domingo, 28 de febrero de 2016

Ni siquiera tu

Acoger a Lorenza en casa fue una gran idea.
Cuidar de ella le estaba devolviendo a Aurora la ilusión por salir de casa, por volver a ejercer esa profesión que adoraba, esa para la que había nacido y a la que sin embargo parecía haber renunciado por el miedo que tenía a dejarse ver o, peor aún, a que la vieran. Estaba feliz, feliz de sentirse útil de nuevo y Celia estaba tan orgullosa de ella, del gran paso que había dado al proponer dicha acogida, al escucharle decir que estaba dispuesta a buscar un empleo, que no creyó necesarias las gracias con las que Aurora parecía estar pidiéndole perdón por haberse perdido y las que, sin embargo, escuchó con cariño porque sabía que aquellas palabras más que para ella, Aurora las decía para sí misma, para despedir ese estado taciturno y temeroso en el que se había acostumbrado a vivir y del cual, al fin, parecía dispuesta a deshacerse. Fue tal la satisfacción que invadió a la enfermera que el delicado beso con el que Celia se despidió antes de irse a trabajar no le bastó. Con un movimiento rápido y cariñoso al que la profesora no pudo resistirse, sujetó su mano y dejó que la inercia las dejase de nuevo frente a frente sin más objetivo que regalarle el primer beso de una Aurora que, ahora sí, estaba decidida a ser feliz.


Celia salió de casa sonriendo, ansiosa por llegar a clase y al mismo tiempo con ganas de regresar para seguir disfrutando de la mujer que, al otro lado de la puerta, imaginaba el contoneo de su cintura descendiendo las escaleras mientras contenía con el dedo índice pegado a los labios la libido que aquella imagen y el sabor del beso que permanecía aun en ellos le hacía sentir. Tal fue el ensimismamiento con el que Aurora se quedó mirando aquella puerta, que no se dio cuenta que Lorenza ya se había despertado y que, tras la cortina que tantas veces le había servido de refugio, había observado la escena con tal desasosiego que volvió a tumbarse en la cama antes de que Aurora pudiera darse cuenta.


Decidida como estaba a ser ella de nuevo y tras comprobar que Lorenza dormía, cogió su abrigo, el pomo de la puerta y salió al rellano de aquella corrala que, gracias al valor con el que acababa de llenar sus pulmones y que se apoyaba en el que Celia le había ido prestando día a día, le pareció mucho menos peligroso de lo que creía recordar. Aquel patio estaba vacío, pero la calle estaba abarrotada de gente que iba y venía de un lado a otro, que pasaba a su lado y le rozaba, que le pedía paso cuando la carga que llevaban les impedía esquivarla con agilidad y que la miraba sin mirarla haciendo que se sintiera el centro de atención de un lugar en el que prestarle atención a alguien era lo menos importante. Paralizada sintió la necesidad de aflojar un poco la vuelta de su bufanda, tras hacerlo, apretó los puños y los guardó en los bolsillos de su abrigo junto a la desconfianza contra la que estaba luchando y que sintió vencer con aquel gesto. Cogió aire de nuevo y comenzó a andar calle abajo, sin rumbo y sin intención de preguntar, de momento, donde encontrar trabajo porque no podía dejar sola a Lorenza durante mucho tiempo así que, simplemente, paseó por su nueva vida mientras observaba la vida de los demás, un privilegio que hacía meses no se permitía y al cual supo, no volvería a renunciar.
Sonriente regresó a casa, pero esa sonrisa se desvaneció al abrir la puerta y ver a Lorenza preparada para marchar. No entendía lo que estaba ocurriendo y tampoco obtuvo respuesta al preguntarle a aquella niña que parecía haber visto al mismo demonio que era lo que estaba pasando, porque estaba huyendo o porque el brillo de sus ojos se había transformado en repulsión. Intentó acercarse para tranquilizarla y Lorenza se apartó como si fuese a contagiarle algo, como si la mujer que tenía delante le diera asco. Confesó que les había visto besarse y rogó que no la tocase, que no intentase retenerla ya que, en su ignorancia, Lorenza creía que la amabilidad de aquella mujer escondía esa intención contra la que ya había luchado más veces y es que, la ignorancia es tan atrevida que no se plantea la duda, que no valora el daño y que no deja ver más allá porque hace que en el mas allá no exista nada.
Lorenza salió de aquella casa sin preocuparse por el daño que sus acusaciones e insultos podían haber provocado y casi me atrevería a decir que se fue más asustada de lo que dejó a Aurora porque, aunque la enfermera comenzó a sentir que le faltaba el aliento y que los barrotes contra los que había luchado parecían estrecharse de nuevo, su miedo no era nuevo. Pero Lorenza, Lorenza nunca había recibido la ayuda de nadie y se vio de repente en medio de la calle sin saber a donde ir, con una presión en el vientre que apenas le permitía avanzar cinco pasos sin doblarla de dolor, huyendo de las únicas personas que conocían su problema, que, enfermas o no, le habían abierto sin preguntar las puertas de una casa en la que los paseos inquietos de Aurora se sucedieron hasta que Celia entró por la puerta.
--¿Qué te pasa Aurora? --preguntó cuando al entrar la encontró esperándola de pie frente a la puerta y con la mirada derrotada --¿Dónde está Lorenza?


La voz temblorosa de Aurora no consiguió articular palabra hasta que Celia, después de quitarse el abrigo y la bufanda a toda velocidad, le sujetó los hombros para tranquilizar los nervios que tenían su cuerpo entumecido. A medida que la enfermera iba explicándole lo ocurrido con Lorenza, Celia no pudo evitar recordar las palabras de Petra, los reproches de Miguel, la recomendación que Cristóbal les hizo a sus hermanas y que la llevó hasta la consulta del doctor Uribe. No pudo evitar sentir de nuevo en su espalda el cuero de la fusta o en sus manos el papel de las hojas de sus libros resquebrajándose. Le dolieron las sienes, la mandíbula y el cuerpo entero cuando el escalofrío que lo recorrió le recordó las descargas a las que había sido sometida y de pronto, cuando estaba a punto de dejarse llevar de nuevo al abismo del pánico, perdió su mirada en los ojos de Aurora y recordó el abrazo con el que aquella enfermera a la que no conocía de nada y que parecía comprender su miedo como nadie, volvió a meter dentro de su frágil cuerpo la vida que sentía escapársele. Con la fuerza de aquel abrazo se armó de valor, le temblaba la voz, pero estaba decidida a hacer que Aurora, que parecía verse ya traicionada, comprendiera que debía tranquilizarse porque Lorenza, al igual que ellas, tenía más que perder de lo que podía ganar contando su secreto. Se abrazaron buscando la calma, una calma que entre promesas pareció encontrar el hueco que alivió el latir acelerado de sus corazones, unos corazones que se paralizaron a la vez cuando alguien comenzó a golpear la puerta con ansia. Aurora imaginó tras ella a su marido y a su hermano, al cuerpo entero de policía que advertidos por Lorenza estaban dispuestos a detenerlas, pero Celia tenía que ser valiente, era como si sintiera que nada malo podía pasarles si se atrevía a abrir, como si al otro lado de aquella puerta fuera a encontrar la razón en la que había intentado hacer entrar a Aurora y casi así fue, era Lorenza, estaba de parto, asustada y desvalida como la niña que era, rogando una ayuda que ya tenía y de la que ni Celia ni Aurora se habían olvidado.


La noche fue larga, tanto que cuando salió el sol no fueron capaces de apreciar su luz, les había costado mucho conseguir que Lorenza mantuviera la consciencia después del primer desmayo, el parto no fue sencillo, el bebé venía de nalgas y de no ser por lo pequeño que era no hubieran podido hacerlo solas. Aurora estaba agotada, Celia satisfecha de ver lo que había sido capaz de hacer esa mujer que la miraba aun preocupada por la reacción de la joven que exhausta descansaba sobre su cama y optó por alabar su esfuerzo, por hacerle comprender que tanto ella como el pequeño le debían la vida y que siendo así, las probabilidades de que Lorenza las delatase, eran mínimas. Aliviada se llevó la mano al vientre y Celia sintió que aquel gesto escondía algo más que el cariño hacia el bebé que dentro no dejaba de crecer. Tenían que pensar que harían cuando naciera, que le contarían al mundo y de nuevo Celia, que parecía decidida a cargar sobre sus hombros con todos los contratiempos que fueran apareciendo en el camino, expresó la posibilidad de fingir una viudedad que les daría la excusa perfecta para explicar porqué dos mujeres, una de ellas con un bebé, vivían sin la protección de un hombre.


Lorenza, que hacía un rato había despertado, miraba al techo avergonzada. Perdida en su pintura desconchada intentaba reunir el valor para levantarse y presentarse ante las dos mujeres que desayunaban entre susurros y que, a pesar de sus insultos, habían vuelto a abrirle las puertas de su casa para salvarle la vida, a ella y a ese bebé al que aun no conocía y ante el que tampoco tenía muy claro como presentarse. No sin esfuerzo se levantó de la cama y salió de la habitación arrastrando los pies, no sabía lo que iba a encontrarse pero si hubiera tenido que apostar no hubiera apostado por las sonrisas con las que se topó, ni con la ternura, ni siquiera con el ofrecimiento de aquel agua que no quería y que se tomó sin rechistar como muestra del agradecimiento que sentía y para el que aún no había reunido el valor porque, estar agradecido es sencillo, pero por alguna extraña razón no lo es encontrar las palabras adecuadas para expresarlo y mucho menos dejar que salgan si entre ellas has de incluir un perdón que sientes no merecer.


El bebé era pequeño, tanto que la fragilidad de su piel hizo que Lorenza se viera reflejada en él. Ella también era una niña y sabía que no iba a ser capaz de cuidarlo como merecía pero Aurora frenó aquel pensamiento que no llevaba a nada bueno ofreciéndole algo que comer. Mientras, Celia, que respiró aliviada al comprobar que Lorenza parecía dispuesta a dejar que siguieran ayudándoles, se deshacía por dentro con cada sonrisa que Aurora regalaba a Lorenza sin saber que en realidad, si Aurora sonreía, era por ella.
Aquel ofrecimiento deshizo el nudo del perdón y aunque intentaron hacerle comprender que no era necesario, Lorenza insistió en disculparse. No había sido justa con ellas, no había sabido devolverles el favor y sabía que la única forma de hacerlo era guardar el secreto con el que les había demonizado y que, sin embargo, no escondía mas que el amor de dos ángeles que sin separarse de su cama habían velado por ella y su hijo durante toda la noche.
Prometió hacerlo, prometió que con ella su secreto estaba a salvo y dejando tras de sí un alivió mucho más intenso de lo que jamás hubiera imaginado, volvió a sentarse en la mesa para descansar aun sabiendo que la inquietud por el futuro de ese niño que rompió a llorar al dejar de sentir a su madre delante, no le dejaría hacerlo.


Acoger a Lorenza en casa fue una gran idea.
Celia y Aurora comprobaron que el miedo no tiene porqué ganar la batalla y ella, ella comprendió que el amor del que había oído hablar era real, que puede ofrecerlo cualquiera, que no siempre la gente espera algo a cambio, que no entiende de clase social, ni de edad y que puede aparecer en un solo segundo, por muy largo o doloroso que haya sido el camino, para aferrarse tan fuerte al corazón, que ya no importa nada más, ni siquiera tu, porque no sabía lo que iba a hacer con aquel niño, pero si tenía claro que fuera lo que fuese, sería lo mejor para él.


Adriana Marquina

jueves, 25 de febrero de 2016

No va a cambiar nunca

A pesar de que la idea de proponerle a Lorenza pasar el resto del embarazo en casa había sido de Aurora, esta no había dejado de moverse de un lado a otro de la casa desde que la pobre muchacha salió de allí con la sonrisa inocente de quien siente por primera vez la generosidad y la bondad humana.
Estaba nerviosa, Celia la observaba de reojo mientras fregaba los platos de la cena y sonreía ante el movimiento descontrolado del trapo que llevaba en la mano y con el que le atizaba a cualquier objeto que aguantase las constantes sacudidas. Ordenó los libros, colocó las sillas, la mesa, estiró bien la cama y limpió los cristales de todas las ventanas. Perfumó el baño y se aseguró de que en la cocina tuvieran todo lo necesario para ser tres a la mesa. Dobló la ropa y reorganizó el armario para dejarle sitio a la que Lorenza trajera consigo que, aunque supuso no sería demasiada, no iban a dejarla en una silla.
--Aurora --dijo Celia con cariño mientras le sujetaba la cintura por detrás para parar su frenético arrebato de maruja maniática y compulsiva -- ¿Quieres hacer el favor de parar? La casa esta perfecta, limpia y ordenada, más ya no puedes hacer, por mucho que insistas no vas a conseguir que lo viejo que la afea se convierta en nuevo.
--¡Ay! ya lo sé Celia --respondió recostándose sobre ella mientras dejaba que el cansancio se apoderase de su cuerpo --, es solo que estoy nerviosa. No sé si ha sido tan buena idea invitarla a que viva con nosotras, este piso es demasiado pequeño y...
--Ha sido una idea estupenda Aurora, no te preocupes --dijo mientras con sus manos guió el giro que dejó sus miradas frente a frente--. Lorenza estará bien aquí y así no tendrás que hacerlo todo tu sola, te recuerdo que también estás embarazada y te vendrá bien un poco de ayuda.
--Ya lo sé --repitió como si ella misma se estuviera resultando demasiado pesada --, es solo que tal vez no sea el mejor momento para tener a nadie aquí. Tú tienes mucho trabajo en la escuela y aún no has vuelto a ver a Elisa ¿Qué pasa si las cosas en tu casa no mejoran y necesita venirse aquí? Por mucho que queramos sería imposible acogerla.
--Eso no va a pasar --respondió Celia que al mirar a Aurora cayó en la cuenta de que esa frase salía de su boca con demasiada frecuencia --. En serio, Elisa va a estar bien ya lo verás. Hablé con Beatriz y me prometió que no iba a volver a aplicarle un castigo como el del otro día y a Luis no creo que le queden ganas de entrometerse en unas cuantas semanas. Además, --el tono cariñoso de Celia tenía a Aurora completamente embelesada -- está Francisca, ella sabe lo que ocurrió y no va a consentir que se repita.
--Tienes razón, lo siento es que...
--Ni es que ni nada --replicó dándole un beso fugaz --, vamos a sentarnos un rato, tienes que estar agotada.
--No te creas, creo que mis niveles de adrenalina están disparados, seguro que si me pongo, puedo darle otro repaso a la casa antes de dormir.


La mirada inquisitiva de Celia se apaciguó con la sonrisa de Aurora que no pudo evitar sacudirle el trapo en el culo para hacerle comprender que estaba bromeando.
--La verdad es que yo pensaba que íbamos a aburrirnos más.
--Celia, tienes cinco hermanas, quieras o no, aburrirse no es una opción.
--La verdad es que en eso, tengo que darte la razón, pero debo admitir que no pensé que las primeras en venir a visitarnos fueran a ser Blanca y Elisa. Hubiera apostado que sería Adela, o Francisca que sé que ella es muy de cotillear.
--Por lo que me has contado ninguna de las dos tiene mucho tiempo libre ¿no? Francisca está todo el día vigilada por Luis y Adela entre su embarazo y el Ambigú, no creo que pueda sacar mucho tiempo para venir a vernos, no vivimos precisamente cerca la verdad.
--¡Vaya! veo que por fin estás entrando en razón --el guiño de Celia le hizo comprender a Aurora que aquello no era un reproche si no más bien todo lo contrario --, me alegra ver que estás más tranquila.
--Sí, bueno, ver a Lorenza ayer tan asustada, tan consumida, me hizo darme cuenta que si sigo encerrándome en mí misma voy a terminar igual que ella y no quiero vivir así, no te lo mereces.
--No deberías hacerlo por mí, sino por ti, yo voy a quererte igual, sé quien eres y eso no va a cambiar.
--De momento.
--No va a cambiar nunca.


Aurora se levantó de su butaca y se acercó hasta la de Celia, le sujetó con cariño la cara y le dio un beso para después preguntarle si quería una manzanilla calentita antes de irse a acostar. Celia sonrió y asintió con la cabeza, en su rostro se había dibujado la inocencia de una niña a la que acaban de concederle un capricho sin necesidad de pedirlo y con esa sonrisa angelical y el brillo del amor en los ojos, se quedó mirando las gotas de lluvia que comenzaban a golpear el cristal de la ventana del salón.
--¡Por cierto! ¿te he contando que el otro día cuando te fuiste dejé la puerta abierta?
--¿Abierta? --preguntó Celia extrañada girándose hacía la cocina desde donde Aurora hablaba.
--Con abierta quiero decir sin echar la llave --aclaró mientras llenaba el cazo de agua.
--No me lo habías contado, pero ya lo sabía --respondió con ese tono que empleamos cuando nos sentimos orgullosos de alguien que no sabe que lo estamos.
--¿Ya lo sabías?
--Claro.
--¿Y cómo es eso posible? --preguntó sentándose en el reposabrazos de su butaca mientras esperaba a que el agua estuviera caliente.
--Pues porque en este edificio se escucha todo Aurora, me detuve al salir para comprobar que no me había dejado nada y oí cómo girabas la llave, me sentí un poco decepcionada porque pensé que no había servido de nada lo que habíamos hablado, pero cuando comencé a andar de nuevo, volví a escuchar la cerradura y me sentí tan orgullosa de ti que a punto estuve de darme la vuelta y entrar a darte un beso.
--¿Y por qué no lo hiciste?
--Bueno, creí que era un momento que tenías que disfrutar tu sola.


La sonrisa de Celia y el burbujeo del agua que había comenzado a hervir, hicieron que Aurora se levantase para terminar de preparar las infusiones, pero antes de ir a la cocina, volvió a besarla y le susurró un gracias que reforzó aún más esa fortaleza interna que ella misma sentía recomponerse día a día.
--¿Qué tal el juego de las galletas? --preguntó Aurora ya con las infusiones sobre la mesa.
--La verdad es que ha ido muy bien. En cuanto le he dado a Pedrito, que siempre es el primero en levantar la mano cuando hago una pregunta, su paquetito con las galletas, el resto de la clase ha levantado la mano entusiasmada. Son unos niños bastante aplicados la verdad.
--Eso es porque eres una gran maestra.


Las sonrisas de ambas, que se calentaban las manos con la taza a la vez que intentaban enfriar con pequeños soplidos la manzanilla que ardía dentro, se turnaban entre sus miradas y el cristal de la ventana que ya estaba completamente cubierto de gotas.
--Hace una noche espantosa --dijo Aurora envolviéndose en su toquilla.
--Ninguna noche puede ser espantosa si duermes a mí lado.
--Entonces deberíamos prepararnos para lo que se nos viene encima.
--¿Y tienes alguna idea?
--Bueno... digamos que sí.


Aurora dejó la taza sobre la mesa y cogió con cuidado la de Celia para hacer lo mismo con ella mientras con la otra mano le invitaba a levantarse. La guió hasta la habitación y entre besos y caricias comenzó a quitarle la ropa. Se desnudaron mutuamente, despacio, disfrutando de la piel que iba apareciendo ante sus ojos enamorados, besaron cada centímetro y se acostaron sobre aquella cama de la que no podrían disfrutar en algún tiempo pero sobre la cual se disponían a detener el que les quedaba. Bajo las sábanas, en ese mundo suyo en el que los miedos no tenían cabida alguna, sus manos se convirtieron en las manos de un escultor que con pasión da forma a aquello que ama. Los muelles del somier cedían ante el peso de sus cuerpos y el colchón, que ya iba conociéndolos, se amoldaba a los movimientos del baile al que los gemidos y las carcajadas impacientes ponían banda sonora. Celia ya había estado con Aurora en aquella cama, pero la pasión con la que la mano de la enfermera se perdió entre sus muslos le hizo comprender que algo en ella estaba cambiando, que volvía a sentirse a salvo, que las plumas que le abrigaban estaban secándose al calor de su ternura, de su comprensión. Que la mujer libre a la que conoció estaba saliendo de la prisión en la que ella misma se había encerrado y que volvía a saber lo que quería; en aquel momento, era su cuerpo, al que la presión justa de sus dedos complacía con las caricias que sus gemidos precisaban. Aurora estaba disfrutando del placer ajeno, de ese que te marca la espalda y te inunda los oídos con respiraciones entrecortadas, estaba disfrutando de su Celia entregada y a su vez de su propio resurgir, porque entre aquellas sábanas, el calor de la mirada de Celia, prendió de nuevo las brasas de la mujer fuerte y luchadora que Aurora nunca había dejado de ser.

Adriana Marquina

viernes, 19 de febrero de 2016

¿Será verdad?

Las escaleras que daban acceso al primero de los pisos de la corrala en la que acabábamos de entrar, crujían bajo nuestros pies haciendo imposible la cautela.
-- ¿Estás segura de que viven aquí?
-- Pues yo te diría que sí, pero no he venido a visitarlas todavía así que solo podremos salir de dudas llamando a la puerta ¿no crees?
-- Las vamos a asustar, ya sabes lo susceptible que está Aurora y seguramente ya estén durmiendo.
-- No te preocupes por eso, están despiertas. Siempre lo están para mí.


Marta me miró como si no supiera a lo que me estaba refiriendo pero no podía explicarle que mis visitas en realidad están dentro de sus sueños, así que llamé sin dudarlo a la puerta de aquella corrala en la que lo único que se escuchaba eran los maullidos de los gatos que en la noche la tomaban como suya.
La puerta no tardó en abrirse y a través de la pequeña rendija que Celia utilizó para asomarse, pude ver cómo Aurora se levantaba corriendo en dirección a la habitación.
-- Dile que no hace falta que se esconda. Soy yo.


Celia me invitó a pasar amablemente mientras me anunciaba ante una Aurora que salió de su escondite con el rostro aliviado de quien ha recuperado el aliento.
-- Ella es Marta --dije señalando a mi acompañante --, no tenéis por qué temer, es de confianza. Puedo aseguraros que está más nerviosa de lo que estabais vosotras la primera vez que os vine a ver.
-- ¿Por qué ha de estarlo?
-- Es un placer conoceros. No sabéis lo que esto significa para mí.
-- Ahora nos lo explicas --respondió Celia sonriendo mientras extendía la mano para recoger nuestros abrigos.
-- Sentaros tranquilas -- ofreció Aurora separando una de las sillas de la mesa en la que Celia daba clase -- ¿Queréis cenar algo? No tenemos mucho que ofrecer pero un poquito de embutido si que puedo ofreceros.
--Tranquila mujer, ya hemos cenado, de hecho hemos traído un vinito para celebrar como es debido los logros de Celia.
-- ¡Bueno, eso de logros es decir mucho!
-- No sea modesta. No sabe lo importante que es esto que está haciendo.
-- Marta ¿verdad?
-- Sí.
-- No me trates de usted, haces que me sienta muy mayor.


Su carcajada, la de Aurora que estaba cogiendo unos vasos de uno de los armarios de la cocina y la mía, hicieron que a la pobre Marta le subieran tanto los colores que tuvo que remangarse las mangas del jersey de lana que llevaba puesto.
--¿Qué es eso? --preguntó Celia sujetando con cuidado la mano de Marta --Es una mancha muy extraña. Nunca había visto una igual.
--No es una mancha --aclaré --, es un tatuaje.
--¿Un tatuaje? ¿Las mujeres pueden llevar tatuajes?
--Dentro de cien años será algo habitual.
--¿Y qué representa?
--Bueno, eso es algo que preferiría quedarme para mí si no la...si no te importa.


Celia y Aurora se miraron entre sorprendidas y asustadas, para nada ofendidas porque ambas sabían lo importante que es que cada uno pueda expresar o no lo que quiera, pero comenzaron a sonreír de nuevo cuando, tras servir el vino, un tinto de la Ribera del Duero cuyas uvas por aquel entonces no tenían ni siquiera parra en la que crecer, propusimos el brindis.
--¿Puedo empezar yo? --preguntó Aurora que no podía dejar de mirar a Celia a través del vaso que sujetaba como si lo de dentro fuese oro.
--Faltaría más --contestó Marta y al mirarla pude apreciar en el brillo de sus ojos azules, que estaba comenzando a deshacerse de la timidez que le caracteriza.
--Por ti Celia, porque con tesón y amor conseguirás que todos los niños del barrio reciban la educación de la que nunca debieron carecer. Vas a cambiarles la vida y quien sabe si esto por lo que has luchado hoy, no ayudará también a los niños del futuro.


Ante ese comentario, sentí cómo la mirada de mi acompañante se clavaba en mí. No abrió la boca, tampoco fue necesario que lo hiciera, estaba claro que intentaba preguntar sin preguntar si podía hablarles del futuro y a pesar de que yo nunca he sido muy partidaria de hacerlo, asentí. Celia y Aurora lo estaban arriesgando todo, cada una a su manera y,  sin embargo, tan unidas que al mirarlas parecían un solo ser y, al fin y al cabo, halagar y valorar el trabajo y el esfuerzo de una persona, viva en la época que viva o haya vivido, nunca puede ser malo.
-- Tened por seguro que sin mujeres como vosotras, el futuro en el que nosotras vivimos sería un lugar mucho peor en el que vivir. Allí la educación es obligatoria y a pesar de que todavía hay niños que no pueden acceder a ella, cada vez hay más personas intentando que eso cambie. Esas personas de las que te hablo, cuyo género ya apenas importa, tuvieron abuelos y estoy segura que siendo niños los escucharon hablar de maestras como tú sentados sobre sus ancianas rodillas, las mismas que tu ves hoy corriendo a toda velocidad escaleras abajo cuando la clase ha terminado.
--¿Y entonces por qué brindamos? --pregunté alzando la copa para ver si así Celia y Aurora salían de la perplejidad que se había apoderado de sus pestañeos.
--Pues por todo lo que hacéis para que yo pueda ser quien soy.
--Nosotras sólo intentamos ser felices y hacer felices a esos niños que no tienen sueños por los que luchar --respondió Celia intentando sacar un poco de peso del saco de responsabilidad que la visión de futuro parecía haberle puesto sobre los hombros.
--No te preocupes Celia --intervine --, ya te he dicho que Marta está un poco nerviosa por teneros delante, pero tiene razón en todo lo que ha dicho y sin embargo creo que más que agobiarte, debería tranquilizarte. Lo estás haciendo bien. Ambas lo estáis haciendo.


La mirada de Aurora se perdió dentro del vaso ante mi afirmación, fue como si un sentimiento de culpa repentino se apoderase de sus ojos cansados.
--¿Qué te pasa? --preguntó Celia posando su mano sobre la mano de Aurora que no pudo evitar apartarla a toda velocidad mientras le advertía con la mirada de la presencia de Marta.
--No te apures Aurora, Marta sabe vuestro secreto. En realidad ese secreto, al igual que el trabajo de Celia, está ayudando a cambiar la vida de muchas mujeres, vosotras no sois las únicas mujeres que aman a otra mujer. Somos cientos, miles, si miramos al mundo entero diría que somos millones y al igual que pasa con los niños y su educación, vuestro amor está ayudando a muchas de ellas a no tener miedo de decirlo, a no sentir vergüenza o culpabilidad a la hora de sentirlo.
--Yo también soy... Yo también amo a otra mujer y puedo aseguraros que vuestro amor me ha acercado a otras mujeres maravillosas.
--¿Te acuerdas de la carpeta marrón que te enseñó aquel policía cuando te detuvieron por la explosión del Ateneo? Muchas de las mujeres que viste en él, por no decir todas, también aman a otra mujer. Algunas de ellas ya han encontrado a quien amar, otras darían lo que fuera por encontrar un amor como el vuestro, pero lo tengan o no, están más que dispuestas a no dejar que os ocurra nada, incluso las que todavía dudan de sus sentimientos harían lo que fuera en caso de ser necesario.


Aurora se levantó de la mesa nerviosa y comenzó a andar en círculos con las manos en la cabeza. Celia se disculpó y se levantó para tranquilizarla pero a pesar de que intentaron que no escuchásemos la conversación, aquella casa era tan pequeña que fue inevitable.
--Aurora, no están diciendo nada malo. Al contrario, están diciendo que gracias a nosotras muchas otras mujeres podrán ser libres, podrán evitar esto que a ti y a mi nos está tocando vivir.
--Ya lo sé Celia y lo entiendo, pero demasiada gente sabe que estoy ocultándome aquí, me da miedo que Clemente me encuentre, que alguna vaya a contárselo y que venga a buscarme, que me separe de ti.
--Chicas, venid a sentaros por favor -- sugerí desde la mesa con la tranquilidad necesaria para que Aurora confiase sin miedo en mí --. Ya sabéis que mis visitas nunca son para haceros daño, sino para todo lo contrario.
--Se os oía hablar --aclaró Marta encogiendo los hombros mientras miraba alrededor dejando claro que la estancia no ayudaba a la discreción.
--Puede que vosotras no seáis todo lo libres que quisierais ser, que tú hayas tenido que huir de tú marido, al que te aseguro nadie, por lo menos no por la parte que nos toca, va a avisar y que tú Celia tengas que mentir a la mitad de tus hermanas, pero esto no será así toda la vida  y aunque tal vez pueda pareceros injusto, es necesario que vosotras viváis así vuestro amor para que nosotras, dentro de cien años, podamos vivir sin miedo el nuestro.
--¿Dentro de cien años a nadie le importará que una mujer ame a otra mujer? --preguntó Aurora con los ojos abiertos de par en par con la esperanza reflejada en ellos.
--Desgraciadamente aún hay quienes no lo entienden, pero porque nunca se han parado a pensar en que el amor es simplemente eso, amor o sencillamente porque no saben lo que es amar.
--¿Entonces de qué sirve Marta? --preguntó Celia buscando la complicidad de los miedos de Aurora que tampoco parecía entender muy bien de qué servía entonces lo que ellas estaban viviendo.
--Ahora os parece algo imposible, pero nosotras podemos votar, nos podemos casar, podemos tener hijos --Aurora no pudo evitar posar sus manos sobre su vientre ante ese comentario-- y sobre todo podemos ver historias como las vuestras que nos ayudan en la lucha contra los que todavía parecen vivir en vuestra época que, haberlos haylos pero seguro dejará de haberlos.
--¿Puedo preguntaros cómo es eso de que podéis ver historias como la nuestra? --preguntó Celia que no dejó que mi metedura de pata pasase desapercibida.
--Dejémoslo en que los cinematógrafos han avanzado una barbaridad.
--O sea, que veis nuestra historia, pero no nos veis a nosotras ¿no?




--¡Celia! Celia despierta ¡Celia!
Cuando los ruidos madrugadores de la corrala desvelaron a Aurora, Celia aún dormía profundamente. Haberse criado en una casa abarrotada siempre de gente había hecho que su sueño fuera inmune al escándalo, sin embargo, no tardó en abrir los ojos ante la insistencia y los zarandeos con los que Aurora la despertó.
--¿Qué pasa? --preguntó mirando a su alrededor esperando encontrar un intruso o incluso fuego en la casa.
--He tenido un sueño muy extraño. He soñado que venían a vernos desde el futuro porque al parecer en él...
--...estamos ayudando.
--Eso, es --dijo Aurora mirando perpleja a una Celia que también lo estaba.
--Yo también he soñado algo así.
--¿Cómo es posible?
--Bueno, los sueños, sueños son. No le des importancia.
--Parece mentira viniendo de ti que adoras crear historias fantásticas que pueden parecer locuras imposibles, que no le des a esto la importancia que tiene.
--¿Qué importancia? Hemos soñado algo parecido, puede que anoche hablásemos algo que nos ha condicionado a ello. Si hubiera sido un mal sueño me preocuparía, pero mi sensación es buenísima ¿la tuya?


Aurora se quedó callada, en el gesto que hizo con la boca y en su mirada, Celia pudo apreciar que estaba pensando la respuesta.
--La mía es maravillosa --respondió al fin.
--Pues eso es lo único que importa --dijo sonriendo, dando un saltito y poniéndose la bata que descansaba a los pies de la cama --¿Desayunamos?
--¿Será verdad? --preguntó Aurora aún recostada.
--No lo sé, pero si algo he aprendido desde que te conocí es que no hay nada imposible y que, cuando estás al borde de un precipicio, caer o no, a veces sólo depende de la mano que se te tiende. Yo me giré y vi la tuya y no seré yo quien con dudas se arriesgue a empujar la de quien al girarse vea la mía.
--¿Y si no tenemos la fuerza necesaria?
--Al menos nadie podrá decir, que no lo hemos intentado.


Adriana Marquina

miércoles, 17 de febrero de 2016

Un par de lecciones

Las obras de la escuela ni siquiera habían empezado cuando Celia se acercó a mirar y para colmo, cuando llegó a casa, ninguno de los niños que le había sido asignado para comenzar a dar clases en casa se había presentado. Aurora estaba limpiando e intentó apaciguar los demonios que estaban haciendo decaer a Celia. Le ofreció un desayuno calentito y la alentó a no perder la esperanza mientras volvió a colocar en el saco de las virtudes la vehemencia que Celia había arrojado al de los defectos.


Estaban a mitad de ese desayuno, mirándose como solo se pueden mirar las personas enamoradas, cuando unos pequeños golpecitos en la puerta anunciaron la llegada de tres de los niños a los que ya no esperaban y a los que sin embargo recibieron con la mejor de sus sonrisas. Aurora comenzó a recoger la mesa mientras Celia guardaba los gorros de los pequeños, pero la enfermera se dio cuenta de que los pobres no podían apartar la mirada de la lata de galletas y no pudo evitar ofrecerse a prepararles un buen desayuno. Ambas se habían dado cuenta de que estaban hambrientos y para alentarles a dejar de lado la vergüenza que parecían estar sintiendo, Celia se inventó un juego con las migas de aquellas galletas de las que probablemente ni eso quedase.


Celia decidió acompañar a los niños a sus casas y ellos, que habían comenzado sin saberlo a confiar en la nueva maestra, fueron contándole, sin ver en sus tareas problema alguno, que era lo que hacían durante el día. Cuando la escritora regresó, Aurora se dio cuenta enseguida de que algo le rondaba por la cabeza, pero estaba emocionada e intentó transmitirle que haberla visto tan dulce y entregada a sus alumnos no hacía más que evidenciar algo en lo que ella siempre había creído; que Celia, sería una gran maestra. A pesar de sus intentos, no pudo cambiarle la expresión, Celia estaba preocupada, pero al hacer alusión a las galletas que acababa de preparar para el día siguiente, esta bromeó sabiendo que Aurora estaba excusando en los niños la glotonería que últimamente estaba atacándola sin remedio, pero esa sonrisa fue una ilusión que desapareció de pronto y en su huida provocó que Celia se abrazase al vientre de Aurora, a ese vientre en el que se estaba gestando un bebé al que no pudo evitar imaginar y para el cual deseó, casi en una promesa, un mejor futuro que el de aquellos pobres chiquillos del barrio que no tenían más remedio que trabajar y trabajar para poder ayudar en sus mas que humildes casas. Ambas sabían que tenían que hacer algo y Aurora sonrió estando de acuerdo con la mirada iluminada de Celia que propuso antes incluso que las palabras con las que estaba a punto de explicarse. Estaba de acuerdo, pero la idea que había tenido no le pareció la más adecuada y sin embargo no pudo negarse porque, ni su corazón, ni su profesión, hubieran permitido que por su culpa, aquellos niños perdieran la oportunidad que Celia quería brindarles, además y aparte, le hubiera sido imposible hacerlo teniendo delante la sonrisa de esa maestra de la que estaba más que dispuesta a aprender un par de lecciones.


Cuando terminaron de cenar y de preparar la charla que Celia pretendía mantener con las madres de sus alumnos sobre lo importante que era que tuvieran una educación que pudiera sacarles algún día de la miseria en la que estaban sumidos, se metieron a la cama. Al ser la tercera noche que pasaban allí, el piso ya había comenzado a coger el calor que un hogar merece y decidieron leer un rato antes de apagar la luz.
--¿Quieres que apague la luz? --preguntó Celia cuando vio que Aurora cerraba su libro y se acurrucaba bajo las sábanas.
--Puedes seguir leyendo un rato si quieres, pero si la apagas, tampoco me importa.


Su tono pícaro y su sonrisa provocadora obtuvieron una respuesta inmediata. Celia apagó la luz y se disponía a acurrucarse junto a ella cuando cayó en la cuenta de que habían dejado encendida la pequeña lámpara del salón. Se levantó, cogió su bata y salió corriendo a pasitos cortos de la habitación que habían hecho algo más íntima con unas cortinitas que la separaban del resto de la casa. Cuando estuvo al otro lado, Aurora la detuvo.
--Que divertida te ves desde aquí.
--¿Y eso? --preguntó Celia al otro lado.
--Tu cuerpo entre la luz y las cortinas hace sombra y parece que estoy en el cinematógrafo. Me ha hecho gracia.
-- Pues voy a enseñarte algo, que jamás verás en uno.


Celia se quedó en silencio y volvió a acercarse a la cortina pero no apagó la luz, sencillamente comenzó a contonearse frente a ella, disfrutando de las risitas nerviosas que se escapaban de los labios de Aurora en cuanto conseguía dejar de mordérselos con deseo. Dejando que cayera por su espalda tan despacio que parecía que no iba a llegar a tocar el suelo nunca, se deshizo de la bata y Aurora, que a pesar de estar disfrutando sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo, no pudo evitar sugerirle que volviera a la cama que iba a quedarse helada. Celia ignoró el comentario y con los brazos cruzados sobre su vientre sujetó con sutileza el camisón que le cubría el cuerpo. Comenzó a subirlo poco a poco y tras la cortina, las piernas desnudas de aquella mujer que divertida jugaba con la tensión de la que observaba, comenzaron a dibujarse con exquisita perfección. Aquel ascenso vertiginoso, dejó al descubierto la cadera, después el vientre, el pecho y terminó acariciando la melena suelta que, al verse liberada de la tela del camisón, ondeo dulcemente para caer sobre el contorno de unos hombros perfectamente dibujados.
--¿Vas a venir ya o vas a seguir torturándome mucho rato?


Aquella pregunta no obtuvo respuesta verbal, pero la física también dejo a Aurora sin palabras. Desnuda, con el vello erizado y la piel entregada, atravesó aquella cortina que nadie sino ella podía haber estrenado mejor. Aurora estaba tapada hasta los hombros, apoyada sobre la almohada que había puesto en el cabecero para no clavarse la forja que lo decoraba, e intentaba contener esa sonrisa que anuncia que tu no te has quedado quieta pero que aún no quiere ser descubierta. Con ella retenida invitó a Celia a que subiera a la cama, pero antes de hacerlo, comenzó a tirar de la ropa de la cama para destapar a una Aurora que, resistiéndose sin demasiada gracia, fue tumbándose con cada tirón que Celia daba y que cuando estuvo tumbada del todo, cedió y soltó para que al fin pudiera deshacerse de ella sin problema. Para sorpresa de Celia, el cuerpo de Aurora fue apareciendo, tan desnudo como el suyo, bajo las sábanas y cuando estas llegaron a su cintura, comenzó a moverlo al ritmo de una melodía imaginaría, lento y sin embargo tan embriagador que Celia no pudo resistirse y sobre el que se deslizó melosa hasta que sus labios se unieron en un beso apasionado que liberó el deseo que ambas habían estado conteniendo.


La estampa era preciosa, ambas se miraban con esa mirada que ilumina, esa que calienta el cuerpo y mece el alma, que la ensalza y la venera, que le otorga la belleza pura a una piel que inevitablemente queda grabada más allá de la retina que la observa, pero, a pesar de ello, de lo que ambas disfrutaban viéndose desnudas, no pudieron evitar rescatar aquellas sábanas de las que Celia acababa de deshacerse. Las caricias frías de sus pies congelados así lo reclamaron y bajo ellas, en ese mundo al que solo los amantes pueden acceder, entrelazaron las piernas, se acariciaron las espaldas y en un susurro que pareció perderse dentro de Aurora, Celia le hizo comprender que; su casa, siempre estaría donde estuviera ella y que ella, siempre sería su casa.




Adriana Marquina

lunes, 15 de febrero de 2016

Nuestro hogar

La noche en aquel piso de Arganzuela pasó mucho más rápido de lo que Celia o Aurora hubieran deseado. Cuando se acostaron parecía todo lo contrario, el piso era pequeño y a través de las paredes se escuchaban los ruidos de todo el patio de vecinos. Las puertas parecían pesar mucho más de lo que pesaban y se cerraban provocando un estruendo al que suponían podrían acostumbrarse pero que por el momento les sobresaltaba sin remedio. A Celia, porque no estaba acostumbrada a tanto barullo nocturno, a Aurora, porque le daba la sensación de que alguien había entrado en casa.
El frío que se colaba por las ventanas tampoco ayudaba demasiado y a pesar de que habían encendido la lumbre para calentar la estancia, tuvieron que pasar un buen rato acurrucadas bajo las sábanas para coger el calor necesario para dormir. Hubieran hecho el amor sin dudarlo, pero el susurro confesor de quien se siente seguro se apoderó de sus gargantas y la oscuridad actuó como cómplice de unos ojos que sin verse se escuchaban. Ambas se mecieron con el calor de un cuerpo que, por muy vestido que pudiera estar, estaba completamente desnudo y se dejaron llevar al sueño profundo y repentino que da el cansancio. La mudanza había sido dura, llevar todo lo necesario a aquel piso para hacer de él un hogar en tan poco tiempo, las había dejado agotadas, pero de eso no se dieron cuenta hasta que el sol de la mañana comenzó a colarse por la ventana con la persiana rota que tendrían que arreglar de inmediato si no querían despertarse cada día cuando despertasen los gallos.
--El olor a café hace que esto parezca un hogar de verdad ¿a que sí?
--Es que esto, es un hogar de verdad Aurora. Nuestro hogar.
La enfermera no pudo evitar sonreír ante aquellas palabras y mirando a su alrededor olvidó que su leche manchada de café aún ardía aunque, quemarse la lengua, le sirvió para darse cuenta de que no estaba soñando, de que por fin habían conseguido burlar al mundo y que la afirmación de Celia era tan real como que por fin tenían un lugar en el que ser ellas mismas.


Después de desayunar, Celia preparó y repasó una y otra vez todo lo que necesitaba llevarse. Ella estaba nerviosa, pero Aurora parecía estarlo aún más. ¡Quien le hubiera dicho a Celia que tendría que ser ella quien calmase a Aurora alguna vez! pero la entendía y a pesar de lo reiterativo de sus miedos que, con el cariño que Celia le mostraba a cada sonrisa habían pasado ser solo dudas, volvió a tranquilizarla de nuevo. Le explicó de nuevo que todo lo que les rodeaba era real, que al fin podían estar juntas, que en la calle serían quienes debían ser pero que entre las paredes de esa humilde casa serían ellas, ellas y su mundo.
--No dejes que el miedo te ponga las cadenas que tú me enseñaste a romper.
Aurora se reconoció en esa frase y también supo reconocer, con esa pesadez que te invade cuando sabes que llevas tiempo sin ser capaz de avanzar al ritmo que quisieras, que Celia y su paciencia estaban sacándola de la cueva en la que se había metido. Dijo que lo intentaría, pero en la sonrisa y en el amor de Celia la palabra intentar ya no tenía cabida y le aseguró con una seguridad en la mirada por la que Aurora hubiera creído en elefantes voladores, que lo conseguiría. Y así, sonrientes y seguras, por lo menos en ese instante, se dieron el primer beso de despedida que en vez de causar tristeza, provocó alegría.


Cuando se sentó para continuar escribiendo a su hermano pensó que entre terminar la carta y organizar un poco las cajas el día se le pasaría pronto, pero para cuando terminó de comer ya había hecho, más o menos, todo lo que se había propuesto y decidió tumbarse un rato sobre la cama. Entre vuelta y vuelta mirando al techo, pensando en lo que tenía, en lo que había dejado atrás, en lo que había perdido aun antes de aquello, en como justificarían el embarazo cuando empezase a notarse, en que le diría a su familia si llegaban a descubrirla y mil posibilidades más, se quedó dormida. Tanto que ni siquiera escuchó la puerta cuando Celia regresó de la escuela.


La visión de Aurora sobre aquella cama, su cama, hizo que Celia se detuviera antes de acercarse a ella. El día no había ido como esperaba, la escuela estaba en un estado lamentable, las goteras lo habían inundado todo y sería imposible dar clase allí, pero nada de eso importó porque aquella estampa le lleno el cuerpo de esa paz que da el corazón tranquilo, ese corazón que al fin puede expandirse porque el sueño por el que permanecía en tensión se ha hecho realidad. Aurora estaba preciosa y se acercó para poder despertarla con las caricias que el cariño había preparado en sus manos, pero al acariciarle el cabello se dio cuenta de que la paz que parecía albergar su cuerpo no se correspondía con la de su mente y que una pesadilla estaba atacando a su amada. Quiso despertarla con cuidado, pero Aurora se asustó al sentir el pequeño zarandeo y reaccionó bruscamente, sin querer, pero asustando ligeramente a Celia que no pudo evitar preocuparse y preguntar que estaba siendo tan horrible como para hacerla reaccionar así. De nuevo el miedo, pero no el de siempre si no el que podría venir, el "y si" que atormenta sin piedad y que a pesar de haber salido de un sueño Aurora parecía estar palpando. Celia volvió a tranquilizarla y comprendió que si aquella pesadilla había alterado tanto a Aurora había sido porque la enfermera tenía miedo por ella, porque pudiera pasarle algo malo por su culpa y para que dejase de preocuparse la alentó a seguir con la carta que aún no había terminado y que descansaba visible sobre la mesa mientras ella preparaba algo para cenar.


Así lo hicieron, Aurora terminó de explicarle a Camilo que se encontraba bien, que era feliz y que sentía mucho lo que había hecho pero que no necesitaba que siguieran buscándola, mientras, Celia preparó un caldito caliente y una tortilla francesa. Huevos y algún hueso, era lo único que les había dado tiempo a comprar el día anterior, pero aquella humilde cena fue mejor que cualquier manjar que hubieran podido degustar por separado. Se miraban y sonreían, no les hacía falta hablar para que la una supiera que la otra estaba feliz y viceversa. Se amaban y lo sentían y con ese sentimiento comenzaron a divagar del como organizarían las clases, de que era lo que les iban a enseñar a aquellos niños que no solo irían a aprender si no que también ayudarían, porque Aurora no quería quedarse sola y Celia no quería salir de aquella casa.

viernes, 12 de febrero de 2016

Distintas formas de ver la vida

El rostro de Celia languidecía paso a paso. Volver a casa después de la conversación con Francisca no estaba resultando sencillo. Llevaba toda la semana intentando ahuyentar a los miedos que incansables le rondaban y aquella discusión no había ayudado en absoluto. Mentir a Camilo no fue sencillo. El hermano de Aurora parecía preocupado de verdad por el paradero de su hermana y a pesar de que Celia sabía que en su momento, él estuvo de acuerdo con la terapia por la que le hicieron pasar, no pudo evitar sentirse culpable. No le gustaba mentir, pero llevaba tanto tiempo pensando en lo que querían los demás que se había olvidado de cerrar las manos y, ahora que había conseguido atrapar sus deseos, estaba dispuesta a hacer lo que fuera por procurar que siguieran estando ahí. Supo, incluso antes de subir corriendo las escaleras por las que Aurora desapareció cuando sus miradas se cruzaron, que la visita de Camilo iba a traer largas conversaciones plagadas de dudas, pero, lo que no esperaba, era que Aurora se disculpase. Para Celia, aquella disculpa era innecesaria, pero la sintió tan sincera que esperó a que terminase para dejar hablar a sus temores. Aurora, se disculpaba porque temía estar obligándole a hacer algo que tal vez no quería hacer, sin darse cuenta de que Celia, lo hacía porque de verdad la quería. Aquella disculpa avivó las brasas de los miedos de la escritora, unas brasas que prendieron los de Aurora cuando esta intentaba apagarlos y sobre las cuales, al final, no tuvieron más remedio que lanzar un cubo de agua fría con la fuerza de un pasado que ninguna había olvidado y al que, sin embargo, ambas eran incapaces de regresar por mucho que su recuerdo les hiciera sonreír.

Todo había cambiado, todo menos el amor que se profesaban y eso a ella le bastaba. Le bastaba hasta que la visión de las maletas de la enfermera, preparadas para regresar a una vida que no le haría feliz pero que le daría la oportunidad de ser libre, volvió a apoderarse de ella. Sabía que el embarazo estaba jugando con Aurora, que lo mismo la elevaba hasta la nube más alta del cielo, que la llevaba hasta lo más profundo de la más profunda cueva y tuvo que sentarse en uno de los bancos del parque ante la duda de, si al regresar, ella seguiría estando en casa. Había pasado toda la noche reviviendo el momento en que llegó y la encontró decidida a marcharse, toda la noche luchando contra las lágrimas que perdidas se colaban en sus oídos impidiéndole escuchar la respiración de la enfermera que, atacada por su propio cuerpo había caído en un sueño profundo que Celia envidiaba y al que sin embargo era incapaz de rendirse. El miedo que sintió al pensar que, quizás al regresar, Aurora no estuviera, a que hubiera decidido romper su promesa de esperar unos días o peor, a que se hubiera encontrado en el pasillo con Francisca y esta la hubiera echado de casa, hizo que se levantase corriendo y volviera a emprender el rumbo hacía una casa a la que no sabía si quería entrar, porque no sabía lo que iba a encontrar dentro de ella, y a la que sin embargo no veía el momento de llegar, porque no soportaba seguir sin saberlo.

Con ese dilema guiando sus pies andaba, cuando, al llegar a la puerta, Bernardo apareció ante ella como si de un ángel de la guarda se tratase. Iba preocupado por los preparativos de la boda de Diana, aunque más que preocupado lo que estaba era asombrado y cuando buscó en Celia la complicidad que le confirmase que la directora de tejidos Silva había perdido el norte, cayó en la cuenta de que algo más importante le ocurría a esa otra Silva que se mostraba ante él como un alma en pena. Bernardo y Celia tenían una complicidad exquisita, una complicidad que era capaz de ir más allá de lo que se decían o de lo que veían a simple vista y las palabras de Celia, que fueron más una reflexión en voz alta que una contestación en sí, hicieron saltar las alarmas de Bernardo que no dudó en interesarse por ella. Celia se justificó, recurrir a la mudanza, a todo lo que suponía irse de casa y cambiar de vida, le estaba sirviendo con todo el mundo, pero él no era todo el mundo, él sabía que palabras utilizar para asomarse a un corazón que ansiaba recibir visita. Comenzó a hablar pero reconoció en la mirada de Celia el cansancio de quien tiene que volver a escuchar la misma retahíla y decidió, como buen abogado, cambiar de estrategia. La incitó a estar feliz por haber conseguido su sueño, a dejar de lado los comentarios disuasorios sobre el barrio al que la habían destinado y, viendo que eso tampoco funcionó, que la señorita se quedó a medio decir, dejó a un lado el estatus y le tendió su corazón, sus oídos y una mirada tan sincera que Celia no tuvo más remedio que contarle la verdad, una verdad que él intuyó incompleta, que intentó completar comprensivo, que a punto estuvo de hacerla gritar que su hermana Francisca era incapaz de entender que ella amaba a otra mujer y que nada ni nadie podría hacer que eso cambiase, que era incapaz de ponerse en su lugar, de compartir con ella la presión social de un amor prohibido, que justificaba la terapia inhumana por la que tuvo que pasar, que se empeñaba en decirla que su soledad le hacía confundir sus sentimientos y que intentaba defender sus argumentos con una preocupación que solo se preocupaba de ella misma. A punto estuvo de hacerlo, pero no era el lugar, ni el momento y a pesar de que estaba casi segura de que Bernardo lo entendería, prefirió no arriesgarse a estar equivocada y lo resumió en que ambas tenían distintas formas de ver la vida. Bernardo lo entendió e intencionadamente lo comparó con su amistad con Salvador, pero, antes de irse, le hizo saber que se iría mucho más tranquila si arreglaba esas diferencias con su hermana, unas diferencias que ella no le había explicado y a las que sin embargo él aludió con la mirada.

Mientras Celia dejaba el abrigo y bajaba a la cocina a beber un poco de agua que le aclarase la garganta y las ideas, Francisca entró sin querer en el baño cuando Aurora estaba recogiendo sus cosas. Quiso disculparse y salir de allí de inmediato. Encontrarse con ella después de la discusión con Celia le provocó un nerviosismo que tuvo que controlar ante la cordialidad de una Aurora que más que agradecida se sentía en deuda con ella y el resto de hermanas y que expresó con una sonrisa tan sincera, que no tuvo más remedio que quedarse. Ante la franqueza de la enfermera, Francisca solo pudo desearle una pronta reconciliación familiar, pero Aurora se vio en la obligación de hacerle ver que para que eso ocurriera, antes tenían que comprenderla y que era algo bastante improbable. Para cuando Celia llegó a la puerta del baño donde dedujo que estaría Aurora al no encontrarla en la habitación, las sonrisas habían desaparecido. Francisca acababa de confesar que conocía las intenciones de ambas de irse a vivir juntas a Arganzuela y la escritora decidió quedarse en silencio para escuchar la respuesta de su hermana ante la sentencia anticipada de una Aurora consumida por el miedo a la que se le quebró la voz al revivir un pasado que, para su sorpresa, no iba a repetirse. La cantante no negó su incomprensión hacia la relación de ambas e incluso admitió haberse sentido escandalizada, pero confesó haber estado pensando y se sinceró con aquella mujer con la que apenas había cruzado palabra para hacerle comprender que para ella, su hermana, era mucho más que eso, que era una amiga, su mejor amiga y que sabía que si no le había contado nada era porque temía su reacción. Desde la puerta, Celia escuchó como Francisca había llegado a una conclusión que le hubiera gustado escuchar mucho antes, unas palabras que explicaban algo que ella había intentado hacerle comprender en varias ocasiones, unas palabras que no iban dirigidas a ella y que, sin embargo, le llegaron tan dentro que dolieron, no por duras, porque no lo eran, sino por sinceras, porque en ese momento no comprendió como su hermana había tardado tanto tiempo en darse cuenta de que eso era precisamente lo que las estaba separando. Un dolor que desapareció casi de forma inmediata, que liberó el labio que el nerviosismo tenía prisionero para dejar que una sonrisa meciera la esperanza de que Francisca, su hermana, hubiera vuelto a ser esa amiga que creía haber perdido. Una amiga que es capaz de reconocer la derrota, de asumirla y de entregarle el mérito a quien lo merece, que se alegra por el bienestar de la persona a la que quiere aunque le duela admitir que nada a colaborado en él, bien por egoísmo, bien por miedo, bien por cabezonería o inmadurez, en cualquier caso, algo sin importancia siempre y cuando el sentimiento salga del corazón, y el de Francisca, salía del centro de su mismísima alma. Habló de Celia con tanto cariño que consiguió que Aurora se enamorase un poco más de ella, que sus ojos se llenasen de unas lágrimas que no cayeron pero en las que podía apreciarse el orgullo de estar frente a una persona capaz de haber aprendido a respetar algo que para ella era tan importante, de una persona capaz de quedarse sin palabras con solo imaginar que algo malo pudiera pasarle a su hermana, esa por cuya felicidad acababa de desprenderse de todos sus prejuicios.
En las miradas de ambas podía sentirse el alivio, el final de algo que estaba a punto de comenzar desde cero. Francisca, a pesar de que ya creía tener clara la respuesta, no pudo evitar preguntarle a Aurora si de verdad quería a su hermana y en la afirmación quebrada de su propia voz, la Aurora valiente que creía haberse perdido en sí misma para siempre, se encontró de nuevo en el orgullo de su sonrisa. Ninguna fue capaz de contener las lágrimas por más tiempo y Celia tampoco pudo permanecer al margen de aquella escena un solo segundo más, avanzó y se descubrió ante las dos mujeres que, sin saberlo, acababan de transformar su vida, en vida. Porque, en aquel frío cuarto de baño en el que acababan de abrirse el corazón, le devolvieron a Celia la esperanza que la niña asustada que hacia unos minutos había decidido quedarse a escuchar desde la puerta, le había prometido a la mujer que acababa de atravesarla.


Adriana Marquina

martes, 9 de febrero de 2016

Esto, vas a pagármelo

Cuando Aurora llamó al timbre de la casa Silva, todas las hermanas estaban ya al tanto de que pasaría allí un par de días. Celia le había contado a Diana cual era su situación y a pesar de que no estuvo muy de acuerdo con la decisión que la enfermera había tomado, la de no regresar a Cáceres con su marido, entendió lo difícil que debía resultar para ellas todo aquello y accedió a la petición de Celia. Con su ayuda sería mucho más fácil convencer al resto, aunque, en cuanto supieron que Aurora tenía problemas en casa --ninguna de las dos amplió más aquella información pues no fue necesario-- accedieron a que se quedase sin dudar. Todas sabían lo que era tener problemas con el cónyuge y ninguna estaba en labor de dar lecciones de moralidad.
Durante la cena, los temas de conversación fueron bastante variados y entretenidos, igual que los comensales que llenaron la mesa del salón y que casi provocan el infarto de Merceditas a medida que iban anunciando su llegada. Diana y Salvador, Francisca, Adela y Germán, Elisa, Blanca y Celia y Aurora. Hacía tiempo que no coincidían todas las hermanas y estaban tan a gusto que el momento de retirarse a las habitaciones se alargó más de lo normal. Cuando llegó, Aurora se ofreció a dormir en la cama de Rosalía, Celia le había contado que estaría fuera algún tiempo y la enfermera no quería que ninguna de las hermanas sospechase nada en absoluto, pero Diana insistió en que durmiera en la habitación de Celia y a Francisca le pareció lo más apropiado teniendo en cuenta que ella dormiría con Luis en la habitación en la que este descansaba.
--No, de verdad que no es necesario. A mi no me importa dormir abajo.
--De eso nada --replicó Adela --, yo soy la hermana mayor y no voy a permitirlo. Duermes con Celia y no hay más que hablar.
--Sí --añadió Blanca --, estarás mucho más cómoda y hace más calor.
Celia y Diana, que permanecieron calladas durante toda la conversación, hablaban sin hablar. Diana, con una mirada que hubiera amedrentado al más rudo caballero, le hizo saber a Celia que debía comportarse y Celia, cual dama indefensa e inocente, asintió haciéndole ver que tenía intención de hacerlo.

Una vez en la habitación y después de haber pasado ambas por el cuarto de baño para asearse y ponerse los camisones, Celia cogió la silla del tocador y la colocó detrás de la puerta, nunca se había dado el caso de que alguna de sus hermanas entrase en plena noche sin llamar o que Merceditas decidiera abrir para despertarla por la mañana, pero quiso asegurarse por si acaso aquella noche, alguien decidía hacer una excepción.
--¿Qué haces? --susurró Aurora sentada al borde de la cama de Francisca mientras colocaba las zapatillas al lado de la mesilla.
--Me aseguro de que nadie nos moleste --respondió Celia mientras de un saltito quedaba de rodillas a su lado con esa sonrisa irresistible que solo ella sabía poner.
--Ni lo sueñes Celia. Tus hermanas duermen en las habitaciones contiguas y...
Celia, calló aquella frase con la que Aurora solo hubiera conseguido ponerse más nerviosa, con un beso tierno y silencioso al que fue incapaz de resistirse.
--Celia pueden oírnos...
--Ya sé que pueden oírnos, pero... --comenzó a decir mientras se levantaba y rodeaba la cama para arrodillarse frente a Aurora -- ...estoy segura de que sabrás estar calladita.
--He dicho que no --contestó cuando los labios de Celia se separaron de los suyos --. Yo también tengo muchas ganas de hacer el amor contigo, pero no aquí. Es demasiado arriesgado.

Celia, resignada, se metió en su cama con el ceño fruncido. No estaba enfadada, quizá un poco molesta, pero comprendía a Aurora aunque, no pudo evitar romper a reír de repente.
--¿Dé que te ríes? --preguntó Aurora que ya estaba tumbada y tapada hasta los hombros.
--Me imaginaba la cara que pondrían mis hermanas si entrasen y nos vieran durmiendo juntas.
--Pues a mí más que risa, me provoca miedo.
--También, pero ¿te imaginas la de Adela? Con lo recatada que es ella seguro que se desmaya antes de decir uno de sus; ¡Por Dios!

La carcajada de Aurora ante aquella visión fue inevitable y para compensar el plantón que acababa de darle a Celia y tras apagar la luz de la mesilla, extendió el brazo hacía la cama de esta reclamando su mano. Celia hizo lo propio y con los dedos entrelazados se susurraron "Te quiero" y cerraron los ojos. Bueno, en realidad Aurora cerró los ojos mientras Celia esperaba atenta a que la respiración de la enfermera se escuchase calmada. Estaba acostumbrada a dormir acompañada y sabía distinguir perfectamente el duermevela del sueño profundo y, cuando consideró que Aurora estaba en esa primera fase en la que no estas dormido pero no puedes reaccionar ante nada, soltó su mano y se levantó despacio, con cuidado de no hacer ruido, de no tropezar con la mesilla y, sobre todo, de no sacarla de ese estado hasta que no se hubiera colado en su cama.

Cuando Aurora sintió que las sábanas se despegaban de su cuerpo y que un soplo de aire frío se colaba bajo ellas, se giró inconscientemente dándole la espalda a la escritora, gesto que esta agradeció y que aprovechó para acurrucarse sobre su espalda con cautela.
Con la yema de los dedos de su mano izquierda, la única que le quedaba libre ya que con la otra lo más que podía hacer era sujetarse la cabeza, comenzó a acariciarla. Empezó dibujando con ternura la marcada curva de su mandíbula, la cual, dormida se le notaba aún más que despierta pues apretaba los dientes de forma inconsciente. Sonrió ante aquel hecho que casi había olvidado y agradeció que la tenue luz que se colaba por la cortina de la puerta y que tantas noches había aliviado sus miedos infantiles, le dejase admirar tanta belleza. Cuando sus dedos rozaron el lóbulo de la oreja, lamentó no llegar para poder morderlo con dulzura así que, se conformó con besarle el hombro mientras rodeaba con cariño los dos lunares que indicaban el descenso hacía la clavícula. Una vez en ella y maldiciendo lo cerrado que era el camisón, no tuvo más remedio que cambiar de estrategia pero, cuando introdujo la mano por debajo de las sábanas, Aurora se la sujetó sobresaltándola ligeramente antes de poder si quiera llegar a la cintura.
--Eres mala --susurró con picardía mientras giró ligeramente la cara en dirección a Celia.
--Al parecer a tu sonrisa, no le importa demasiado.
--Ni a ella, ni a mí --respondió de nuevo en un susurro tras el cual no pudo evitar morderse ligeramente el labio inferior.
-- Entonces... ¿Sabrás estar calladita?
-- Lo juro --respondió liberando la mano de Celia a la que ayudó con el rebelde camisón que había decidido enredarse en sus piernas.

La tensión en el cuerpo de Aurora, que a pesar de estar más que dispuesta a dejarse llevar, era inevitable, desapareció por completo cuando la mano de Celia ocupó el lugar de la tela. Con largas e interminables caricias fue recorriendo de abajo arriba el muslo y cuando se topó con la costura de la ropa interior que le impedía deleitarse en la totalidad de su cuerpo, no tuvo más remedio que deshacerse de las sábanas, del edredón y la colcha. Se incorporó y dejó que toda la pesada ropa de la cama cayera al suelo e invitó, mientras ella se colocaba entre sus piernas, a que Aurora se tumbase bocarriba. Terminó de levantar el camisón y sujetó con cariño la cintura de algodón de las braguitas de Aurora. Con cuidado y tan despacio que la enfermera creyó morir, las deslizó por sus piernas mientras seguía el recorrido con los ojos. Fue tal la desesperación que provocó en la dueña, que olvidándose de donde se encontraban, se incorporó y se deshizo del camisón de Celia que quedó desnuda ante ella.
--Eres preciosa --susurró ante aquella imagen que le obligó a ponerse de rodillas para quedar a su altura, a extender los brazos y permitir así que Celia hiciera lo mismo que ella acababa de hacer.

Los camisones, las sábanas y la ropa interior, se convirtieron en uno solo y lamentaron estar en el suelo pues, lo que estaba a punto de suceder sobre aquella diminuta cama, era algo tan bonito, tan sincero y puro, que hubieran deseado haberse quedado para formar parte y permanecer en el recuerdo.

En Cáceres, en esas noches de insomnio en las que Celia se colaba en su cama y se acurrucaba a su lado desnuda, Aurora había tenido tiempo de estudiar cada uno de los lunares que cubrían el cuerpo que ahora tenía delante y, haciendo alarde de su buena memoria, comenzó a recorrerlos a besos. La primera línea que trazó, fue de hombro a hombro para después bajar al pecho que latía acelerado. Los pezones erizados esperaban ansiosos a la traviesa lengua que pasó de largo solo para hacer sufrir un poco más a su dueña que entrecortaba su respiración a cada centímetro que Aurora recorría. Sonriendo, como cuando sabes que estas haciendo algo tan bueno que es malo, volvió a subir y pasó por encima de ellos de nuevo, sin rozarlos, dejando que su respiración los calentase, sacando de quicio a Celia que no pudo evitar arañar ligeramente la espalda de Aurora que, entre sombras, se dibujaba bajo sus ojos entrecerrados.
--Vas a matarme.
--No tengo intención --respondió justo antes de regalarle a cada uno un mordisquito para después subir hasta los labios de Celia y callar los gemidos que pretendían escaparse con un beso.

Las manos, las de ambas, sujetaban con fuerza la cadera de la otra para mantener sus cuerpos unidos. En lo que se tarda en coger aire para seguir besando y en un movimiento tan rápido que Celia no tuvo tiempo de reaccionar, Aurora se levantó de la cama y se puso de pie tras ella. Beso a beso, recorriendo su espalda de lado a lado, sin dejarse un solo centímetro de piel, con una mano en el pecho de Celia y la otra en la cadera, fue guiando a Celia hasta el cabecero de la cama al que se amarró sin remedio para mantener el equilibrio que sus piernas parecían haber perdido. Ella se quedó de pie, bueno, a medias, porque dejó que su muslo izquierdo mantuviera separadas las piernas de Celia a la vez que le servía como apoyo.
--Prométeme que no vas a gritar --susurró mientras deslizaba su mano derecha cintura abajo.
--Te lo prometo --respondió Celia mientras buscaba la boca de Aurora con desesperación.

Los papeles se habían invertido, en realidad se habían equilibrado, porque, en aquel momento, el miedo no tenía cabida en aquella habitación en la que los gemidos mudos se abrieron paso ante las manos de aquellas dos mujeres que deseaban tanto y desde hacía tanto tiempo amarse, que se olvidaron de todo menos de estar en silencio.

La mano derecha de Aurora cubrió el pubis entregado de Celia, mientras que la de Celia buscaba como abrirse camino entre el nudo de piernas y brazos que la tenía prisionera para poder llegar al de Aurora que esperaba ansioso la solución a aquella maraña. Ambas lo consiguieron casi a la vez y, al ritmo de la cadera de Aurora que era la única que disponía de la libertad suficiente como para moverse, comenzaron un baile de caricias lentas al que sus labios se rindieron sin remedio. Un baile cada vez más rápido, más pasional, mucho más tórrido que ningún otro baile que hubieran bailado con anterioridad. Ya habían hecho el amor más veces, pero no hay sexo como el sexo del reencuentro con alguien a quien creías haber perdido. Tanto fue así, que las promesas de silencio se convirtieron en un sacrificio. Celia sacrificó su hombro y Aurora la parte superior de su brazo, pues cuando sintieron sus dedos prisioneros, cuando supieron que se acercaba el momento en el que la explosión de la tensión acumulada les haría gritar sin remedio, ambas decidieron utilizar la piel ajena como silenciador.

Rendidas, sudorosas y con la sensación de tener los dientes ajenos marcados en el cuerpo, se dejaron vencer, Celia sobre la cama de Francisca y Aurora sobre la de Celia que le quedó más a mano a la inercia de su cuerpo. Sus ojos se encontraron al cabo de un par de exhaustos minutos, brillaban con tanta fuerza que Celia no pudo evitar girarse para comprobar que la puerta seguía cerrada.
--¿Lo he hecho bien? --preguntó Aurora refiriéndose al silencio que había prometido.
--Lo has hecho estupendamente --respondió Celia sonriendo mientras bajaba de la cama y se arrodillaba frente a Aurora.
--Siento si te he hecho daño --susurró mientras buscaba con las yemas de sus dedos las marcas de sus dientes en el hombro derecho de Celia --, tengo la sensación de que he apretado mucho más fuerte que tu.
--Tranquila --dijo incorporándose ligeramente, empujando suavemente a Aurora que no tuvo más remedio que dejarse caer sobre la cama, dibujando con sus labios la ligera curva de su vientre, besando antes de morder los huesos aún marcados de su cadera entre los que se detuvo para mirar hacia arriba y ver como Aurora se cubría la cabeza con la almohada --Esto, vas a pagármelo con creces.

Adriana Marquina

sábado, 6 de febrero de 2016

Un beso suicida

El sol estaba a punto de esconderse y Celia no había terminado de prepararse. El concierto de Francisca empezaba en menos de media hora, pero había estado tan ocupada dándole ánimos a su hermana que empezó a prepararse cuando tendría que estar saliendo.
Solo le quedaba ponerse los guantes y coger el abrigo cuando Merceditas entró en la habitación para avisarle de que tenía una visita esperando abajo. No quería hacerla perder más tiempo, pero no pudo evitar distraerse halagando la hermosura de la escritora, no era muy habitual verla tan elegante y para cuando quiso anunciar que Aurora era quien esperaba, ésta ya se había tomado la licencia de subir.

Apareció por la puerta con el rostro descompuesto, con la mandíbula y los puños apretados, con la mirada firme de quien tiene muy claro lo que va a decir y el porqué, pero tuvo que contenerse ante la tranquilidad de Celia, esa tranquilidad que nace de quien ya no espera nada.

Merceditas, obedeciendo a la señorita que no titubeó un instante, cerró la puerta con cuidado y las dejó solas. Aurora sintió la necesidad de avanzar, de pasar por delante de Celia, de pasar sin mirarla, despreciando a cada paso a la mujer que la observaba con cautela, que intentaba adivinar a que se debía esa visita, que no pudo evitar el reproche de lo inoportuno del momento elegido porque ya estaba cansada de no tener nada que decir en toda esa historia. Aurora no podía mirarla, no porque no quisiera sino por todo lo contario y tuvo que coger fuerzas para girarse y enfrentarse cara a cara a ella, a su rostro angelical y a esos ojos profundos y sinceros que la miraban buscando algo que parecían no hallar, al cuello de esa señorita de alta cuna a la que odiaba porque en realidad no podía dejar de amarla.


De los labios de Aurora salieron estas palabras; he venido a decirte algo importante y Celia se entregó como quien se deja caer hacia el vacío de un abismo sin fondo en un sueño profundo. Se entregó dispuesta a soportar todo cuanto esa mujer tenía que decir sin saber, que Aurora, de tanto intentar mantenerse en pie sobre la fina línea que separa el amor del odio, había caído sobre la parte más difícil de gestionar.

La odiaba y se lo dijo y Celia no dio crédito pero Aurora la odiaba de verdad, tanto que su odio no era otra cosa que amor reprimido, tanto que entre reproches no pudo evitar dejar escapar la declaración de amor más firme que había hecho en su vida porque, cuando odias por amor, es porque amas sin remedio y Aurora no podía remediarlo. La odiaba. La odiaba por seguir aun en casa cuando llamó al timbre con la esperanza de no encontrarla, la odiaba por estar preciosa, por parecer una princesa cuando ella intentaba convertirla en sapo. La odiaba por todas las noches de insomnio en las que su cuerpo desnudo se acostaba a su lado sin piedad, por los besos que le robaba cuando conseguía cerrar los ojos y dormir, por tener que despertarse después sin ellos. Aurora sabía que eso era culpa suya, que si no se hubiera ido podría tener cada mañana esos labios que inmóviles esperaban su momento para poder hablar como desayuno, por que, esas cartas anunciaban que había llegado el momento de empezar a cumplir sueños y sin embargo ella ya había elegido crear pesadillas. La odiaba y se odiaba porque sabía, al igual que supo en sus respuestas anteriores que el contenido de sus palabras haría daño, que, si hubiera respondido como sentía, habría impedido que Celia pudiera olvidarla, pero, le pesaba tanto la necesidad de contestar a esas cartas que por más veces que había intentado romper seguía escondiendo, que para evitar condenarla a ese tormento, decidió buscar una excusa creíble con la que presentarse en Madrid y poder así ser tan cruel ante sus ojos que fuera ella quien definitivamente decidiera no seguir estando ahí. Pero Celia no lo hacía, Celia, simplemente parecía asumir y Aurora se vio en la necesidad de volver y destruirla y destrozada la dejó cuando salió de esa habitación en la que cuanto más sincera había querido ser, más había mentido.

La casa parecía haber oscurecido cuando Aurora salió de la habitación y sintió en el pecho mucho mas miedo del que hubiera creído poder soportar al encontrase de frente con su orgulloso reflejo en el espejo que descansaba en el rellano del primer tramo de escalera que acababa de descender y ante el cual no pudo evitar detenerse cuando sintió de nuevo las palabras de Celia en sus oídos; Yo tampoco te quiero volver a ver. Unas palabras que sonaron tan francas que no pudo evitar reírse de sí misma, de lo estúpida que estaba siendo, de la locura que acababa de cometer. Una locura que le hizo sentirse tan avergonzada y tan tonta que fue incapaz de no volver a subir a esa habitación en la que había pisoteado el amor verdadero.

Abrió la puerta despacio, con la expresión vacía de quien a pesar de haberlo dado todo en la batalla, ha perdido y dejó que de su debilidad escapasen las dos verdades que tenía prisioneras y que en sus ojos cansados se reflejase la luz de la pequeña sonrisa que se escapó de una Celia que al girarse esperando encontrar a Merceditas se topó con la Aurora a la que había estado buscando desde que recibió la primera carta, esa de la que seguía estando enamorada y a la que le perdonó en un segundo haber estado a punto de arruinarle la vida, porque, Celia, nunca había estado tan dispuesta a renunciar a algo por lo que ella hubiera seguido luchando como hasta ese momento y es que Celia, a pesar de parecer una niña alocada con mil pájaros en la cabeza, sabía mejor que nadie que para conseguir lo que uno quiere, no hay que rendirse jamás y que, de haberse rendido, no habría podido perdonárselo.

Tanto añoraban el sabor y la suavidad ajenos, la libertad que irónicamente las apresaba, los latidos de esos corazones que parecían salirse del pecho y que acelerados no podían ser sin el otro y la fortaleza de esas manos que detienen el tiempo, que recorren el cuerpo ansiado, que no hablan pero dicen tanto como los ojos cerrados en los que los sueños se suceden, que, se fundieron en un apasionado beso suicida que no era sino el comienzo de los que vendrían, de esos por los que estaban dispuestas a dar la vida, porque juntas, acababan de decidir que; para vivir muriendo, preferían morir amando.

Adriana Marquina

miércoles, 3 de febrero de 2016

Tuve que contenerme

– ¿Por qué me hacen esto?


– ¿El qué Celia? ¿Y lo más importante, quienes?

– No te hagas la tonta tú también por favor. Tú siempre has sido sincera conmigo.

– ¿Hablas de Aurora y de Camilo?

– ¿De quién si no?

-- No lo sé, podrías estar hablando de Martorell o de Elisa, en la cena parecía interesado en ti y el comentario de tu hermana ha sido de lo más desafortunado.

–¡Y que comentario de Elisa no lo es!

–Pues también tienes razón.

Cuando he entrado en la habitación de Celia para ver que tal estaba, esa ha sido nuestra primera conversación. Yo esperaba encontrarla dormida, vencida por las lágrimas que contuvo durante la cena y durante esa conversación con doña Rosalía en la que el ama de llaves, como buena madre, hizo que no sabía aun sabiéndolo todo, pero estaba despierta. Sentada frente a la ventana y a oscuras, contemplaba la hermosa luna llena que, no sin esfuerzo, había conseguido sortear los edificios madrileños para que Celia pudiera dejar sobre ella todo cuanto le atormentaba. Ni siquiera se giró para mirar quien osaba colarse en su habitación a esas horas tan intempestivas, sabía que era yo y noté como su cuerpo se relajaba ligeramente ante la oportunidad de desahogo que le concedía mi intromisión. Me senté detrás de ella, al borde de la cama. Su silla quedaba a escasos centímetros de mí y pude rozarle el pelo con las manos. No me miró, no hizo falta, ni siquiera cuando sonrió se giró para seguir hablando conmigo porque, esa sonrisa apenas duró un instante, el tiempo que tardó en comenzar a hablar de nuevo.

– No entiendo para que ha venido a Madrid. Si hubiera seguido sin responder a mis cartas al final me hubiera dado por vencida y lo de hoy… Lo de hoy si que me ha descuadrado completamente. ¿Sabes? Yo no creo en las casualidades, por lo menos no en una de este calibre. Aurora sabe perfectamente que suelo ir al Ambigú. ¿Por qué ha tenido que ir allí si no quiere verme? ¿Si no quiere saber nada de mí? ¿Si tan feliz está con su nueva vida?

–¿De verdad piensas que ella ha ido al Ambigú queriendo?

–¿Qué insinúas? – preguntó incorporándose ligeramente y poder así mirarme. Al parecer, mi pregunta, merecía su completa atención –¿Crees que ha sido su hermano quien ha insistido en que fueran allí?

El rostro de Celia, ante la posibilidad de que hubiera sido Camilo quien hubiera provocado el encuentro, se iluminó como si por su mente, de repente, todo cobrase sentido, aunque estaba claro que nada lo tenía.

–Yo no insinúo nada, pero Aurora no es una mala persona, lo sé yo y lo sabes tú. Sabes que nunca haría nada que te perjudicase…

Celia clavó sus ojos en los míos y sentí sus dudas. Creo que pensó que era lo que estaba haciendo allí si no me había enterado de nada de lo que había ocurrido y tuve que aclararle que, en mi humilde opinión, las palabras y los sentimientos de Aurora, era dos cosas completamente diferentes.

–¿Crees que me sigue queriendo? –preguntó entre confusa y esperanzada.

–¿Tú que crees?

–Creo que si me quisiera no me alejaría de ella del modo en que lo hace. Me hace daño y lo sabe, desde que ha llegado no ha dejado de tirar por tierra todo cuanto me enseñó, todo por lo que luchamos juntas, todo lo que pensaba que era y peor aún, todo lo que pensaba que era yo.

–Tú puedes seguir siendo sin ella.

–Lo sé, pero no quiero y no es de mí de quien estamos hablando.

–¿Por qué te enfadas conmigo? –pregunté con una doble intención que en el momento no entendió pero que no tardaría en descubrir.

–Porque estoy enfadada con ella y porque me haces pensar en cosas que no quiero pensar. Porque no entiendo a Aurora y no entiendo el mundo. Porque creo que me quiere pero no debe hacerlo y porque creo que su hermano ha provocado el encuentro a propósito aunque no entiendo con qué fin. Siento que la Aurora que llevo viendo dos días está encerrada en una vida de la que no sabe como salir y quisiera sacarla y no puedo hacerlo y…

Celia enmudeció de repente y volvió a sentarse de frente a la ventana, como si la luna hubiera llamado su atención y necesitase volver a centrarse en ella para soportar la conversación.

–¿Crees que Aurora me aleja de ella para protegerme?

–Creo que sí.

–¿Y entonces por qué insistió en venir a la capital para hacerse esa revisión de la que hablaba Camilo? ¿Por qué se presentó en mi casa?

–Celia, ya sabes que yo no puedo ser contigo lo clara que quisiera, pero hay muchas formas de pedir ayuda y tal vez, si Aurora decidió venir a verte, fue porque confía en ti más de lo que confía en ella misma.

–¿Y de qué se supone que me protege?

–No lo sé, eso deberías preguntárselo a ella.


Cuando Celia volvió a girarse, yo ya no estaba en la habitación. Me hubiera quedado toda la noche allí, pero Celia ya disponía, a mi parecer, de la información suficiente como para ir atando cabos y aunque más tarde volvería a verla, Aurora me reclamaba desde la habitación de invitados del piso de su hermano.

Cuando llegué, lloraba abrazada a una almohada que empapada ya no sabía que hacer para consolar a esa mujer que había perdido la fuerza que le caracterizaba, esa que marcaba su mandíbula cuando respiraba segura de sí misma.

Me senté a su lado y con cariño acaricié su espalda. Sentí en la tela de su camisón el calor que da la desesperación y le acerqué el vaso de agua que inmóvil descansaba sobre la mesilla. Se incorporó avergonzada y con la palma de su mano intentó deshacerse sin éxito de las lágrimas que descendían por su rostro, bordeaban su barbilla y se perdían por su cuello acongojado.

–Yo no quería ir, pero Camilo… – comenzó a justificarse entre hipos y aceleradas respiraciones.

–Camilo parece un hombre de costumbres y ya sabes que nadie le pone el café como se lo ponen en el Ambigú –dije intentado darle un poco de tregua a su tormento.

–Le dije que quería volver a casa, que estaba cansada, se lo dije y el insistió, como si supiera que Celia iba a estar allí, como si quisiera provocar ese encuentro.

–¿Por qué iba a querer hacer eso?

–Tu no le conoces, pero esa forma de llamarla, tan insistente y mal educada, eso no ha sido una casualidad, yo no creo en las casualidades y menos si mi hermano esta involucrado en ellas… ¿Qué me dices de como ha conseguido convencerla para que viniera a sentarse? Haciendo que se sintiera culpable del malestar que siento con mi embarazo, cada vez que lo pienso, me dan ganas de…

–Tranquilízate Aurora. Así no vas a conseguir nada…

–¡Van a vender la fábrica! ¿Tú sabes lo que eso debe suponer para ella? ¿Para sus hermanas? Bastantes problemas tiene ya como para tener que soportar mis desplantes y mis malas contestaciones…

– Y si piensas así ¿Por qué sigues haciéndolo?

–No tengo más remedio –dijo abrazando sus rodillas – ¿Crees que a mí me gusta hablarle así? ¿Restregarle mi embarazo? ¿Hablarle de los nombres que hemos elegido para el bebé que estoy esperando o de lo estupendo y maravilloso que es mi marido?

Su forma de formular aquella última pregunta me hizo comprender que ella nada había tenido que ver con la elección de aquellos nombres y debo reconocer que me alivió bastante porque, si la elección de Alfonsa hubiera surgido de Aurora, creo que me hubiera levantado de allí y lo habría dado todo por perdido.

Cuando no miraba me detuve en ella, era otra persona, bueno, en realidad era la de siempre intentando no ser y aunque se puede vivir así eso te mata cada día y supe, por experiencia, que Aurora estaba muriendo poco a poco. La rabia de su mirada había perdido contundencia, su desconsuelo y esa manera de medir sus palabras me hicieron comprender que todas las dudas que Celia tenía sobre la Aurora que había escrito las cartas, la que se había presentado en su casa y con la que había coincidido en el Ambigú, estaban completamente justificadas.

Tuve tentaciones de sacar de mi pluma un ramo de rosas. Un ramo atado con un lazo verde y dejarlo sobre la cama para que al sacar la cabeza de entre sus rodillas pudiera cubrirse los ojos con él y viajar asi hasta la habitación de Celia, pero tuve que contenerme y para resarcir mi culpa la rodeé con mis brazos y esperé a que se durmiera para meterme en sus sueños y guiarla hasta un camino en el que nadie pudiera decidir por ella, al que el miedo que parecía sentir no pudiera acceder, un camino en el que al final la esperaría la Celia valiente que dispuesta a todo se enfrentaría sin dudar al dragón del que no pude deshacerme y que las separaba. De mi mano se rindió a Morfeo y volví a casa Silva dispuesta a ataviar a Celia con la armadura irrompible que da el amor convencida de que solo ella podría derrotarlo, pero, decidida, había emprendido sola el camino y dormida frente a la luna, le gritaba a aquel dragón que se apartase de aquel camino que era suyo, porque la mujer que esperaba al otro lado era suya. Su cuerpo, su corazón y su razón, una razón parecida a la que yo he entregado por ellas y por este ejército que espera a los lados de ese camino dispuesto a curar cualquier herida que la batalla pueda provocar.

Adriana Marquina

lunes, 1 de febrero de 2016

Crítica de La Estupidez


AVISO:
No es paralelo Aurelia, pero si os gusta el teatro, el buen teatro y queréis conocer mi opinión sobre La Estupidez, no dudéis en seguir leyendo.



¿Y que digo yo de La Estupidez si nunca había oído hablar de Rafael Spregelburd?

Comenzaré diciendo que me senté en mi asiento, voy a ahorraros las vivencias previas por si la crítica, al igual que la obra, se presenta larga, aunque confió, que al igual que ella, sea completamente soportable, es más, espero que sea igual de agradable leerla como lo fue verla.

Segunda fila, casi rozando el escenario, delante; una puerta tras la que más tarde descubriría un baño al que mi imaginación asignó una bañera amarillenta y un inodoro que, demasiado cerca de la pared, me resultaba claustrofóbico. Una cama, sobre ella un espejo que me devolvía la imagen de la gente que atenta, o no, esperaba a que comenzase la obra, otra puerta, la de la entrada y tras la cual sin ver, pude ver un pasillo estrecho en el que el papel pintado se había ido desconchando con los años. Un minibar y un ventanal enorme tras el cual una barbacoa y una mesa esperaban solitarios a que el sol se pusiera por un horizonte desértico en el que, misteriosamente, no vimos un solo alacrán.

Un cartel luminoso e irónicamente roñoso, anunciaba que era lo que estaba viendo; la habitación de un Motel de esos en los que a las series americanas les encanta enviar a sus experimentados criminólogos porque siempre aparece un cadáver. Una habitación, en la que a lo largo de la obra nada cambia (miento pero luego lo explicaré) y sin embargo, todo es diferente dependiendo de quien o quienes, más bien dicho, estuvieran dentro de ella, pero esto, también lo descubriría más tarde.

Luces apagadas, silencio sepulcral, Toni Acosta y Javier Márquez, ambos en silencio como nosotros, permanecían atentos a las explicaciones de una cinta de casete que te presenta a dos estafadores con una labia y una imaginación tan desbordantes que tienes que creerlos aunque ni ellos mismos sepan que es lo que están diciendo, a escena. De fondo, tras la cortina y como si de verdad nadie los estuviera viendo, una pareja de policías representada por Fran Perea y Javi Coll, se disponen a esperar a que den las nueve para registrarse y poder darse una ducha, compartida, que se ve interrumpida por una insoportable mujer a la que da vida Ainhoa Santamaría y que, ofuscada en unos pensamientos sin filtro, besa la moqueta en una aparición estelar.

Durante la primera media hora, tres cuartos quizá, quien sabe, por mi cabeza solo pasaba una pregunta; ¿Cómo? Y es que, en medio de un imposible de cambios de vestuario y carreras en las que tuve que contener el aplauso repetidamente, fueron apareciendo uno a uno y de la mano de los cinco actores que han decido arriesgarse a interpretar semejante estupidez, parte de los veinticuatro personajes que me mantuvieron pegada a la butaca las dos horas que tardó en llegar el descanso. Dos horas, que si hubieran sido media, tampoco me habría sorprendido, porque, a pesar de que hay quienes dicen que la obra se hace pesada, hubiera esperado otras dos para salir a fumar y llegar a la conclusión de que, eso que estaba viendo, debía ser la famosa magia del teatro. Una magia en la que tuve que sumergirme sin remedio, en la que en realidad me obligaron a bucear, porque Perea, Acosta, Coll, Márquez y Santamaría, eran y dejaban de ser en un abrir y cerrar de ojos para ser de nuevo. Un cigarro que me permitió disfrutar, del mismo modo y con la misma magia o incluso más, de la segunda parte de aquella locura que me tenía perdida y a la que sin embargo no podía quitarle los ojos de encima y es que, fue curioso ver que da lo mismo ganar ciento cincuenta y un dólares a la ruleta divididos entre cinco por noche, quitando los decimales, eso sí, porque si no las cuentas no cuadran, que ganar dos millones, que veinte mil dividos entre cuatro. Tanto es así, que incluso daba lo mismo poder hacerse millonario, que estar arruinado. Sea como fuere, el caso es que si eres estúpido, lo eres dentro de tus posibilidades y sobre ese escenario, las probabilidades de serlo crecían a la misma velocidad con la que cambiaba de fondo ese espejo en el que se reflejaba al principio parte de una sociedad que se cree inteligente por estar viendo una obra titulada "La Estupidez" y con el que, obra de arte, tras obra de arte, nos van llevando de una habitación a otra con pasmosa habilidad.

Dicho esto, que puede ser tan acertado como desacertado e incluso tan estúpido como yo que puedo no haber entendido nada, solo me queda ponerme de nuevo en pie para aplaudir, de uno en uno y con franqueza al atrevido elenco que, lejos de amedrentarse o dejarse llevar por el cansancio del día a día, nos regaló una maravilla, digna de "no comprender".

Adriana Marquina