miércoles, 31 de agosto de 2016

Sabiéndola viva

Tras la fuerte discusión con Celia y viendo que la maestra no estaba en casa cuando se despertó alertada por el griterío de los chavales que aprovechando los últimos días de verano correteaban por los pasillos de la corrala, Aurora decidió acercarse hasta Madrid. No tenía claro en que momento se rindió a Morfeo, pero si sabía cual era la pregunta que le atormentaba antes de hacerlo; ¿Por qué?

Aurora confiaba en Celia, en la seguridad con la que acusaba a Marina, pero algo dentro de ella traqueteaba como lo hacía el tranvía que la llevaba rumbo a la ciudad. Necesitaba detener el soniquete, ese que enfrentaba a su razón contra su corazón porque, creer en la culpabilidad de la enfermera supondría aceptar su propia ingenuidad y, aceptar que nos han tomado por tontos, nunca es tarea fácil.

Los escalones que descendían hacia los calabozos de la comisaria fueron apoderándose de la luz que iluminaba el pasillo que llevaba hasta ellos. El olor a humedad de la piedra se hizo dueño de los huesos de Aurora, de ellos y del brillo de sus ojos, de los latidos de su corazón. Estaba nerviosa, tanto que su rostro se quedó sin expresión cuando Marina se aferró a los barrotes que las separaban. Verla allí encerrada fue un golpe muy duro, aquella mujer había hecho tantas cosas buenas por ella que la simple idea de pensar que su corazón fuera tan oscuro como aquella prisión le afligía el alma. Marina, que en su cruzada particular vio en aquella visita un claro en el oscuro cielo que se cernía sobre su cabeza, atacó para defenderse. Conocía a Aurora, ni le tenía el aprecio que decía sentir, ni le importaba lo más mínimo lo que aquella mujer pudiera pensar de ella, pero la conocía porque una de las virtudes de la gente que solo se quiere a sí misma es esa, adentrarse en los demás para ver que puede sacar de ellos y Marina, era una experta. Sabía que su nobleza se rendiría ante su victimismo, ante el mundo que sabía cómo pintar en su contra, ante las mentiras que parecía creerse, ante la ética que enarbolaba la bandera de su profesión. Marina sabía que Aurora era una persona justa, que no sería capaz de juzgarla mientras dentro de ella existiera la mínima duda, que se había sentido tan sola que antes de volver a hacerlo sería capaz de aferrarse a un clavo ardiendo y eso hizo. Plantó la duda escudándose en los fallos de Velasco, en el encarcelamiento de Luis que había resultado ser inocente, en la gravedad de Elisa e hizo que las lamentables condiciones de aquella celda volvieran a hacer de su amistad algo irremplazable porque... ¿Quién más que Aurora podría apiadarse de ella?


A pesar, o mejor dicho, gracias a lo que Celia le contó sobre lo que Elisa decía que había ocurrido en la habitación del hospital cuando acudió a Marina desesperada, las dudas de Aurora cambiaron de bando. Seguir creyendo en la inocencia de su compañera de profesión había pasado a ser casi imposible. A Celia no le había sentado nada bien enterarse por Velasco que había ido a visitarla pero, cuando pudo controlar todo cuanto sentía al respecto, consiguió exponer con calma sus razones y, sobre todo, las de su hermana. Los datos médicos de los que disponía hicieron que Aurora no comprendiera el modo en que Marina había decidido actuar y, aprovechando que había preparado un pequeño hatillo para ella, decidió volver a preguntarle.

Marina agradeció el detalle, pero sintió que sus explicaciones y excusas comenzaban a ser solo el eco de una verdad que desaparecía frase a frase ante la Aurora que había decidido decantarse por la razón del corazón. Ella hablaba, Aurora argumentaba y cuando ésta última mencionó de nuevo a Celia la primera supo que ya nada podía hacer. Respiró profundo, tanto que rompió la máscara de ángel con la que había embaucado a la mujer que incrédula contemplaba el resurgir del demonio.


¡Qué difícil tuvo que ser para Aurora! ¡Qué difícil es haber confiado en alguien y descubrir que todo cuanto te ha estado ofreciendo era mentira, que no era gratis!


Marina empezó culpando a Aurora de su desgracia porque, cuando no sabes más que ser víctima aun siendo verdugo la culpa nunca es tuya. La culpó y volvió a excusarse y viendo que ya no funcionaba recurrió a toda la ayuda prestada, a la soledad en la que la encontró, al hacerla creer que todo cuanto había conseguido en los últimos meses había sido gracias a ella pero Aurora no quiso caer y buscando donde agarrarse evitó el clavo confiando en que la mano de Celia la frenase en la caída hacía el averno. El problema fue que no se dio cuenta que desde el cielo no se ve el infierno pero que desde él, si puede ocurrir lo contrario. Expuso insolente sus condiciones y ante la negativa no dudó en recurrir a las capacidades de sus esbirros, esos a los que utilizaba a su antojo porque los pobres ilusos seguían creyendo en sus favores. Amenazó con cortar esa mano que amaba y a pesar de que Aurora no quiso creerla, la tormenta que envolvió Madrid sin piedad, le demostró lo contrario.

Celia llegó muy asustada. Un hombre se había acercado a ella con una navaja enorme. No para atracarla, la maestra pudo ver en sus ojos que tenía una misión. No entendía bien cual era, ni el porqué, ni el quien, pero Aurora entendió el mensaje perfectamente y el miedo se apoderó de ella a la vez que la rabia y con ellos presos bajo la mandíbula volvió a descender las escaleras de la comisaria y, a pesar de que iba dispuesta a enfrentarse a Marina, las opciones eran incompatiblemente opuestas. Entre que Celia viviera o muriera, la decisión estaba clara. Subió y habló con Velasco, le mintió asumiendo las consecuencias, le mintió rechazando la oportunidad que el inspector le ofrecía, la de no hacerlo. Le mintió sabiendo que llamaría a Celia de inmediato. Le mintió y le robó en un descuido y al hacerlo sintió que ya no podría dar marcha atrás.

No se equivocaba. Cuando llegó a Arganzuela Celia la esperaba descorazonada. La sensación de que todo cuanto había hecho por hacerla entrar en razón había sido inútil le había estado carcomiendo desde la llamada de su amigo que, al igual que ella, tampoco entendía nada. Aurora supo entonces que si el infierno existía no se hallaba en la maldad si no en el amor, en el dolor que puedes causarle a la persona a la que amas, en el que puedes ser capaz de provocarte a ti misma por salvarla a ella. Celia, al igual que Velasco, le dio la posibilidad de explicarse, de rectificar, de aclarar los motivos que le habían llevado a proporcionarle a una asesina la coartada que probablemente hiciera que quedase en libertad. Pero, Aurora, al igual que había hecho con el inspector volvió a mentir consciente de que lo estaba haciendo porque en su interior, con mucha más fuerza que todo cuanto hubiera podido sentir hasta el momento, sintió que sería capaz de hacer lo que fuera por la mujer a la que amaba aunque ello supusiera pasar por encima de sus principios, de sus promesas, de su cordura, de la ley y de ella misma. Ella ya conocía el sabor del barro y estaba segura de que sería mucho mas fácil vivir ahogándose en él que en el de la sangre. Quizá su mentira la alejase de Celia para siempre, pero estaba dispuesta a hacerlo porque, sabiéndola viva, aspiraría el aire de aquella ciudad con la esperanza de que en él viajase el aroma de la niña asustada a la que rescató sin ser consciente de que en realidad, aquella niña, siempre la rescataría a ella.

Adriana Marquina

miércoles, 24 de agosto de 2016

Un sueño de esos

Aurora se fue a la cama con  las palabras que le hubiera gustado decir y no dijo atravesadas en la garganta. A Celia, que no había levantado la cabeza de los cuadernos de sus alumnos, no pareció importarle y, sin embargo, rompió a llorar en silencio cuando la luz de la habitación se apagó. Necesitaba estar sola, por eso había ignorado a Aurora. Por eso se había excusado en todo lo que tenía que corregir, para no hablar, para no cenar, para estar sin estar y que la mujer en la que había desahogado toda la rabia que sentía la dejase tranquila. No era justo, lo sabía, pero no podía evitar culparla de lo que le había ocurrido a Elisa, si le hubiera contado lo de su embarazo, si hubiera confiado en ella...

¿Confiado? Y tú ¿Confiaste en ella?

Me hubiera gustado entrar en aquel piso para hacerle esa pregunta, hacer que sacase la cabeza de entre los brazos y secar las lágrimas que la estaban ahogando con una caricia que pudiera tranquilizarla pero no hubiera servido de nada. Ella ya conocía la respuesta, ya se había planteado la pregunta, ya se lo había dicho a Aurora. No, no había confiado en ella, aunque quiso hacerlo. Cuando comenzó a sospechar de Marina, cuando le dijo al inspector Velasco que temía que esa mujer pudiera hacerle daño y quiso salir corriendo para prevenirla, él la detuvo. Los argumentos que le dio fueron convincentes, si discutían, si a Aurora le daba por pensar que todo era fruto de otro ataque de celos y decidía decírselo a la sospechosa todo lo hecho hasta el momento, no hubiera servido de nada. Celia quiso hacerlo, quiso decírselo, quiso contarle que corría peligro, que su amiga era una asesina, quiso pero prefirió confiar en el criterio de Velasco en vez de en el suyo, en ese al que ignoró deseando no tener que arrepentirse y lo hacía, se arrepentía, pero ya era tarde y de nada hubiera servido excusarse.

Se arrepentía de no haber confiado en ella pero no podía verlo, era imposible que se diera cuenta. Imposible porque se sentía traicionada y, a pesar de que esa traición no era muy diferente a la que podía haber sentido Aurora al enterarse de que la había dejado en manos de una asesina, el miedo, la rabia, la frustración, la angustia y el caos que se había apoderado de su cabeza en el momento en el que sintió como a Elisa se le escapaba la vida entre sus manos, la tenían cegada. Tanto que cuando entró en la sala del hospital en la que estaba Aurora no se dio cuenta de que sus palabras la estaban dejando al borde de un abismo, del mismo abismo al que obligó a la enfermera a asomarse, el abismo que le encogió el corazón al verse sola en casa, al imaginarse de nuevo sin ella, ese que le abofeteó la cara cuando Aurora, rota de dolor, creyó que Celia quería reafirmar el adiós con el que se había despedido por la mañana.

Lloraba consumida por una culpa que no era suya, por la culpa de la que se había desprendido aun creyéndose dueña absoluta de ella, esa que había cargado sin piedad sobre los hombros de la mujer que intentando ponerse en su lugar la había aceptado sin rechistar, la misma que a pesar de todo le había vuelto a jurar su amor, la que dormía, o eso creía ella porque Aurora luchaba igual que yo por dejarla el espacio que había pedido a gritos callados, en esa habitación a la que no podía entrar porque había perdido el valor para hacerlo.

Había cargado la culpa sobre ella sabiendo que tampoco la tenía, el problema era, que a pesar de saberlo no lo sentía, sentía todo lo contrario y, sin pararse a pensar en que lo que se siente cuando no se puede sentir nada nunca es la verdad, se levantó de la mesa para sentarse en la butaca que quedaba delante de la habitación. Se sentó y en el frío hierro en el que de nuevo se había convertido la tela de la cortina que separaba las estancias clavó una de esas miradas que miran sin ver, que te dejan el alma y los ojos secos, que hacen que te olvides de respirar, de escuchar, de sentir, que hacen que el corazón deje de latir, o al menos consiguen que lo parezca. Y es que eso pretendía la maestra, dejar de sentir por un segundo. De sentir que sentía que no quería volver a besar los labios de la mujer que intentaba fundir con su mirada el hierro cuando la propia Celia hubiera terminado a bocados con él. De sentir que sentía que si su hermana moría mataría con sus propias manos... Celia, simplemente, necesitaba dejar de sentir por un segundo que sentía, que se había equivocado, que se había dejado llevar por el dolor. Necesitaba dejar de culpar a Aurora y a su silencio, a la propia Elisa por su inconsciencia, a Velasco por todo el papeleo que había alargado la detención. Necesitaba dejar de culparse a sí misma porque no hay mayor odio del que uno mismo puede sentir hacia su propio ser. Celia, simplemente, se sentó ahí con la esperanza de dejar pasar las horas, o de que las horas la dejasen pasar a ella. Con la esperanza de que el tiempo le quitase de la cabeza esa razón que convertía cada uno de sus pensamientos en algo irracional. Con la esperanza, de que cuando saliese el sol, todo hubiera sido un mal sueño. Uno de esos en los que consciente sabes que estás durmiendo, de esos en los que durmiendo sabes que estás despierto, de esos que te atrapan la mente, el alma y el cuerpo. ¡Y no puedes moverte por mucho que lo intentes! ¡Y no puedes pedir ayuda por mucho que la necesites! Un sueño de esos en los que la esperanza de poder despertar, en el fondo, es lo único que te mantiene despierto.

Adriana Marquina

miércoles, 17 de agosto de 2016

Arganzuela, también

Madrid se había quedado casi desierto. Cada verano ocurría lo mismo. El agobiante sol de Agosto hacía que los habitantes más pudientes abandonasen la ciudad y, evidentemente, con ellos el servicio, que debía ocuparse de que sus vacaciones fueran lo más cómodas y placenteras posibles. El silencio que reinaba en las calles era hipnótico. Los cuchicheos habituales eran sustituidos por el canto de los pájaros que alegres disfrutaban de una ciudad que por norma general los ignoraba por completo. Los tranvías circulaban con menos frecuencia y los coches de caballos paseaban con aire tranquilo porque los cocheros podían permitirse el lujo de dejar respirar a los corceles entre viaje y viaje. Sus relinchos parecían suspiros de alivio, de un alivio que se perdía tras las esquinas ante la atenta mirada de quienes comprendían, que no eran demasiados, que aquellos animales también tenían derecho a descansar de su dura tarea. Los gritos de los muchachos que a la sombra de alguna esquina vendían periódicos dejaban de escucharse mucho antes de lo habitual. En verano, en Madrid, apenas había noticias. Las carpas del Retiro, boqueaban a la espera de que quienes decidían quedarse por puro placer, parasen en la barandilla a echarles trocitos de pan duro. Las ardillas del Jardín Botánico se arriesgaban a bajar de las copas de los árboles y las parejas de enamorados, que ajenos al verano se sentaban en la piedra de los bancos que lo adornaban, podían disfrutar de unas carreras difíciles de ver en otra época del año. Todo estaba en calma. Arganzuela, también.

Aurora, despeinada y sonriente, se desperezó justo antes de recoger la sábana de los pies de la cama para cubrir a Celia que, aún dormida, se acurrucaba sobre sí misma ante el frescor del día que empezaba a amanecer. Había sido una noche calurosa, tanto que decidieron dormir con la ventana de la habitación abierta de par en par. Por suerte ninguna otra ventana de aquel patio interior dejaba ver su habitación y, a sabiendas que acabarían durmiendo desnudas, se habían asegurado de cerrar bien todas las que daban a los pasillos de la corrala.

Celia, se abrazó a Aurora al sentir el cariño de la tela sobre sus piernas y, sin abrir los ojos, le susurró un te quiero que selló con un beso antes de volver al reparador sueño que parecía estar teniendo. Aurora hizo lo mismo solo que en su sueño se despertaba, se levantaba de la cama y se dirigía a la cortina que separa la habitación del salón sin saber que, una vez más, yo estaba haciendo de las mías.

Ante ella, al contrario de lo que esperaba encontrar -que no era otra cosa que el salón de siempre -, una pequeña terraza se asomaba al mar. ¡Al mar! Aurora nunca había visto el mar. Nunca lo había escuchado y aunque le habían contado que el mar olía a sal y vida tampoco había podido olerlo jamás. Atónita y porqué no decirlo, algo asustada, cogió de la silla su bata, se cubrió con ella y salió a aquella terraza en la que, como mas tarde comprobaría - básicamente cuando lograse reaccionar -, también les esperaba una mesa blanca de hierro forjado con un delicioso desayuno. Por unos minutos, apoyada en la balaustrada blanca, se olvidó de Celia, no de su amor por ella que eso era imposible, pero al ver aquella belleza ante ella sintió la necesidad de ser lo egoísta que nunca era y disfrutar a solas de la brisa que le acariciaba el rostro, que hacía libre a su cabello, que jugaba con la fina tela de su bata y le regalaba esa mirada al infinito que tanto necesitamos cuando el infinito es un paisaje nuevo. El cielo, aún oscuro, se confundía con el final de un mar que de tan calmado que estaba parecía una fotografía a color de esas que aún no se habían inventado. Respiró profundo, tanto que le robó la sal y la vida al mar, tanto que se llevó la noche del horizonte y comenzó a ver los primeros reflejos del sol.
--¡Celia! -- dijo con cariño aunque con premura sentada al borde de la cama mientras zarandeaba a la perezosa maestra con cuidado -- Celia cariño levántate. Mira que bonito.

Celia se levantó sin dudar al ver que la luz del rostro de Aurora era una luz completamente nueva. Se dejó cubrir por la bata que sostenía la enfermera y sonriente aun sin saber porqué la siguió con los ojos a medio abrir.
--¿No es precioso? --preguntó Aurora con los brazos extendidos hacia una libertad que no recordaba haber sentido jamás.

La maestra, que como digo aún no se había despertado del todo, se frotó los ojos con fuerza al ver ante ella el rosa del cielo, el azul del mar y el sutil amarillo de una arena que sin oponerse comenzaba a tostarse con los primeros rayos de sol. Miró hacía atrás para asegurarse de que había dormido en su cama y volvió a mirar sin comprender en qué momento habían trasladado su casa de lugar.
--¿Eso es el mar? --preguntó incrédula.
--Tu has leído mucho más que yo, pero yo diría que sí lo es ¿no te parece? --respondió Aurora divertida.
--Me parece, me parece. Pero...
--No preguntes. A veces es mejor no saber la respuesta.

Aquella contestación fue todo lo que Celia necesitó para dejarse llevar. Ella tampoco había visto nunca el mar aunque había recorrido cientos de veces cada una de las veinte mil leguas que Julio Verne inventó a pesar de que su padre tenía el ejemplar escondido porque, a su parecer, una señorita no podía soñar tanto. Al igual que había hecho Aurora minutos antes, se olvidó del mundo por un instante y dejó que la brisa se apoderase de ella, de su piel, de sus oídos, de su respiración y le entregó sin dudar cada pensamiento.
-- ¿Desayunamos? -- preguntó Aurora cuando vio que Celia volvía a... la realidad.

Zumo, café, tostadas, mantequilla, mermelada, fruta y unos cruasanes recién horneados que les supieron a gloria, fueron su desayuno. No dejaron nada sobre la mesa, ni siquiera la rosa que adornaba un pequeño florero quedó en su sitio. Celia, tras olerla, se la regaló a Aurora que decidió guardarla, antes de vestirse, entre las páginas del libro más gordo que encontró en la estantería para no olvidar jamás el día en el que ambas habían conocido el mar.

Alegres como niñas, ataviadas con unos pololos y una camiseta interior -debo aclarar que dadas las circunstancias me encargué de que no tuvieran más ropa que ponerse -, comenzaron a bajar por las escaleras que descendían desde el lateral izquierdo de la balaustrada rumbo a la orilla de aquella playa que les susurraba se acercasen. La arena les hacía cosquillas en los pies, corrían por ella como podían, jugando a adelantarse y a dejarse adelantar para ver quien llegaba primero. Se las veía felices, tanto que nadie más se atrevió a molestarlas. Tenían el mundo para ellas solas y cuando se dieron cuenta se cogieron de la mano, dejaron de correr y caminaron sobre la arena que ya empezaba a estar húmeda en dirección a la espuma de las primeras y sutiles olas de la mañana.
--¿Tu sabes nadar? --preguntó Celia cuando vio que apenas quedaban un par de metros para llegar al agua.
--Un poco, pero no tengo intención de bañarme, me da miedo. ¿Tú sí?
--Yo no sé nadar. Nunca me han enseñado. Recuerdo que cuando éramos pequeñas veíamos a los niños más pobres bañarse en el lago del Retiro, yo sentía envidia pero evidentemente nunca me dejaron hacerlo. A veces, cuando nuestros padres tenían un evento y Doña Rosalía sabía que iba a durar más de lo normal, nos llenaba un barreño con agua y nos dejaba salir al patio para que nos metiéramos en él a chapotear. Aún conservo la imagen de Adela y Blanca rogándonos a Francisca y a mí que no las mojásemos mientras Diana nos tiraba los cubos que Rosalía iba sacando de la cocina.
--Nosotros, en el pueblo, bajábamos al río, pero a arrastrarse por encima de las piedras no creo que pueda llamársele nadar ¿no?

Ambas se rieron a carcajadas ante aquellos recuerdos. Estoy segura que por un momento añoraron la felicidad de la inocencia infantil, esa en la que nada puede influir el dinero, la clase o la educación. Esa en la que se es un niño porque no se sabe ser otra cosa, porque no se aspira a ser otra cosa.

Una ola un poco más grande que las anteriores llegó hasta ellas devolviéndolas, de nuevo, a la... realidad. Les mojó los tobillos, las rodillas y los bajos de unos pololos que no comprendían porque de pronto llovió desde abajo. El agua había roto justo delante de ellas, arrastrando la arena que pisaban, obligándolas a avanzar sin querer un par de pasos, dejándolas a merced de la siguiente ola que decidió presentarse sin tregua. Saltaron pero no la esquivaron y al llevarse las manos a la cara descubrieron el secreto del sabor del mar. Desagradable sí, pero él chapoteaba alegre sabiendo que ya no podrían olvidarlo nunca. Se miraron y cogiéndose de nuevo de la mano saltaron la siguiente ola, y la siguiente y así todas las que pudieron hasta que el cielo comenzó a llenarse de algodonosas nubes que les invitaban a jugar con ellas. Salieron del agua y se sentaron en la arena, a la distancia justa para que el agua les rozase las puntas de los dedos de los pies, confiando en un mar que decidió no fallarles, no traspasar aquella línea. Volvieron a perder la mirada en el horizonte. En ningún momento miraron hacía atrás porque les importaba más bien poco lo que había a sus espaldas. Tenían delante todo cuanto necesitaban. El mar y a ellas. La sal y el amor. La arena y las caricias de sus manos. Su besos salados, la banda sonora de una paz que desconocían y, sobre ellas, el lienzo azul en el que las nubes se entretenían dibujando flores, árboles, perros, libros, caras... dibujando vida.

Enamoradas de ella, de esa vida que les rodeaba, se tumbaron sobre la arena descubriendo que sus cuerpos estaban hechos para ella, o ella para ellos que al final, era lo mismo. Aurora, despeinada y sonriente, se desperezó justo antes de recoger la sábana de los pies de la cama para cubrir a Celia que, aún dormida, se acurrucaba sobre sí misma ante el frescor del día que empezaba a amanecer... Madrid se había quedado casi desierto... Arganzuela, también.

Adriana Marquina

jueves, 11 de agosto de 2016

Sin palabras

Dos horas. Ese es el tiempo que llevo intentando escribir este paralelo. Escribo y borro, borro y escribo. Hablo de Marina, de lo que les costó a Celia y a Velasco obtener la huella correcta que corroborase definitivamente que la enfermera era la asesina que estaban buscando y como no me gusta la forma en que lo narro me deshago de ello sin piedad y me frustro. Me frustro y me imagino a Velasco en su mesa tras recibir los análisis de la huella que obtuvieron de la primera taza de café igual de frustrado que yo. Cabizbajo, pensando en cómo decirle de nuevo a su amiga que habían fracasado, que no había coincidencia porque tenían las huellas de la mano izquierda y necesitaban las de la derecha. Lamentando que su ingenio hubiera vuelto a chocarse contra una pared, maldiciendo las horas perdidas e imaginando a su padre en una sombra de su despacho, con el puro humeante entre los dientes relucientes, riéndose de él, señalándole con el dedo mientras el brillo orgulloso de la decepción que sentía hacia su hijo le daba de nuevo la razón. Me lo imagino y me apiado de él del mismo modo en el que él se está apiadando ahora de mí concediéndome este párrafo que, no me gusta demasiado, pero que es lo mejor que he escrito hasta ahora.

Me frustro y me imagino lo que sintió Celia al recibir la noticia. La incredulidad ante el hecho de que todo el esfuerzo no hubiera servido de nada, otra vez. Aquella mujer había intentado asesinarla, a ella y a la persona a la que amaba, a su amiga. Ella lo sabía, Velasco la creía con firmeza, tenían los informes que detallaban el inestable estado mental de la susodicha, coincidían con las descripciones de los libros en los que el Inspector se había refugiado buscando la salida de aquel laberinto que ya lo tenía agotado. El hecho de que la reacción al anónimo fuese acudir a la cita había dejado claro que a Marina le interesaba conocer a quien conocía su otra cara y, sin embargo, Velasco tenía razón, con una buena excusa aquella mujer podría justificar su presencia en la terraza de El Continental tirando por tierra todo lo conseguido que, al igual que esto no era demasiado, pero que por primera vez los mantenía en la dirección correcta.

Me frustro y escribo a la desesperada, confiando como puedo en las palabras que van llenando el maldito folio en blanco que tantas veces me atormenta y comprendo a la Celia que igual de desesperada que yo acudió a desayunar con Aurora sabiendo que había quedado con Marina para ver si de ese modo podía, por su cuenta, conseguir la ansiada huella de la maldita mano derecha, la mano de la asesina, esa que impoluta estaba manchada con la sangre de quienes se habían interpuesto en su camino de odio.

Veo otro párrafo y siento cómo el corazón se me desacelera, cómo la mandíbula se relaja, que los dedos ya comienzan a pensar por si solos y sonrío sin sonreír, disimulando como cuando Celia vio a Marina quitarse los guantes, orgullosa pero precavida porque, al igual que ella, yo tampoco olvido que la musa tal y como viene puede irse aunque, en aquella ocasión, a ella la jugada le salió redonda.

Marina, con esa confianza que tienen quienes piensan que son más inteligentes que nadie, sujetó la taza con la mano derecha. ¡Por fin! Por fin iba a conseguirlo y se puso tan nerviosa al pensarlo que se levantó con el temple que surge cuando intentas disimular que tu corazón late dos o incluso tres veces más rápido de lo normal para instruir al camarero que, habiendo sido testigo de la intervención policial del día anterior, no dudó en colaborar bordando un papel del que no podría hablarle a nadie.

Celia lo tenía, pero yo todavía no y aunque ya no siento la frustración de la que os hablaba porque la banda sonora de mi serie de televisión favorita parece estar surtiendo efecto, sigo cargando con sentimientos encontrados. Supongo que parecidos a los que lleva Aurora a la espalda, a los que a pesar de la alegría de haber obtenido la prueba que la policía no había conseguido obtener seguía llevando Celia, ambas sabiendo que saben algo que la otra debería saber sabiendo a su vez que de decirlo, que de contarlo, estarían traicionando a quienes habían confiado en ellas ciegamente. Aurora porque no podía decirle a Celia que su hermana pequeña estaba esperando el bebé de un hombre que aprovechando su condición se había aprovechado de ella (Sé que más tarde Elisa confiesa que mintió pero, verdad o mentira estaba embarazada y tampoco podía contárselo porque había prometido no hacerlo y, Aurora, aparte de ser una mujer de palabra, contaba con los errores suficientes como para ponerse en la piel del origen de aquella mentira. El miedo). Celia porque aun sabiendo que había sido Marina quien había intentado matarlas, aun siendo consciente de que aquella no sería la última vez que Aurora quedaría a desayunar con ella con el riesgo que eso conllevaba, no podía contarle los avances de la investigación, no al menos de golpe, no sin confirmar que la taza que escondía en el bolso era en realidad la llave que abriría la celda tras la que confiaba ver a Marina (También sé que una vez confirmado se lo cuenta a Francisca y a Adela en vez de a ella pero... ¿Cómo no hacerlo?).

Marina, ahora que ya estoy confiada puedo hablar de Marina, ponerme en su segura piel, en su altiva mirada, en ese soy más lista que tú con el que se siente superior a Celia sin serlo, ese con el que ahora miro a las palabras aun siendo consciente de que en un segundo pueden descubrir mi necesaria mentira. Marina era consciente de que Celia también podía hacerlo pero algo nos diferencia y es que yo me dejaría asesinar por mis enemigas sin dudarlo porque, morir de la mano de quienes me dan la vida, no sería una batalla perdida sino un sueño cumplido, pero ese, es otro tema y a Marina y a mí nos separan, aparte de cien años, un corazón. A lo que iba, que me confío y me pierdo y, ahora que me he encontrado no puedo permitírmelo.

Marina, la enfermera que al ver la herida en el labio de Velasco no comprendió la urgencia, la misma que habiendo fracasado dos veces no se había dado por vencida, esa a la que Aurora le había servido sin saberlo, en bandeja de plata, la vida de la hermana que ya se le escapó una vez. La niña mimada de un prestigioso médico que se había encargado de mantener limpio el nombre de su hija sin pararse a pensar en que ni el trabajo, ni el nombre, ni la educación conseguirían salvarla de sí misma. El detonante había sido Blanca porque Cristóbal fue quien se cruzó en su camino pero, si no hubiera sido ella hubiese sido otra, con otro nombre, otra piel, otras hermanas, otro nivel, otra con otra vida, tal vez en otra ciudad, pero otra al fin y al cabo porque Marina había nacido para odiar aunque hubiera vivido luchando contra ello. Era una batalla perdida que en su mente creía ganada. Se mentía para sonreír cuando en realidad aborrecía hacerlo y sabía cómo parecer una amiga solo para ser la enemiga que sabía podía llegar a ser.

¿Enemiga? Para enemigas las palabras que, vengándose de mí, han decido abandonarme en el último momento y, al igual que Velasco a su padre, las veo alejarse en el cielo de la oscura noche que entra por la ventana, que lo ha dejado todo en penumbra porque no he sido capaz ni de levantarme a dar la luz. Todo menos la brillante línea blanca que vacía termina mis frases riéndose de mí, de la hora que es, de lo que madrugo mañana y de lo que me gusta un buen final para el cual, sintiéndolo mucho, me he quedado sin palabras.

Adriana Marquina

miércoles, 10 de agosto de 2016

Costumbre

¡Qué fácil es acostumbrarse! Es algo inevitable, todos nos acostumbramos a todo. No hay nada a lo que no nos podamos acostumbrar. Nos acostumbramos a dormir en una determinada postura, a sentarnos en el sofá de una forma concreta, al ruido de los vecinos, a que no pongan nada interesante en la televisión...

Y, a pesar de conocer nuestras costumbres, muchas veces intentamos desacostumbrarnos y probamos posturas nuevas para dormir o para sentarnos, pero siempre acabamos volviendo a la que sabemos que nos da buen resultado porque incluso nuestro cuerpo es capaz de acostumbrarse.

Solemos acostumbrarnos al frío, aunque nos quejemos de él y también al calor aunque añoremos entonces el frío. Si tenemos que ir a un lugar, solemos utilizar el mismo camino, nos hemos acostumbrado a él, sabemos como entrar en la rotonda, que hacer para no encontrar el semáforo en rojo y cual será el tiempo aproximado que tardaremos en llegar. Estamos acostumbrados a que nos duela la cabeza y a tomarnos una pastilla para que se nos pase, a que nos de el aire en la cara si abrimos la ventanilla del coche, a la gente que nos rodea, a querer y a ser queridos...

Estar acostumbrado a algo no siempre significa estar conforme con esa costumbre, pero también nos acostumbramos a las cosas que no nos gustan. Nos acostumbramos al ruido de los coches, a que la luz de las farolas no nos deje ver las estrellas, a la ausencia. Sí, a la ausencia también nos acostumbramos. Puede ser la ausencia de un algo o de un alguien, si es de un algo es sencillo, porque al no tenerlo nos acostumbramos a no utilizarlo, pero cuando se trata de acostumbrarse a que alguien que estaba ya no esté la cosa cambia, porque tenemos que acostumbrarnos y desacostumbrarnos a la vez y al final, sin darnos cuenta, también nos acostumbrarnos a que ese conflicto viva en nuestro interior.

 A veces me da por pensar que la costumbre se ríe de nosotros porque te puedes acostumbrar a algo la primera vez que lo ves, que lo haces, que lo sientes. Te puedes acostumbrar a unos ojos nada mas verlos, a unos labios nada mas besarlos, a ese escalofrío de cuando se eriza la piel. Te puedes acostumbrar tan rápido a esa primera vez como a la última y es curioso como no nos damos cuenta de que nos hemos acostumbrado a algo, hasta que nos toca acostumbrarnos a que ese algo ya no es una costumbre.

Muchas veces oímos decir “no me acostumbro” y es mentira, porque hasta al no acostumbrarte te acostumbras. Nos acostumbramos de tal manera a las cosas que no somos conscientes de que lo estamos haciendo.

Y, viendo lo rápido que mis dedos se han acostumbrado a escribir la palabra costumbre... Viendo lo rápido que mi cerebro se ha acostumbrado a su significado... Y viendo lo rápido que se me ha olvidado que era lo que quería decir, me pregunto; si la costumbre de acostumbrarnos, será una buena costumbre a la que acostumbrarse.

Adriana Marquina