan identificada que no pudo evitar entrar al juego de aquel lunático cuyas acciones admiraba casi tanto como temía.
  
El ambiente del Ambigú, distendido y cargado de un humo que olía a inspiración y locura, arrastró a Celia a un mundo que no conocía pero en el que quiso adentrarse de inmediato. Allí se habían reunido todo tipo de artistas; escritores y pintores que saludaban a Víctor como si lo conocieran de toda la vida. Poetas y escultores que para Celia eran lo mismo porque el sentido de sus obras dependía de la forma que les dieran. Ilusionada, entró a un mundo tomado por hombres, admirados por otros hombres y, sin embargo, no sintió que las mujeres allí presentes estuvieran siendo menospreciadas sino amadas desde unos ojos que miraban el mismo mundo que los demás pero que lo veían diferente. Observó y apuntó en su memoria todos los detalles que pudo, los ropajes de los presentes, la posición de sus cuerpos que variaba dependiendo del tema de conversación en el que estuvieran implicados en cada momento, las bebidas que tomaban e incluso cuantos, como ella, apuntaban en sus cuadernos notas con la mano izquierda tiñendo ligeramente los puños de sus camisas.
Cuando Víctor subió al escenario y comenzó a hablar con tanta pasión del Manifiesto futurista, Celia no pudo evitar dejarse llevar por su entusiasmo. Su rostro se iluminó como hacía tiempo y reconoció en aquellas palabras el insomnio febril que describían, sintió la velocidad de aquel coche de carreras e incluso sintió que de verdad el tiempo y el espacio desaparecían tras ella. Imaginó a sus compañeras sufragistas levantando el puño ante varios de los puntos de aquel texto que, a pesar de su radicalidad, sonaba a pasión y sueño. Estaba tan atenta, tan embelesada y absorta por aquellas palabras, que no pudo reaccionar a tiempo ante el osado beso de Víctor.
Nadie había vuelto a besarla desde Aurora y la sensación fue muy diferente. La suavidad de los labios de ella no podía compararse con la aspereza de los de él y el vello del bigote no ayudó a que eso mejorase. No fue desagradable, pero no sintió nada en el estómago y no supo como reaccionar, así que salió de allí rumbo a casa con la sensación de que el rumor de aquel beso pretendía adelantarla.

La conversación con Francisca sobre lo ocurrido en el Ambigú, le dejó a Celia más dudas de las que ya tenía. Verla tan entusiasmada ante la confesión del beso, tan insistente e interesada por conocer lo que sentía o lo que pretendía hacer a continuación y la sensación de incomprensión que se quedó en ella cuando esta se fue, le hicieron añorar no haber mantenido tal charla con Diana. Diana la comprendía muy bien, pero desde que había recuperado la fábrica estaba más ausente y era difícil coincidir con ella. Echó en falta sus consejos y su abrazo, un abrazo que despejaba dudas o que al menos las calmaba. Tal vez si hubiera hablado con ella no hubiera necesitado escribir aquella carta, una carta que a pesar de querer nunca mandaría y que rompió al finalizar sin saber que las cartas que no se envían llegan incluso antes que las que sí. Es como si algo las llevase hasta el destinatario, como si una corazonada se apoderase de esa persona y sintiera que la necesitan o que la echan de menos. Quizás, Aurora estuviera en Cáceres, sentada frente a la chimenea, o quizá paseando y algo dentro de ella le hiciera detenerse, posar su mano sobre el corazón acelerado sin motivo aparente y suspirar por no poder ir hasta Madrid a abrazar a la niña asustada que, tumbada aún sobre su cama, con el pelo suelto y el camisón blanco acariciándole la piel, no podía dejar de mirar los trozos rasgados de la carta que acababa de escribir para ella y que había decido romper. La miraba como si ante ella, un puzle de sentimientos se le ofreciera imposible. Las frases habían quedado divididas, las palabras que había escogido para confesarse ya no tenían sentido, ni siquiera la tinta de su pluma parecía estar a salvo. Su falso negro, ese negro que al secarse difumina a su alrededor un tono verdoso que recuerda al moho que bordea las páginas de los libros abandonados a su suerte en algún lugar húmedo, desaparecía ante sus ojos inmóviles. Si su cerebro no hubiese estado en ese momento prácticamente apagado, seguramente hubiera pensado que la pobre tinta, tal vez, podría haberse sentido ofendida al saberse desperdiciada, pero no lo pensó porque, simplemente, se había entregado a una parálisis temporal parecida a la que se siente cuando a veces te despiertas sin despertarte del todo e impide que muevas un solo músculo.
Permaneció así unos minutos, más de los que pasaron en realidad, escuchando los sonidos de una casa que se le venía encima y cuando al fin consiguió reaccionar, recogió los trozos de la carta y los guardó junto a la foto de Aurora entre las solapas de aquel libro que no había vuelto a leer. Aurora tenía razón, tal vez lo mejor era olvidarse, tal vez de ese modo ambas podrían seguir con sus vidas y encontrar su lugar en el mundo, pero Celia tenía la sensación de que ese lugar estaba junto a ella y algo le decía que a pesar de las palabras escritas en su última carta, Aurora también lo creía, porque, cuando tienes un vínculo tan fuerte con una persona, dejarla de lado es difícil. Difícil porque implica dejar una parte de ti de lado, una parte de ti que ni tú conocías. Una parte que te faltaba y que esa persona complementa, una parte que no vuelve, que no cualquiera puede ofrecerte porque una vez que lo descubres y lo entregas, ya pertenece a ella y nadie, por muy bohemio o futurista que sea, por muy soñador o muchos arrebatos que tenga o por mucho amor que te describa o demuestre, nadie, puede sustituirlo.
Víctor Dumas era así, un soñador divertido y nada convencional al que la sociedad había metido en el saco de los bichos raros como a ella y ella, que valoraba la amistad de aquel extravagante francés sin acento y que había estado convencida de que perduraría en el tiempo, dudaba ahora de si con su amistad, lo único que buscaba era un algo más que estaba casi segura no podría ofrecerle. Se sentía mal, mal porque besarse en público implicaba muchas mas cosas de las que Víctor podía imaginar y le dolió reconocer que si Aurora hubiera sentido un arrebato como aquel, hubiera implicado cosas completamente diferentes. En vez de unirlas les hubiera separado, la gente, en vez de admirarlo, lo hubiera odiado y las consecuencias hubieran sido terribles para ambas.

Celia estaba tumbada sobre su cama, pensando en todo eso cuando le sobrevino el sueño. En él, vio como unas manos que le eran familiares, abrían el libro y recogían los pedazos. Con la suave caricia de las yemas de sus dedos que fue pasando por el borde dentado de los cuatro trozos, la carta quedó reconstruida. Sentada al borde de la cama, con ella entre las manos y una lágrima recorriendo su mejilla aterciopelada, la persona que obró el milagro, se quedó observando como dormía en un silencio reconocible. Celia sabía que era ella, que había vuelto de Cáceres para mecer sus sueños, para calmar su ansiedad, para hacer que entendiera que esas cartas que había mandado terminando con todo, no eran más que un escudo necesario para poder seguir adelante. Intuir aquello le dolía, desde tan adentro, que se había perdido buscando la fuente de aquel sentimiento amargo en el que la duda acerca de la verdad de aquellas palabras que estaba segura Aurora escribía pensando en protegerla, cada vez parecía más clara. Celia, seguía sin reconocer en ellas a la mujer de la que seguía estando enamorada. Aurora, la Aurora que ella conocía, no hubiera preferido un niño porque una niña lo hubiera tenido mas difícil, sino que hubiera enseñado a esa niña a luchar para conseguir sus sueños, a no dejarse absorber por la sociedad, a aparentar lo que la gente pedía pero a ser lo que ella quisiera. La Aurora que Celia conocía no hubiera tenido miedo y sin embargo sus palabras lo transmitían. Si hubiera sido posible despertar de ese sueño, Celia hubiera cogido a Aurora de la mano, le hubiera besado los labios despacio y mirándola a los ojos le hubiera pedido huir de allí, dejar a un lado Madrid, Cáceres y cualquier ciudad en la que estar juntas y ser felices nunca hubiera sido posible. A Celia le hubiera dado igual no tener nada, ella era feliz solo con su presencia, pero no pudo despertarse para decírselo, para espantar aquel miedo y vio como Aurora se levantaba y guardaba la carta de nuevo junto a su foto en el libro, una foto que hacía días que Celia no miraba porque no podía soportar ver los labios que, estampados tras ella, regalaban un beso que ya no le pertenecía. Ella sabía lo que sentía y aún así no podía evitar dudar que hacer respecto a Víctor porque él, podría hacerla feliz o al menos acercarse a ese estado idílico que todo el mundo anhela, darle una vida como la que parecía tener Aurora, sin preocupaciones ni problemas, sin tener que esconderse, pero Celia no era así. Ella no estaba dispuesta a ceder ante eso, ella no se conformaba, ella no estaba dispuesta a casarse con un hombre al que no amaba porque hacerlo con una mujer no estuviera permitido. Ella era una mujer luchadora, que a pesar de las consecuencias siempre se enfrentaba a todo con valor y aun estando segura de que si lo hiciera todo sería más simple, no se veía capaz de agachar la cabeza para dejarse arrastrar por la corriente de una ciudad abarrotada de personas que por ser quienes no eran, estaban destinadas a secarse.