domingo, 31 de julio de 2016

Los sueños de los demás

La Marina de la que tanto había hablado Aurora, esa que se mostró durante la cena y que hizo que Celia se plantease ya en serio si no había sido injusta con ella, desapareció en el preciso momento en el que ambas se quedaron solas en la habitación del hospital.

La culpable de que hubieran estado a punto de morir asfixiadas por el humo que se había ido acumulando en el pequeño piso de Arganzuela, no pudo seguir ocultando la frustración que haberlas visto ingresar a ambas con vida le había generado y confiando en que el medicamento que debía inyectarle a Celia actuase con la inmediatez esperada, cambió la sonrisa amable por la desapacible sonrisa de quien odia más allá de lo soportable.

Ignorando las preguntas de Celia cargó la jeringuilla y, excusándose en lo inútil que sería explicarle cual era el contenido de la misma, sujetó con fuerza el brazo de la maestra que agotada poco pudo hacer por evitar el pinchazo, la mirada impasible y amenazante de la enfermera y los efectos del medicamento que la dejaron inconsciente en apenas unos segundos.


Una tos seca salida directamente de sus pulmones la despertó de repente. Era una de esas toses que te contraen el pecho, que se quedan a media garganta impidiendo que el aire pueda entrar, que te presiona las sienes y hace que sientas por un momento que te estás ahogando, que no hay salida. La voz preocupada de Aurora preguntándole si estaba bien fue milagrosamente la puerta que la sacó de allí, la que le devolvió el aliento, la que hizo que sus pulmones funcionasen de nuevo con normalidad, la que consiguió que abriera los ojos.
-- Toma un poco de agua mi amor, creo que estabas teniendo una pesadilla.

No sin esfuerzo Celia se incorporó para poder beber del vaso de agua que Aurora le estaba ofreciendo y se lo devolvió cuando dentro de él ya no quedaba una sola gota.
-- Parece que no hubieras bebido en años. ¿Estás bien? --preguntó mientras dejaba el vaso sobre la mesita de noche.
--Sí. Sí, sí perdona si te he despertado --respondió algo aturdida --. Es solo que estaba soñando que...

Celia, de cuyo rostro se apoderó la duda, miró a su alrededor para asegurarse que lo que iba a contar no había sucedido de verdad pero tuvo que callarse al ver que no estaba en su habitación, al ver que no era su casa, que no era su cama, que el aroma de las flores que abarrotaban la estancia no conseguía encubrir el olor a hospital que lo inundaba todo.
-- ¿Qué ha pasado? ¿Qué hago aquí? Lo último que recuerdo es...

De nuevo Celia dudó de lo que iba a decir. Su último recuerdo era una acuarela pintada con la esperanza del beso que soñaban poder darse alguna vez a la luz del día solo que, al ir a acariciarlo, la imagen se difuminó sobre el lienzo de su memoria, como si el cuadro de la felicidad hubiese caído en el agua calma de una piscina de lágrimas.
-- Hemos tenido un accidente. Anoche nos dejamos el tiro de la cocina abierto y la casa se nos llenó de humo. Si no llega a ser por ti nos hubiéramos ahogado dentro pero no pienses en ello amor mío, estamos bien --susurró acariciándole el rostro --, lo único que importa es que estamos bien y ahora, debes dormirte y descansar porque si no lo haces voy a tener que volver a pincharte y te aseguro que esta vez multiplicaré la dosis indicada. No me tembló el pulso en su día y no lo hará contigo.

La voz calmada de Aurora dejó de serlo en cuanto su mano se separó de la mejilla de Celia. Dejó de serlo porque cuando al no sentirla abrió los ojos ya no era ella la que estaba sentada en la silla que había al borde de su cama. Dejó de serlo porque era Marina quien la observaba. Marina con su uniforme de enfermera. Marina mostrando una jeringuilla en la que se reflejaba la maldad de su sonrisa fría, de su mirada vacía, del alma corrompida por la venganza de algo que ni siquiera ella podía explicar. La misma Marina que se desvaneció en el aire dejando tras de sí el eco de una carcajada endemoniada que la arrastró hacia un abismo en el que no pudo evitar caer.
-- Toma un poco de agua mi amor, creo que estabas teniendo una pesadilla.
-- ¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado? --preguntó de nuevo desde el fondo del deja vû en el que acababa de despertarse -- ¿Por qué estamos rodeadas de ramos de flores?
-- ¡Y de cartas! -- añadió señalando a la cómoda de al lado de la puerta -- Hemos tenido un accidente. Anoche nos dejamos el tiro de la cocina abierto y la casa se nos llenó de humo. Si no llega a ser por ti nos hubiéramos ahogado dentro pero no pienses en ello amor mío, estamos bien --susurró acariciándole el rostro --, lo único que importa es que estamos bien y ahora, para que puedas descansar tranquila, te diré que no tengo ni idea de donde han salido ni las flores, ni las cartas --dijo mirando a su alrededor con los hombros levantados y una sonrisa incrédula en la boca que se le contagió a Celia sin remedio.
-- Alguien las habrá traído ¿no?
-- Eso es lo más extraño. Anoche, cuando te dormiste, le pregunté a Marina si podía quedarme aquí contigo y aunque no es habitual me dejó hacerlo. El caso es que me senté aquí para poder apoyar la cabeza en tu colchón y debí quedarme profundamente dormida porque cuando me has despertado con tu tos, ya estaban aquí.
-- No quería despertarte.
-- No te preocupes, tú no tienes la culpa.
-- ¿Y has mirado de quien son? --preguntó Celia antes de beberse de un solo trago el vaso de agua que sostenía Aurora y del cual no se había olvidado.
-- No me ha dado tiempo ¿Quieres que lo haga?

La respuesta afirmativa de Celia hizo que Aurora se levantase de la silla sin dudarlo. Uno a uno, fue recogiendo de los ramos los sobres correspondientes. Todos tenían uno, pero no todos eran iguales. Los colores, los tamaños y las formas eran diferentes, igual que las flores que los formaban. Cuando terminó de recogerlos todos, volvió a la silla, los colocó sobre sus rodillas y fue leyéndole a Celia el contenido de cada una de las tarjetas.
--Sois dos de las mujeres más valientes que he tenido el placer de conocer. Si no hubierais aparecido yo seguiría escondida. Juntas seréis capaces de superar cualquier obstáculo. Gracias por enseñarme que amar nunca puede ser malo. Vuestros besos me hacen más libre. Ésta preciosa historia no podía acabar así. Sois el ejemplo de muchas. Ahora sé que se puede soñar estando despierta. Vuestro amor es pura poesía...

Los mensajes fueron sucediéndose uno tras otro durante al menos diez minutos más. Aurora los leía con la misma incredulidad con la que Celia escuchaba. Ninguna entendía nada y, sin embargo, ninguna podía dejar de sonreír porque todas las palabras que guardaban eran palabras de aliento, de admiración o de agradecimiento.
-- Pero... --comenzó a decir Celia mientras recogía y miraba los sobres que Aurora ya había dejado sobre la cama -- ¿Has visto de dónde vienen? -- Aurora negó con la cabeza -- ¡Esto tiene que ser una broma! Mira, éste lo han enviado desde Galicia, éste otro de Valencia, de Madrid, de Portugal, de Barcelona, de Málaga, de Cádiz, de Valladolid, de Asturias, del País Vasco. Estos de aquí son de México, los hay de Argentina, de Colombia, de Costa Rica. ¡Aurora! --dijo sosteniendo en su mano uno de ellos con los ojos tan abiertos como platos -- éste lo han enviado desde Bosnia. De Córdoba, de Jaén, de Brasil, de Canarias, de Mallorca, de Puerto Rico, de Alemania, de Chile, de Los Ángeles, de Miami, de Tenerife, de Noruega, de la República Dominicana, de Sevilla, de Extremadura... Hay uno de casi todas las ciudades de España, de países a los que me encantaría poder viajar e incluso de países que no soy capaz de imaginar...
--A veces el único modo de hacer lo que se desea es colarse en los sueños de los demás -- susurré desde la puerta para no asustar a ninguna de las dos.
--¿Has sido tú quien los ha traído hasta aquí? --preguntó Celia al verme mientras Aurora me invitaba a pasar con la mano.
-- No podía dejarte en esa horrible pesadilla y he pensado que tal vez os ayudaría saber que a pesar de todo lo que ha pasado en estos meses, seguís estando acompañadas.
--Sí, la verdad es que desde que volví pocas cosas están saliendo bien, menos mal que al menos hemos encontrado a alguien que quiere ayudarnos, que nos comprende y que se preocupa por nosotras.
-- Hablas de...
-- Sí cariño, de Marina ¿De quien iba a hablar si no?

Antes de que Celia pudiera reaccionar a la mención de aquel nombre que sin saber bien porqué la inquietó de nuevo e hizo que se sintiera incómoda, me llevé las flores, las cartas y los sobres. Me llevé mis ganas de decirles que Marina no era trigo limpio, que había sido ella quien había intentado asesinarlas, que esperando a Adela había matado a Germán y que viéndose descubierta por Carolina había acabado también con su vida. Me llevé las ganas de decirle a Aurora que iba a hacerle daño, que la normalidad con la que había aceptado su relación era interesada, que toda la empatía era una máscara, que las sonrisas eran de odio, que aquella mujer no hacia nada a cambio de nada y que viendo que había fracasado, más tarde o más temprano le pondría precio a su ayuda, a su amistad y a su silencio. Me lo llevé todo y las dejé solas de nuevo, con la tos de Celia despertando a una Aurora que desde su cama soñaba que le ofrecía un vaso de agua para calmarla, con el aroma de unas flores que no recordarían pero que en esa ocasión sí se llevaron el pegajoso olor a hospital y el intenso olor a humo. Me lo llevé todo y las dejé durmiendo juntas aun estando separadas; con el pelo suelto y la esperanza de la libertad cosida al blanco de unos camisones que podían haber caído pero que prefirieron dejar abrazados bajo la tenue luz de aquella habitación que después no supo cómo protegerlas.


Adriana Marquina



martes, 26 de julio de 2016

Las cosas que no se dirían

Cuando Adela regresó de la tienda, Aurora ya lo tenía todo preparado para marcharse. Las ansias por volver a Arganzuela con Celia habían hecho que los minutos del reloj se hicieran eternos y no quiso perder un solo segundo. El viaje hasta casa no era precisamente corto y de haberse entretenido tan solo un par de minutos, hubiera tenido que esperar otra media hora hasta poder coger el siguiente tranvía.

Las pocas farolas que alumbraban aquel humilde barrio, acompañaron los pasos de la enfermera hasta la puerta de la corrala, una vez dentro, subió las escaleras de dos en dos y por no perder más tiempo llamó a la puerta confiando en que Celia estuviera esperándola y deseando que no tardase en abrir. Durante el trayecto había decidido que no mencionaría el nombre de Marina bajo ningún concepto. Estaba casi segura de que Celia tampoco querría hablar del tema y puesto que de nada iba a servir contarle que Marina había ido a visitarla apesadumbrada por el recuerdo de Doña Dolores que le había provocado una de las pacientes, decidió que lo obviaría. Además, de querer explicarle algo no sería eso precisamente. Se moría de ganas por contarle a Celia la sensación de libertad que le envolvía el alma después de haber vencido al "no" que luchaba con furia contra el "sí" cuando sintió que podría confiarle a Marina su secreto. Ansiaba poder compartir con ella ese momento en el que le sudaban las manos, le temblaba la voz, en el que sin quererlo se vio delante de las rejas de una prisión sin poder distinguir si estaba dentro o fuera. Quería preguntarle si siempre era tan difícil confiar en alguien, si cuando ella lo había hecho había sentido que se ahogaba, si cuando lo habían comprendido también había necesitado hablar sin parar para evitar llorar como una niña. Necesitaba saber si a pesar de todo Celia se sentía orgullosa de su valentía y, sin embargo, supo que sería mejor no hacerlo, no de momento porque aquel debía ser el de ambas.

No se equivocaba, la puerta se abrió casi de inmediato y, al contrario de lo que le había ocurrido a la maestra la mañana anterior, en aquella ocasión sí fue la enorme sonrisa de Aurora la que apareció al otro lado. Ella también había estado pensando y sin saberlo había llegado a la misma conclusión que Aurora. Evitaría mencionar a Marina, ya le había contado que había ido a visitarla, que en sus palabras había sentido que quizá estuviera equivocada, que después de todo tal vez fuese verdad que las rencillas que tenía con su hermana le estuvieran nublando el juicio. Pensó que no tendría sentido remover las dudas que le había generado la anterior visita de la enfermera. Era obvio que Aurora le estaba contando demasiadas cosas, pero eso es lo que hacen las amigas y aunque Celia no llegaba a comprender por qué Marina había sentido la necesidad de informarle que estaba al tanto de ellas, que no alcanzaba a entender por qué hacía tantas preguntas o por qué se había empeñado en hacerle creer a Aurora que la odiaba cuando lo único que le ocurría era que no se fiaba de ella, sería mejor dejarlo para otro día o guardarlo junto al chantaje que la señora de Loygorri se había llevado a la tumba y del cual, por cuestión de prioridades, tampoco la había hecho participe.

La puerta se abrió de inmediato y ambas se miraron sabiendo las cosas que no se dirían y aunque podrían haber hablado del escarceo que Elisa estaba teniendo con Carlos, de la buena relación que Aurora y Adela estaban empezando a tener, de las sospechas del inspector Velasco que apuntaban a que la autora de la muerte de Carolina había sido una mujer, de lo absurdo que resultó que Francisca hubiera dejado que la Tía Adolfina acusase a la enfermera de haberle robado el dinero cuando había sido ella la que se había aprovechado de la enfermedad de la mujer o de lo bonita que era la pequeña Eugenia, no hablaron de nada.

Aurora cerró la puerta con el pie para poder abrazarse al abrazo que Celia le estaba ofreciendo y cuando el calor de aquel cuerpo que tanto había echado de menos calentó el suyo, la miró a los ojos sin decir nada mientras con ellos se lo decía todo. Se pidieron perdón de nuevo en el silencio de aquella casa que añoraba sus besos, que añoraba tenerlas para ella sola, que en ningún momento había dudado de aquella reconciliación que entre besos y caricias las llevó a ambas a la cama en la que Celia apenas había podido dormir y en la que Aurora deseaba poder volver a hacerlo. Entre las sábanas encontraron el amor que el insomnio les había arrebatado, los suspiros con los que habían llenado el baúl de los recuerdos que utilizamos cuando el miedo asedia a la razón, a la esperanza, a la cordura. Con ellas enredadas entre las piernas se rieron a carcajadas sin más motivo que la felicidad que da comprobar que el amor puro puede con todo y el suyo lo era, tenía que serlo, porque solo el amor verdadero es capaz de vencer los obstáculos de la caprichosa vida una y otra vez y, habiendo vencido lo vencido, Marina, la culpable de sus últimas discusiones e irónicamente la responsable de esa reconciliación que no había hecho nada más que empezar, apenas suponía un canto en el camino de las suyas.

Adriana Marquina

domingo, 17 de julio de 2016

Ojalá

Marina. Ese era el nombre que llevaba días quitándole el sueño a Celia. El secuestro de Eugenia, el intento de asesinato de Elisa, la detención de Luis, el enfado de Francisca y la muerte de Carolina, no habían hecho de la semana una de las mejores pero, una vez solucionado lo primero, superado lo segundo y asumido lo demás, la amistad de Aurora con Marina estaba llevándose la palma.

Marina se había ganado a pulso la desconfianza de la maestra. Desde que Cristóbal decidiera dejarla por su hermana Blanca, aquella mujer había demostrado una y otra vez que lo que les ocurriera a cualquiera de ellas, le traía sin cuidado. Su alianza con Dolores para tirar por tierra la reputación de las Silva fue de sobra conocida y aunque aquello no había salido como esperaba, no desistió. La enfermedad de Blanca dejó clara que su falta de compasión no tenía límites, le dio igual que se debatiera entre la vida y la muerte, y tampoco demostró tenerla cuando Germán agonizaba de dolor. Aurora sabía todo aquello, o al menos la gran mayoría de las cosas pero, además de la maldad, Marina también poseía el don de la inteligencia y en cuanto reconoció a la mujer que sonriente se disculpaba por haberla asustado, supo que sería ella quien volvería a abrirle las puertas a la vida de las hermanas. Sin dudarlo, cambió su ceño fruncido por el amable rostro vocacional de una enfermera entregada a cualquiera que necesitase su ayuda y, casualmente, Aurora la necesitaba pero, a pesar de sus esfuerzos, Cristóbal no pudo contratarla. Acababan de reformar el ala de oncología y no disponían de presupuesto suficiente para disponer de mas personal. Celia lo lamentó por la buena reputación que le hubiera dado a Aurora trabajar con él, Aurora por lo a gusto que se sentía cerca de la gente que trabajaba en aquel hospital y mientras ambas discutían aquel último motivo que sorprendió a Celia porque en “la gente” también estaba incluida Marina, ésta se frotaba las manos pensando en lo beneficioso que sería para ella ofrecerle un poco de interesada ayuda a la mujer que compartía piso con la única hermana que de verdad le interesaba en aquellos momentos pero claro, aquel detalle, se les escapaba a las habitantes del pequeño piso de Arganzuela.

La alegría que sintió Celia al ver que a pesar de todo lo que había vivido en los últimos meses Aurora no había perdido las ganas de volver a trabajar, se fue convirtiendo en un calvario a medida que veía cómo ambas enfermeras estrechaban lazos. Si Celia hubiera sabido que en vez de con el doctor Loygorri Aurora iba a encontrarse con aquella irreconocible Marina de la que no hacía más que oír hablar, nunca la hubiera animado a acercarse hasta el hospital a preguntar si por casualidad necesitaban alguna enfermera, pero no se le pasó por la cabeza que la dulce Marina existiera y, para su desgracia, fue con ella con quien Aurora se topó aquella mañana. La simple idea de imaginarlas sentadas en la terraza de un café le generaba una tensión difícil de disimular. Difícil porque algo dentro de ella le decía que aquella mujer no estaba siendo amable porque sí. Blanca le había contado muchas cosas y sabía que era muy capaz de mostrar la cara de una moneda incluso teniendo en la mano la cruz y el simple hecho de pensar en que pudiera estar jugando con los sentimientos de Aurora la bloqueaba hasta el punto de no saber cómo expresar el miedo que sentía a que pudiera hacerle daño a ella también. Pensar en ello y ver a Aurora tan entusiasmada con esa nueva amistad la estaba carcomiendo.

Sentía que dijera lo que dijese Aurora iba a defenderla, a justificarla, que iba a ponerse de su lado porque sí; tenía razón cuando reclamó su derecho a crear su propia opinión sobre las personas sin dejarse llevar por los motivos que los demás tuvieran para quererlos u odiarlos pero no con Marina. No podía permitir que la persona a la que más quería en el mundo, una de las personas con el corazón más grande que había conocido jamás, se dejase engañar por otra que llevaba meses demostrando su falta de empatía. No podía permitirlo y sin embargo, cuando se negó a acompañar a Aurora a la verbena, cuando la impotencia le llevó a reaccionar como a una niña celosa que le recordó a Aurora lo peor de su pasado con Clemente, supo que estaba consiguiendo precisamente lo contrario. No sólo estaba haciendo que se refugiarse más en Marina sino que era de ella de quien la estaba alejando. Que la comparase con el monstruo contra el que había luchado sin descanso no le sentó nada bien, pero cuando Aurora salió de casa sin ella fue consciente de que tal vez tuviera parte razón. No había estado bonito echarle en cara que no trabajase cuando precisamente era eso lo que llevaba intentando días y tampoco lo había sido insinuarle que podía irse de allí cuando le diera la gana como si no fuera a importarle que lo hiciera porque sí que la importaba, la importaba tanto que a pesar de todo, allí estaba, esperando a que Marina llamase a la puerta.

Había cedido por Aurora, porque la quería lo suficiente como para tragarse su orgullo a pesar de que disimular su disconformidad le estaba resultando imposible. Lo estaba haciendo por Aurora aunque también por ella misma porque en el fondo necesitaba mirarle a los ojos y comprobar que por mucha sonrisa que dibujase, en ellos seguía brillando la luz negra de la maldad. No se equivocaba, pero si alguien le hubiera preguntado en el momento en el que Aurora abrió la puerta, no le hubiese quedado más remedio que reconocer que fingir, fingía como nadie. Entró con la humildad como compañera y saludó a Aurora con la máscara visible de la Marina que se había ganado el privilegio de aquella invitación para después regalarle a Celia una enorme sonrisa agradecida de esas que pone la gente que sabe no es bien recibida y que sin embargo es consciente de que se encuentra en una posición privilegiada. Mientras Aurora alababa el detalle de las pastas que al parecer la invitada había elaborado con sus propias manos y probaba una, Celia y Marina se retaban con la mirada, reto, que de no haber sido por la insistencia de Aurora para que Celia cogiera un dulce, probablemente no hubiera terminado del todo bien. Si en el momento en el que cedió, su filtro de modales hubiera fallado, las pastas, la caja, la invitada y la propia Aurora, hubieran salido por la ventana de la casa sin dudarlo pero Celia era una señorita y se contuvo las ganas reconociendo que, aún sin conocer el ingrediente secreto del que Marina alardeaba embaucando un poco más a Aurora, no estaban nada mal.

El aire durante la cena, hubiera podido cortarse con un cuchillo de no ser porque Aurora se preocupó de darle a las dos la misma importancia, a ellas y a los temas banales de conversación que fueron surgiendo. Cuando terminaron, Marina vio su oportunidad y no dudó en aprovechar el pasado amoroso de Carolina para insinuar que el hecho de que su marido la hubiera dejado por otra hacia comprensible la actitud de la dependienta pero Celia no cayó en la provocación así que Marina cambió de tercio para ver si gracias a la información que tenía sobre la relación de la Silva con el Inspector podía conseguir algo más solo que la maestra, que seguía sin fiarse de ella, aludió a la confidencialidad para evitarlo. El silencio que se apoderó por un segundo de la estancia, se llenó con la voz de Aurora proponiendo que volvieran a disfrutar de los dulces que Marina había llevado para el postre solo que la propia repostera volvió a negarse a comer alguno. Según ella estaba demasiado llena, pero la insinuación sospechosa de Celia, que no terminaba de comprender los motivos por los cuales Marina se negaba a comer alguno, hizo que ésta cediera y cogiera una.
Entretenidas como estaban hablando de los casos más extraños que habían tratado, la hora se les echó encima y Marina tuvo que irse de allí a todo correr para no perder el último tranvía. Aurora lo lamentó porque para ella la velada estaba siendo muy amena, Celia lo agradeció porque en su silencio el tiempo parecía haberse detenido y Marina, Marina volvió a agradecerles la amabilidad para bajar las escaleras de la corrala maldiciendo la perspicacia de Celia que había impedido su objetivo.
-¿No ha sido tan terrible no? – preguntó Aurora nada más cerrar la puerta.
-No, no lo ha sido, podía haberse atragantado con una de las pastas… -respondió Celia irónica mientras se ponía el camisón.
-No seas así. Creo que la mujer está intentando resarcirse. Creo que podrías darle una oportunidad.
-¿Resarcirse? ¿Acaso no has entendido sus insinuaciones? No Aurora, dásela tu si quieres pero no me pidas que lo haga yo. No me fio de ella.
-Esta bien, esta bien. No volveré a insistir pero yo creo que te equivocas.
-Ojalá lo haga amor mío – dijo abrazándose a ella para dar por zanjada la conversación antes de que volviera a convertirse en una discusión - ¡Ojalá!

Aquel “ojalá” dejó a Aurora algo mosqueada, sonó tan sincero que por un momento, mientras Celia se acostaba y ella se preparaba para hacer lo mismo, dudó de todo cuanto creía de Marina pero prefirió no volver al tema así que se acostó al lado de Celia, se acurrucó a su espalda e intentó que la maestra cediera a sus insinuaciones, a sus caricias, a las palabras que susurradas le agradecían el esfuerzo de la velada y le juraban, por la sospecha aún latente de los celos, que ella era la mujer con la que quería pasar el resto de su vida.

¡Ay si ellas supieran lo que sabemos nosotras…!

Adriana Marquina

Ojalá

Marina. Ese era el nombre que llevaba días quitándole el sueño a Celia. El secuestro de Eugenia, el intento de asesinato de Elisa, la detención de Luis, el enfado de Francisca y la muerte de Carolina, no habían hecho de la semana una de las mejores pero, una vez solucionado lo primero, superado lo segundo y asumido lo demás, la amistad de Aurora con Marina estaba llevándose la palma.



Marina se había ganado a pulso la desconfianza de la maestra, desde que Cristóbal decidiera dejarla por su hermana Blanca, aquella mujer había demostrado una y otra vez que lo que les ocurriera a cualquiera de ellas, le traía sin cuidado. Su alianza con Dolores para tirar por tierra la reputación de las Silva fue de sobra conocida y aunque aquello no había salido como esperaba, no desistió. La enfermedad de Blanca dejó clara que su falta de compasión no tenía límites, le dio igual que se debatiera entre la vida y la muerte, y tampoco demostró tenerla cuando Germán agonizaba de dolor. Aurora sabía todo aquello, o al menos la gran mayoría de las cosas pero, además de la maldad, Marina también poseía el don de la inteligencia y en cuanto reconoció a la mujer que sonriente se disculpaba por haberla asustado, supo que sería ella quien volvería a abrirle las puertas a la vida de las hermanas. Sin dudarlo, cambió su ceño fruncido por el amable rostro vocacional de una enfermera entregada a cualquiera que necesitase su ayuda y, casualmente, Aurora la necesitaba pero, a pesar de sus esfuerzos, Cristóbal no pudo contratarla. Acababan de reformar el ala de oncología y no disponían de presupuesto suficiente para disponer de mas personal. Celia lo lamentó por la buena reputación que le hubiera dado a Aurora trabajar con él, Aurora por lo a gusto que se sentía cerca de la gente que trabajaba en aquel hospital y mientras ambas discutían aquel último motivo que sorprendió a Celia porque en “la gente” también estaba incluida Marina, ésta se frotaba las manos pensando en lo beneficioso que sería para ella ofrecerle un poco de interesada ayuda a la mujer que compartía piso con la única hermana que de verdad le interesaba en aquellos momentos pero claro, aquel detalle, se les escapaba a las habitantes del pequeño piso de Arganzuela.



La alegría que sintió Celia al ver que a pesar de todo lo que había vivido en los últimos meses Aurora no había perdido las ganas de volver a trabajar, se fue convirtiendo en un calvario a medida que veía cómo ambas enfermeras estrechaban lazos. Si Celia hubiera sabido que en vez de con el doctor Loygorri Aurora iba a encontrarse con aquella irreconocible Marina de la que no hacía más que oír hablar, nunca la hubiera animado a acercarse hasta el hospital a preguntar si por casualidad necesitaban alguna enfermera, pero no se le pasó por la cabeza que la dulce Marina existiera y, para su desgracia, fue con ella con quien Aurora se topó aquella mañana. La simple idea de imaginarlas sentadas en la terraza de un café le generaba una tensión difícil de disimular. Difícil porque algo dentro de ella le decía que aquella mujer no estaba siendo amable porque sí. Blanca le había contado muchas cosas y sabía que era muy capaz de mostrar la cara de una moneda incluso teniendo en la mano la cruz y el simple hecho de pensar en que pudiera estar jugando con los sentimientos de Aurora la bloqueaba hasta el punto de no saber como expresar el miedo que sentía a que pudiera hacerle daño a ella también. Pensar en ello y ver a Aurora tan entusiasmada con esa nueva amistad la estaba carcomiendo.



Sentía que dijera lo que dijese Aurora iba a defenderla, a justificarla, que iba a ponerse de su lado porque sí; tenía razón cuando reclamó su derecho a crear su propia opinión sobre las personas sin dejarse llevar por los motivos que los demás tuvieran para quererlos u odiarlos pero no con Marina. No podía permitir que la persona a la que más quería en el mundo, una de las personas con el corazón más grande que había conocido jamás, se dejase engañar por otra que llevaba meses demostrando su falta de empatía. No podía permitirlo y sin embargo, cuando se negó a acompañar a Aurora a la verbena, cuando la impotencia le llevó a reaccionar como a una niña celosa que le recordó a Aurora lo peor de su pasado con Clemente, supo que estaba consiguiendo precisamente lo contrario. No sólo estaba haciendo que se refugiarse más en Marina sino que era de ella de quien la estaba alejando. Que la comparase con el monstruo contra el que había luchado sin descanso no le sentó nada bien, pero cuando Aurora salió de casa sin ella fue consciente de que tal vez tuviera parte razón. No había estado bonito echarle en cara que no trabajase cuando precisamente era eso lo que llevaba intentando días y tampoco lo había sido insinuarle que podía irse de allí cuando le diera la gana como si no fuera a importarle que lo hiciera porque sí que la importaba, la importaba tanto que a pesar de todo, allí estaba, esperando a que Marina llamase a la puerta.



Había cedido por Aurora, porque la quería lo suficiente como para tragarse su orgullo a pesar de que disimular su disconformidad le estaba resultando imposible. Lo estaba haciendo por Aurora aunque también por ella misma porque en el fondo necesitaba mirarle a los ojos y comprobar que por mucha sonrisa que dibujase, en ellos seguía brillando la luz negra de la maldad. No se equivocaba, pero si alguien le hubiera preguntado en el momento en el que Aurora abrió la puerta, no le hubiese quedado más remedio que reconocer que fingir, fingía como nadie. Entró con la humildad como compañera y saludó a Aurora con la máscara visible de la Marina que se había ganado el privilegio de aquella invitación para después regalarle a Celia una enorme sonrisa agradecida de esas que pone la gente que sabe no es bien recibida y que sin embargo es consciente de que se encuentra en una posición privilegiada. Mientras Aurora alababa el detalle de las pastas que al parecer la invitada había elaborado con sus propias manos y probaba una, Celia y Marina se retaban con la mirada, reto, que de no haber sido por la insistencia de Aurora para que Celia cogiera un dulce, probablemente no hubiera terminado del todo bien. Si en el momento en el que cedió, su filtro de modales hubiera fallado, las pastas, la caja, la invitada y la propia Aurora, hubieran salido por la ventana de la casa sin dudarlo pero Celia era una señorita y se contuvo las ganas reconociendo que, aún sin conocer el ingrediente secreto del que Marina alardeaba embaucando un poco más a Aurora, no estaban nada mal.



El aire durante la cena, hubiera podido cortarse con un cuchillo de no ser porque Aurora se preocupó de darle a las dos la misma importancia, a ellas y a los temas banales de conversación que fueron surgiendo. Cuando terminaron, Marina vio su oportunidad y no dudó en aprovechar el pasado amoroso de Carolina para insinuar que el hecho de que su marido la hubiera dejado por otra hacia comprensible la actitud de la dependienta pero Celia no cayó en la provocación así que Marina cambió de tercio para ver si gracias a la información que tenía sobre la relación de la Silva con el Inspector podía conseguir algo más solo que la maestra, que seguía sin fiarse de ella, aludió a la confidencialidad para evitarlo. El silencio que se apoderó por un segundo de la estancia, se llenó con la voz de Aurora proponiendo que volvieran a disfrutar de los dulces que Marina había llevado para el postre solo que la propia repostera volvió a negarse a comer alguno. Según ella estaba demasiado llena, pero la insinuación sospechosa de Celia, que no terminaba de comprender los motivos por los cuales Marina se negaba a comer alguno, hizo que ésta cediera y cogiera una.
Entretenidas como estaban hablando de los casos más extraños que habían tratado, la hora se les echó encima y Marina tuvo que irse de allí a todo correr para no perder el último tranvía. Aurora lo lamentó porque para ella la velada estaba siendo muy amena, Celia lo agradeció porque en su silencio el tiempo parecía haberse detenido y Marina, Marina volvió a agradecerles la amabilidad para bajar las escaleras de la corrala maldiciendo la perspicacia de Celia que había impedido su objetivo.
-¿No ha sido tan terrible no? – preguntó Aurora nada más cerrar la puerta.
-No, no lo ha sido, podía haberse atragantado con una de las pastas… -respondió Celia irónica mientras se ponía el camisón.
-No seas así. Creo que la mujer está intentando resarcirse. Creo que podrías darle una oportunidad.
-¿Resarcirse? ¿Acaso no has entendido sus insinuaciones? No Aurora, dásela tu si quieres pero no me pidas que lo haga yo. No me fio de ella.
-Esta bien, esta bien. No volveré a insistir pero yo creo que te equivocas.
-Ojalá lo haga amor mío – dijo abrazándose a ella para dar por zanjada la conversación antes de que volviera a convertirse en una discusión - ¡Ojalá!



Aquel “ojalá” dejó a Aurora algo mosqueada, sonó tan sincero que por un momento, mientras Celia se acostaba y ella se preparaba para hacer lo mismo, dudó de todo cuanto creía de Marina pero prefirió no volver al tema así que se acostó al lado de Celia, se acurrucó a su espalda e intentó que la maestra cediera a sus insinuaciones, a sus caricias, a las palabras que susurradas le agradecían el esfuerzo de la velada y le juraban, por la sospecha aún latente de los celos, que ella era la mujer con la que quería pasar el resto de su vida.

¡Ay si ellas supieran lo que sabemos nosotras…!



Adriana Marquina

lunes, 4 de julio de 2016

Ángel

Cuando el Inspector Velasco llegó hasta Arganzuela, el manto negro de la noche ya cubría por completo el cielo. Celia, que se disponía a cenar cuando éste llamó a la puerta, había hecho algunas averiguaciones en cuanto a la relación de Juan Morandeira con su familia y aunque había intentado ponerse en contacto con el inspector para ponerle al día, le había sido imposible.

La actitud de la maestra al abrir la puerta, enojada y ligeramente irascible, era completamente opuesta a la de él que, para su desconcierto, sonreía como nunca antes con el brillo de un orgullo incomprensible en la mirada que terminó de colmar el vaso de su paciencia. Interrumpiendo constantemente a Velasco que, una y otra vez se acercaba hasta la puerta con intención de mostrarle a quien esperaba tras ella, le soltó de golpe las nuevas pesquisas, las dudas y, ya que se había puesto a hablar, le hizo saber que estaba bastante descontenta con la nueva conducta del inspector. Eso de que llevase días evitando que le acompañase a sus interrogatorios, a la comisaría o a cualquier otro sitio al que él hubiera podido ir, le había llevado a sospechar que algo malo pasaba, que algo había hecho para que él renegase de su presencia, que algo había cambiado en su relación, tanto en la profesional, como en la de amistad que, al fin y al cabo, era la que más le importaba a ella. Velasco había pasado a ser algo más que el policía que se encargaba del caso del asesino del Talión, ella ya lo consideraba su amigo y sentirlo tan alejado le había hecho plantearse la posibilidad de perderlo y solo pensarlo, la tristeza que se apoderaba de ella se convertía en una rabia que le carcomía las entrañas. Celia nunca había sido mujer de muchas amigas y con todos los problemas familiares que habían tenido desde que su padre falleciera las pocas que tenía fueron alejándose con discreción. Velasco apareció en su vida en su momento más duro y no solo se quedó con ella cuando supo que amaba a otra mujer sino que además le abrió su corazón para hacerle saber que era capaz de comprenderlo perfectamente ya que él también se sentía atraído por los hombres.
Juntos habían hecho mucho más que perseguir a un malnacido que sin escrúpulos asesinaba a mujeres de alta cuna, juntos habían encontrado en el otro al confesor perfecto y Celia, fuera lo que fuese lo que le ocurría al inspector, no estaba dispuesta a perderle por callarse un sentimiento que llevaba días haciendo que se sintiera tan sola como antes.

Malhumorada, esperando una explicación que le diera sentido a la cara de felicidad de Velasco, cruzó los brazos poniéndose a la defensiva mientras que él le hablaba de unas pesquisas que podían no haber dado su fruto pero lo dieron y que sin embargo, hasta que él no abrió la puerta, no tuvieron sentido alguno.

Bajo el umbral de aquella puerta, con los nervios aprisionándole el labio, la mirada iluminada y la ilusión contenida entre las manos apareció, como lo había hecho en alguno de sus sueños, Aurora. Celia, que no podía creer lo que estaba viendo, fue incapaz de reaccionar, incapaz de mantener su corazón en funcionamiento, incapaz de articular una sola palabra, incapaz de dar un solo paso hasta que la luz de la sonrisa de aquella mujer que hizo que todo cuanto había a su alrededor desapareciera se acercó hasta ella para demostrarle que era real, que estaba allí y que había vuelto. Velasco, que por primera vez en mucho tiempo sintió la satisfacción del trabajo bien hecho, cerró la puerta para darles la intimidad que el momento requería y, sonriéndole a un orgullo que añoraba, contempló como aquellas dos mujeres que se abrazaban y acariciaban incrédulas, despertaban de una pesadilla que ya había durado demasiado tiempo.

Cuando Celia consiguió ser consciente de que Velasco aún seguía allí, se disculpó por haber dudado de él y le agradeció, reconociendo el mérito de la dificultad que debía haber supuesto llevar los dos casos a la vez, que la hubiera encontrado y llevado de vuelta. Aurora, por su parte hizo lo mismo, si Velasco no hubiera intervenido Clemente aún seguiría teniéndola a su merced pero, cuando Celia preguntó, la enfermera prefirió dejarlo para más tarde, disfrutar del momento y volver a hacer que el mundo desapareciera entre unos besos que se alargaron más allá de la hora de una cena que se quedó fría mientras escuchaba como ambas recuperaban el tiempo perdido recostadas sobre una cama a la que ya no le faltaba la otra mitad.

La penumbra de la habitación fue una perfecta compañera para que Celia le contase a Aurora todo lo que había sucedido durante su ausencia. Sin dejar de acariciarle el rostro, de colocarle con cariño los mechones de pelo que se le escapaban a la cara y sin dejar de darle un beso fugaz cada vez que terminaba una frase, le contó como Blanca había conseguido superar su enfermedad, como Elisa se le había instalado en casa haciéndoles creer a sus hermanas que estaba en el internado de Alemania, cómo había conseguido ser la ayudante de Velasco en el caso del asesino del Talión y como la desgracia se había cebado con Adela después de que la dicha la hubiera convertido en la mujer más feliz sobre la faz de la tierra. Le contó tantas cosas que Aurora no pudo evitar bromear ante tan larga retahíla y decidió hacerse la dormida para ver si así volvía a centrar la atención de la pequeña investigadora que de tanto que se había emocionado parecía haberse olvidado de ella. Se hizo la dormida y la respuesta fue inmediata, pero Celia no intentó despertarla con un ataque de cosquillas cómo ella esperaba sino que se subió a horcajadas sobre su cadera y se deshizo del camisón que le cubría el cuerpo en un movimiento tan rápido que Aurora no tuvo tiempo de reaccionar, no al menos del modo en que la maestra esperaba que lo hiciera. Se quedó paralizada, mirándola sin parpadear, con las manos tan inmóviles como su rostro, se quedó bloqueada y Celia se dio cuenta de inmediato.
-- ¿Estás bien cariño? --preguntó recostándose con suavidad sobre ella dejando que su cabello cayese hacia un lado mientras la miraba a los ojos intentando averiguar que le ocurría.
-- Celia... Yo... Yo...

Un nudo se apoderó de su garganta, un nudo que le estaba impidiendo disfrutar de aquel cuerpo con el que tantas veces había soñado, un nudo que Celia saboreó como propio al recordar la primera vez que Aurora se deshizo de su ropa. Un nudo de miedo al sentirse incapaz de dejar que la persona a quien amaba amase un cuerpo que a pesar de estar curado seguía sintiendo el dolor de los golpes de quien no la había amado jamás.

Celia lo vio en su mirada, sintió cómo aquella mujer se avergonzaba de sí misma. Sintió como se amarraba al camisón que la mantenía a salvo y con toda la delicadeza que pudo recordar de su primera vez con ella, se levantó de la cama y la ayudó a levantarse. Le sujetó el rostro y le regaló toda la paz de una mirada tan limpia que Aurora pudo reflejarse en ella. Despacio desabrochó los botones de aquella tela blanca que se había convertido en una venda y dejó que cayera al suelo.
-- Deja que te cure las heridas -- susurró ante el cuerpo tembloroso de la enfermera mientras le sujetaba las manos para llevarlas a su pequeño pecho erizado --. Deja que sea yo quien te salve esta vez.

Aurora cogió todo el aire que pudo en un suspiro, cerró los ojos y dejó que Celia la recostase de nuevo sobre la cama impaciente pero, fueron tan largas sus caricias, tan lentas y sutiles, tan suaves los besos con los que cubrió cada centímetro de aquella piel que incluso ella desapareció. Ambas habían soñado con aquel momento pero la Aurora que había regresado aún no estaba preparada para dejarse amar en la tierra así que Celia se la llevó a una nube que olía a lluvia y le mostró el camino hacía la libertad de volver a ser ella misma deslizando de nuevo sus manos hacía una cintura que se entregó ligera como una pluma.
-- Agárrate y no te sueltes --volvió a susurrar mientras comenzó a balancearse tan despacio que Aurora no pudo evitar dejarse llevar para sentir contra su pubis el roce del pubis de Celia --. No te sueltes porque voy a llevarte hasta el cielo amor mío y allí, allí nadie podrá volver a hacerte daño.

Como si la posibilidad de alejarse del mundo fuera real, como si de verdad Celia tuviera la capacidad de acercarla hasta el cielo con sus caricias, Aurora volvió a abrir los ojos para buscarse en los ojos de Celia. En ellos vio su cuerpo completamente curado y, en el cuerpo de la maestra que seguía balanceándose al compás de un viento inexistente, descubrió el paraíso ansiado. Confiada siguió la curva de la cintura con las manos, ya no tenía miedo de caerse aunque cuando cubrió con ellas los pechos de la maestra sintió en el estómago el vértigo de quien se asoma a un precipicio del que no se ve el final. Celia, que había evitado cualquier movimiento brusco con el que pudiera asustar sin querer a Aurora, se recostó de nuevo sobre ella para saciarle la sed con sus besos y cuando lo hubo hecho, cuando los labios se les habían dormido y las lenguas reclamaron volver a su hogar, Celia se tumbó despacio a su lado invitando con aquel movimiento a que fuese ella quien se pusiera encima. Aurora se dejó llevar del mismo modo en que la niña con pajarita de la que se había enamorado lo hizo en su momento y sonrió al ver en el mordisco pícaro de Celia cuales eran las intenciones de la maestra.
-- ¿Ahora que ya estamos en el cielo te parece si tocamos las estrellas con las yemas de los dedos?

Aurora, que sentía como con cada palabra que ella susurraba desaparecía de su cuerpo un golpe, no dijo nada, simplemente sonrió ante aquella ocurrencia y separó ligeramente las piernas para que la mano de Celia pudiera encontrar sin problemas la estrella que ella escondía, la que creía perdida, la que volvió a cubrirse con la suavidad de una sensación que creía recordar pero que supo no recordaba cuando la primera caricia le hizo olvidarse del cielo, de la tierra, de las estrellas y de los mares. Cuando con la segunda sintió que su volcán seguía vivo, cuando a medida que se moría renacía entre las manos del amor más puro que había sentido jamás y que tanto añoraba. En aquel instante se sintió tan viva, tan afortunada y tan libre que, aún sabiendo que los fantasmas no desaparecen de la noche a la mañana, los desafió gimiendo hasta el alba entre las manos de un ángel al que en ese momento le hubiera entregado sin dudar hasta el último aliento de vida.

Adriana Marquina