domingo, 20 de marzo de 2016

Impresiones de La Distancia

Esta tarde, en el trayecto que une Madrid con Burgos, en esos doscientos cuarenta kilómetros que separan la capital de mi casa o mi casa de la capital porque, para volver de alguna parte primero has de haber ido, no podía dejar de pensar en la distancia. Pero no hablo de la distancia en sí misma, esa que todos conocemos, sino que hablo de la distancia de rescate, una distancia en la que hasta anoche no me había parado a pensar, una distancia que, sobre el campo de hierba recién cortado, me presentó a Amanda, a Carla, a Nina y a David, los cuatro protagonistas de la maravillosa obra que Pablo Messiez ha dirigido, dirige y dirigirá, porque estoy segura de que viajará ahí donde se proponga, con un gusto tan exquisito que aún ahora, veinticuatro horas después de haberme sentado a verla, sigue endulzándome amargamente el paladar.

Cuando atravesé las puertas del teatro Galileo y vi la cantidad de gente que hacía cola para entrar a buscar la butaca que le correspondía, no sabía qué era lo que iba a encontrar dentro de la sala, ni tan siquiera encima del escenario. Nunca había oído hablar de La Distancia y mucho menos de su autora Samanta Schweblin, pero sí sabía que Luz Valdenebro y Estefanía de los Santos participaban en la versión escénica de su obra y por nada del mundo quisiera habérmelo perdido.

Siete y veinte de la tarde. Entregamos las entradas y accedemos a la sala. En ella, un campo verde sobre el que veo a cuatro personas que están sin estar, que se mueven de un lado hacia otro, que se arrodillan, se sientan, se detienen, que te miran pero que no te ven, a las que miras sabiendo quién son y a las que, sin embargo, no reconoces porque ya no son ellos. El asiento de un coche, una bolsa de playa, una silla de ruedas y una mesa con sus sillas esperando, como yo, a que las luces se apagasen. Y os preguntaréis ¿Qué pasó cuando se apagaron? ¿Y cuándo volvieron a encenderse? ¿Cuándo esos cuatro desconocidos se presentaron? Eso, deberíais descubrirlo vosotros mismos porque la única respuesta que yo puedo daros, es la que le he encontrado a una pregunta que me lleva rondando desde anoche y que ha aparecido mirando a través de la ventanilla de mi coche mientras le preguntaba al cielo si mi padre seguirá guardando, desde su nube, su distancia de rescate para conmigo; ¿Por qué no me levanté de mi asiento para aplaudir cuando terminó la función? Pues no me levanté por la sencilla razón de que no pude. No pude porque en los cinco minutos que dura la obra (cuando vayáis a verla entenderéis porqué digo esto), sentí cómo ese hilo que de repente se rompe me golpeaba el vientre, cómo le daba sentido y le quitaba peso a la vez, al sentimiento de culpa que me atormentaba desde que mi madre me llamó aquella mañana para decirme entre lágrimas y gritos que a mi padre... bueno, ese que me atormentaba desde que su cuerpo se fue y es que, un cuerpo no puede vivir sin alma, igual que dos almas no pueden vivir en el mismo cuerpo, me dejaba pegada a mi asiento. Sentí en mis puños apretados, en mis manos temblorosas, en los picores nerviosos que Nina y David me trasmitían, que atacaban a Amanda y que le devolvían la cordura a la locura de Carla, que llega un momento en el que se pierde el control sobre esa distancia de rescate y que, si queremos vivir, tenemos que asumir el riesgo porque, ni aún con ella controlada, podemos a veces evitar el desastre. Y aquella mañana, yo que estaba lejos no hubiera podido evitarlo, igual que no pudo evitarlo mi madre que leía a su lado. Aquella mañana, no podría haberlo evitado nadie, porque al igual que en La Distancia el peligro era invisible y nada se puede hacer contra algo que no puedes ver. Por eso no me levanté, porque no pude, porque sin hacerlo no podía parar de temblar y porque sin verme, no podía dejar de preguntarme quién me mira cuando me miro al espejo. Y en el retrovisor de mi Meriva, me he visto comprendiendo cosas que no comprendía, llorando alguna de esas lágrimas que todavía conforman el nudo que a veces me deja sin voz y pensando en qué escribir de una obra que a medida que pasaba pensaba que no iba conmigo y que, sin embargo, me llevó con ella hasta una parte de mí que ni yo misma conocía. Y por eso, sólo por eso, no voy a contaros nada habiéndolo contado todo, porque la distancia es de cada uno y no sería justo que me llevase la parte que os corresponde cuando esa parte se esconde en el maravilloso trabajo de María Morales, de Luz Valdenebro, de Estefanía de los Santos y de Fernando Delgado, cuando esa parte puede entregárosla de su mano Pablo Messiez, cuando esa parte, tiene una fecha de caducidad tan cercana, que os quedaréis sin conocerla si no controláis bien vuestra propia distancia de rescate.

Ahora, ya sin llorar, sólo puedo daros las gracias por el maravilloso trabajo que lleváis a cabo, por dejar que os lo agradeciera en persona, por compartir un cigarro conmigo, un abrazo y alguna carcajada que hizo que el resto de la noche pudiera recuperar el aliento que me robasteis mientras controlaba las ganas de descalzarme para bajar a preguntarle a David ¡Qué coño era lo importante!

Adriana Marquina

2 comentarios:

  1. Solo te incordio para decirte que se me han puesto los pelos de punta con tu comentario. Si siempre escribes bien, aquí derrochas sentimiento, dolor, ganas de gritar, quizá, aunque puedo estar confundida de dejar que parte de ese dolor y mazazo tras la llamada de tu madre y la dura ausencia de tu padre hizo que te identificaras tanto, que puede que te liberase.
    Nada mas que muchas gracias y un abrazo

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  2. Así como vos no pudiste levantarte a aplaudir al final de la obra, así es como me dejaron tus palabras sobre la impresión que ésta te causó. Espero con mas ansias y hasta cierto punto algo de temor por lo que pueda causar en mi, pero como bien decís-llega un momento en el que se pierde el control sobre esa distancia de rescate y que, si queremos vivir, tenemos que asumir el riesgo porque, ni aún con ella controlada, podemos a veces evitar el desastre- Muchas gracias un abrazo

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