jueves, 20 de octubre de 2016

Vivan las novias


La leche hirviendo se desparramó por encima del fogón para sobresalto de Aurora que, aun a medio despertar, intentaba averiguar que estaba haciendo Celia de un lado a otro del salón. La maestra, al ver el desastre, se disculpó mientras intentaba recogerlo. Apenas había pegado ojo en toda la noche, otra vez, y como se había levantado muy temprano de la cama se le había ocurrido ir adelantando alguna cosa para el viaje y preparar un delicioso desayuno. El último del que podrían disfrutar tranquilas en aquel hogar antes de partir hacia Estrasburgo.

Se vistió y bajó a la calle a por leche fresca y pan para hacer unas tostadas. Bajaba tan despistada que no escuchó los murmullos de las vecinas que tras ella se reunían esperando su vuelta. Celia le había contado a Caridad que se iban a ir. No quería hacerlo porque no quería preocuparla, pero no le quedó más remedio cuando, desde el colegio, informaron a las familias que pronto habría un cambio de maestra. Entre todas las madres habían decidido comprarles un ramo de flores. Uno grande y bonito que, según le explicaron al entregárselo con los ojos llenos de lágrimas, simbolizaba la frescura que su presencia en Arganzuela había supuesto para todas y cada una de ellas.

—¿Has visto que ramo de flores más bonito nos han regalado? —preguntó Celia mientras volvía a poner el cazo al fuego.

—¿Y eso? —respondió Aurora con una sonrisa que lo iluminó todo.

Y es que, Aurora, aquella mañana se había levantado mucho más feliz de lo que cabía esperar.

—Han sido Caridad y el resto de madres del barrio. Dicen que nos van a echar mucho de menos. ¡Que a ver que van a hacer ahora sin sus ángeles de la guarda!

—Pobres… —dijo Aurora mirando el ramo con los ojos inundados en el cariño que les tenía a las vecinas —Lo cierto es que yo también las voy a echar de menos. Espero poder tener tiempo para agradecérselo y de despedirme de ellas. ¡Es precioso!

—¡Como tú!

La sonrisa pícara de Celia cuando respondió aquello llegó directa a la piel de Aurora que se erizó sin remedio. Sabía que lo que iban a hacer, que la decisión que habían tomado, marcaría el resto de sus vidas para siempre, pero no le importaba, no sabiendo que, estuvieran en el medio de la guerra que estuvieran, aquella sonrisa siempre la mantendría a salvo.

Corrieron y se persiguieron como niñas por el salón de la casa hasta que Celia decidió meterse en la habitación y pasar por encima de la cama para huir de su perseguidora que en ella la atrapó a carcajada limpia. Limpia como su alma.

—¡Cuánto hemos vivido en esta cama! —suspiró la enfermera tras el beso con el que firmaron la paz.

—¡Y lo que nos queda por vivir! —respondió Celia insinuante mientras miraba con lujuria el cuello de Aurora avisando así de que se perdería en él inmediatamente.

Los muelles del somier, como si comprendieran que estaba pasando sobre ellos, decidieron permanecer en silencio a pesar de que, en un abrazo, Aurora se giró dejando a Celia sobre ella, le encantaba hacer aquello. Pero, cuando estaba a punto de comenzar su andadura por el cuerpo de la maestra, ésta se levantó de un salto, se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo en dirección a la cocina.

—¡La leche! —gritó como única explicación y Aurora, lejos de enfadarse, salió tras ella con la esperanza de que no hubiera vuelto a derramarse. Con la sonrisa en los labios de quien comprende el nerviosismo de la persona a quien se ama más allá de un simple revolcón y con la mirada perdida en unos ojos aliviados que la sonrieron anunciando que había llegado a tiempo.

—Creo que será mejor que sea yo quien se encargue de hacer las tostadas.

—Sí, creo que sí.

Mientras desayunaban, Celia volvió a explicarle a Aurora los detalles del viaje. Le habló del contacto que Carmen de Burgos le había recomendado al director del periódico y del lugar donde se alojarían la primera noche. De cómo podrían organizarse allí y, por si la enfermera no se había dado cuenta todavía, volvió a recalcarle que estaba muy nerviosa, que se moría de ganas por comenzar, pero que tenía la sensación de que iba a estallarle el corazón.

—Warte dass ich dir sage was ich dir sagen möchte. (Pues ya verás cuando te diga lo que quiero que decirte)

—¿Qué has dicho? —preguntó Celia extrañada sin comprender una sola palabra —Vas a tener que darme un curso acelerado de alemán.

—Ich werde es gerne machen, meine liebe (Será un placer hacerlo mi amor) —volvió a decir, esta vez sujetándole las manos y mirándole a los ojos —Aber ich hoffe dass du “ja” antwortest wenn ich dich frage ob du mich heiraten willst (Pero espero que me respondas que sí cuando te pregunte si quieres casarte conmigo)

Celia entrecerró los ojos intentado descifrar algo de lo que Aurora acababa de decirle. Por sus gestos intuyó que era algo bueno, algo cuanto menos, bonito. El Meine Liebe lo tenía controlado y, por él y su sonrisa enamorada, ató cabos. Aunque no los suficientes. Aurora también había pasado la noche en vela y, aunque no lo parecía, también estaba muy nerviosa. Tanto que a pesar de que acababa de decirlo, sintió dentro ese palpitar acelerado que nos encoje el estómago cuando sabemos que vamos a decir algo que puede dejar en evidencia nuestra cordura. Pero tenía que hacerlo. Tenía que pedirle, en un idioma que pudiera comprender, que se casara con ella.

Cuando estaba decidida a hacerlo, Celia se levantó de la mesa dejándola con la petición en la mano. Recogió los platos y sacudió sus manos antes de poner los brazos en jarras.

—¿Empezamos a hacer la maleta? —preguntó mirando hacía todos lados, como si estuviera pensando de qué manera podrían llevárselo todo.

Aurora asintió. Por una parte, agradeció la repentina interrupción. Por otra, la maldijo al sentir como las palabras que tenía preparadas se detenían en su garganta. Se levantó. La cogió por la cintura y tras un precioso beso cargado con una esperanza ante la cual Celia no pudo más que sonreír, se dirigió a la otra habitación a por la maleta.

–No sé qué estas tramando, pero me gusta verte así —gritó Celia dando un pequeño saltito cuando Aurora desapareció tras la puerta.

—¿Yo? —preguntó la enfermera al volver al salón haciéndose la sorprendida —No sé de qué estás hablando —añadió irónica.

La felicidad que se había apoderado del desayuno, de su antes y su después, pareció quedarse en el fondo de la maleta cuando Celia introdujo en ella el primer abrigo. No es que se pusiera triste, pero su mirada pareció apagarse ante la inminente realidad. Tenían que irse, lo sabía y lo deseaba, pero dejarlo todo atrás era demasiado para ella y dejar en el armario los otros dos abrigos, saber que no podría llevárselos, confirmar que tendría que renunciar a más cuando Aurora le recordó que tampoco podría llevarse sus libros, le sobrepasó por un instante y comenzó a dudar sobre si irse de España, sería suficiente.

Aurora intentó calmarla. Aliviar los perdones que se le iban escapando a cada paso. Respiró profundo, Celia necesitaba todo su apoyo, su comprensión. Ella estaba convencida de que juntas estarían a salvo y no dudó en hacérselo saber. La siguió hasta el salón al que había vuelto huyendo de sí misma y le aclaró que si había accedido a acompañarla hasta una guerra a la que no quería ir, era porque no concebía la vida sin ella.

Celia se estremeció al sentir en su cuello la caricia de Aurora y no pudo evitar emocionarse cuando al mirarla vio en su rostro la viva imagen del amor. Estaba sensible, la mezcla de emociones que, sin orden corrían de un lado a otro por su cabeza, la hacían especialmente vulnerable. Aurora, al escuchar aquello, supo que era el momento. Que si no lo hacía entonces ya no lo haría nunca y confiando en que la curiosidad de la maestra volviera la situación a su favor, anunció que tenía algo que pedirle. 

Sabes que me pidas lo que me pidas, te voy a decir que sí.

Cásate conmigo.

Celia se quedó en blanco un segundo al escuchar la petición, el tiempo justo para estallar en una carcajada enamorada que se llevó de golpe el caos y que le fue devuelta como el reflejo de una locura que le pareció maravillosa.

—¡Ojalá pudiéramos! ¿Te imaginas? —preguntó sin saber que Aurora sí se lo imaginaba.

Haber estado hablando de Carmen de Burgos, había hecho que la enfermera recordase la historia de Elisa y Marcela que Celia le había contado hacía tiempo. En Galicia, dos mujeres que como ellas se amaban, decidieron burlar las normas de una sociedad que jamás hubiera aceptado su amor. Para ello, una de ellas se hizo pasar por un hombre y aunque en su momento a Celia le pareció una hazaña digna de admirar y le sirvió para darse cuenta que era lo que de verdad sentía, jamás se le había pasado por la cabeza hacer lo mismo. Pero Aurora, Aurora estaba dispuesta a hacer lo que fuera y aunque la cordura de la futura corresponsal de guerra la devolvió a la realidad enseguida, necesitaba creer en lo imposible. Aunque lo imposible solo durase un instante. Un instante que, a Celia, no le importó hacer eterno.

Dejó que Aurora hablase, que le explicase sus planes, que se regocijase en la esperanza de que a ellas iba a salirles bien la jugada, que no tendrían que huir, que no acabarían en la cárcel. Celia sintió que lo necesitaba y dado que ambas opciones ya llevaban acechándoles un tiempo, sentir que, de ocurrir, ocurriría por amor, tampoco podía hacerle daño alguno así que dejó que siguiera fantaseando.

—¡Que lo tengo todo pensado! Que me voy a vestir de hombre, me voy a cortar el pelo como si fuera un hombre y voy a aprender a andar como un hombre.

Celia no daba crédito a lo que estaba escuchando. Ni siquiera la propia Aurora parecía creerse sus palabras, aunque sonasen convencidas. Se miraban y se reían de sí mismas. De a donde habían llegado, de la felicidad idílica que se escapaba de sus ojos. La enfermera no pudo evitar imaginarse con el pecho vendado para disimular lo que “le sobraba” y quién sabe si por su cabeza no pasaron unos calcetines metidos en la entrepierna para simular lo que “le faltaba”.

Sabía de sobra que no llegaría a hacerlo. Ella no era un hombre y no pretendía serlo, pero si necesitaba sentirse valiente, ¡se iban a ir a la guerra! Y pensar que con un simple disfraz podrían cumplir un sueño, acababa de devolverle la fortaleza de la mujer que fue, esa que Celia reconoció de inmediato aunque insistiera en su locura. Una locura que, no podía engañarse, le estaba alegrando la mañana, el corazón y que quizá, si no supusiera la coronación de su montaña de problemas, dejaría que le alegrase el resto de su vida sin tanta coherencia. Pero Aurora se había envalentonado y dispuesta a llegar hasta el final hizo como que se enojaba cuando Celia insinuó que la guerra ya era lo suficientemente peligrosa por cuenta propia como para añadirle esa farsa.

—¡Oye! Nuestro amor no es una farsa.

Celia sabía que su amor no era una farsa. Habían pasado demasiadas cosas como para tener la mínima duda acerca de ello, pero ya estaba más que escarmentada con eso de tentar a la suerte y, aunque Aurora también tenía aprendida la lección, estaba cansada de temerle al azar. De temer a Marina, al tío de Celia, a la cárcel, al garrote, a la guerra… Estaba cansada de temer que cualquier movimiento, comentario o gesto pudiera delatarlas. Tan cansada que aquella mañana se había levantado con la necesidad de dejar que el ansia por vencer en algo le dominase la razón. Estaba segura de que, con ella vencida, podría enfrentarse a todo cuanto quisiera que les esperaba en Alemania. Y, como en ese momento, era Celia quien ejercía ese cargo decidió que sí, que se tiraría al río, de cabeza y con el alma desnuda porque, aquella mujer que seguía sonriéndole al amor de una loca que había perdido la cabeza, era la mujer de su vida y ella estaba dispuesta a ser su esposa, su esposo o lo que fuera que tendría que ser para asegurarse de que, pasase lo que pasase, siempre serían un solo corazón.

La maestra quiso decir algo, no sabía bien el qué, pero tampoco importó demasiado porque Aurora levantó las manos para frenar cualquier palabra que pudiera seguir ensalzando a una cordura que, por mucha razón que pudiera tener, no necesitaba.

Miró a los lados buscando algo con lo que poder hacer oficial la pedida. Todo aquello lo había pensado por la noche y aunque le hubiera gustado tener una alianza de verdad, no le había dado tiempo. Al girarse, vio el ramo de flores y pensó que nada podía representar mejor lo que eran la una para la otra que una de las hierbas que colgaban de él. Al fin y al cabo, la lucha por la casa de socorro, aunque dura, les había dado un sinfín de alegrías y conociendo a las vecinas no tuvo la menor duda de que la carga de amor que llevaba consigo era de sobra adecuada para interpretar el papel.

Con cariño la enroscó sobre sus dedos lo mejor que pudo. Sus manos temblaban al ritmo que le marcaba el corazón desbocado y estaba segura de que hacer una lazada con ella sería imposible. Clavó su mirada en los ojos brillantes de Celia. Todo cuanto había dicho hasta el momento pasó a un segundo plano del que se olvidó en cuanto Aurora levantó su mano y puso ante su dedo anular el improvisado anillo que, ni era lujoso, ni tenía un diamante pero que, en aquel momento, le pareció la joya más preciada del universo.

—Celia Silva. ¿Quieres casarte conmigo?

Aquella pregunta lo llenó todo y el sí que Celia respondió sin dudar hizo que la maleta que descansaba sobre la cama se sintiera un trasto inútil. Lo que acababa de ocurrir frente a ella le demostró que nada de lo que pudiera trasportar en su interior sería nunca tan importante como lo que sus portadoras llevarían fuera.

La emoción que sintió Aurora ante la respuesta fue indescriptible. Casi tan indescriptible como la que sintió Celia al responder. Ahora las locas eran las dos. En sus rostros apanfilados casi podían verse dibujados los reflejos dorados de algún imponente retablo tras el altar de alguna iglesia a la que sabían nunca llegarían, pero a la que tampoco aspiraban pues, al fundirse en el beso que selló el compromiso sus pensamientos coincidieron. Ambas se vieron en casa Silva. Aurora al final de las escaleras, como cuando regresó por primera vez, aunque en su rostro no había ni un ápice de tristeza, ni en sus palabras el más mínimo reproche sino todo lo contrario. Con un vestido blanco, de cuello de barco y encaje, sonreía inquieta y contenía las lágrimas mientras Celia, ataviada con otro vestido parecido al suyo, descendía por ellas con esa pureza que arrastra consigo la nieve recién caída. En el salón, Adela, Blanca, Francisca y Elisa esperaban sentadas a la derecha de un atril improvisado tras el que esperaba Diana. Ninguna de las dos podía creerse que aquello estuviera sucediendo. Se miraron, sonrieron y enhebraron sus brazos en los brazos de Rosalía y de Salvador que las esperaban en la puerta para acompañarlas hasta allí a través de un camino de pétalos de rosas y plumas blancas que se deslizaban por el suelo como la bruma de un sueño. Un aplauso prudente inundó el salón para sorpresa de ambas. La estancia, mucho más grande de lo que recordaban, estaba llena de miradas de esperanza que se encendieron al verlas aparecer. Las mujeres que llevaban meses apostando por ellas no podían perderse ese momento y Diana se había encargado de llamarlas a todas, una por una. A las que vivían en Madrid y a las que no. Incluso se aseguró de que las mujeres que vivían fuera de España pudieran asistir. Allí había cientos de nacionalidades, de tonos de piel, de colores de cabello y de estilos, porque todas eran libres. Todas podían ser quien querían ser. Había quienes lloraban a mares apoyadas en el hombro de quien se sentaba a su lado y quienes sonreían tanto que parecía faltarles rostro. Las reconocieron de inmediato, a todas y cada una de ellas y con un asentimiento de cabeza cargado de ternura, agradecieron su presencia, el valor que en los momentos de flaqueza les habían insuflado, las alegrías compartidas y las penas consoladas.

Y es que, Celia y Aurora eran para ellas mucho más de lo que ninguna de las dos pensaba. Lo mismo que ellas eran para esa maestra y esa enfermera que, cambiando las reglas del mundo, avanzaban hacia el “sí quiero” con la banda sonora de su vida marcando el caminar.

Eran la compañía de cuando se sentían solas. El amor que no llega, el que se ha ido, el que vendrá. El valor, el miedo, la esperanza y la alegría. La dulce locura que, día tras día, les demostraba que todo es posible aun cuando nada lo parece.

Adriana Marquina

miércoles, 12 de octubre de 2016

Por dos

El sonido de las bombas cayendo a su alrededor despertó a Aurora entre una nube de polvo y humo que hizo imposible que el primer aliento no se le quedase atascado en la garganta. Celia dormía a su lado, plácidamente. No en la misma cama, en aquel lugar no podían compartir lecho. La tienda de campaña estaba abarrotada de gente y aunque había habido ciudades en las que el azar les había permitido alguna inclusión fugaz en el jergón de la otra, a Aurora le dolían las manos de añorar el tacto de su piel.

Respiró profundo bajo la manta y miró a su alrededor confundida. Hacía meses que vivían así, pero ella aún no se había acostumbrado y estaba casi segura de que no lo haría nunca. No quiso perder a Celia cuando las opciones fueron quedarse sola en Madrid o irse con ella, no quiso perderla y sabía que el trabajo como corresponsal hacía a su compañera inmensamente feliz, aunque ella, ella no sentía lo mismo. Diariamente disimulaba las lágrimas que le encogían el corazón. Cada vez que un soldado herido era llevado al hospital de campaña, sentía que su trabajo allí era una esperanza vana disfrazada de ayuda incapaz de ayudar.

Habían huido de Marina y su interminable venganza. Del tio Ricardo y su insaciable maldad. De Velasco y sus obligaciones. Habían huido de un sin fin de amenazas que hacían de su vida un constante miedo, una constante angustia. Habían huido de una guerra para adentrarse en otra aun peor y Aurora se sentía culpable del credencial que colgando de su cuello le concedía una imparcialidad que alejaba el dolor físico, pero que nada podía hacer contra el dolor humano que las rodeaba constantemente.

Asegurándose de que nadie pudiera verla cogió su abrigo, se acercó hasta la cama de Celia, subió la manta que se había deslizado y le dio un beso en la mejilla. Sonrió al ver su mueca de agradecimiento y maldijo a la vieja máquina de escribir que descansaba en el suelo. A ella si le permitían dormir a su lado. Volvió a mirarla y salió a la calle, a la oscuridad parpadeante, al silencio aterrador que se apoderaba de su pecho tras cada bombardeo. Aquello no era vida, no era justo, aquello, aquello era el mismo infierno, su infierno.

Mirando al cielo plagado de estrellas que no brillaban porque solo podían llorar, se sentó en el banco de una mesa del campamento, rebuscó en los bolsillos de su uniforme harapiento y sacó un cigarrillo de la pitillera que uno de los soldados a los que no habían podido salvar le regaló en su último aliento. Hacía mucho tiempo que no fumaba y cuando sintió el humo en sus pulmones se transportó inevitablemente a la ventana de sus sueños, a aquella a la que no había vuelto porque creía que todos se habían hecho realidad. Cerró los ojos y expulsó el humo despacio, tanto que se vació por dentro, que volvió a Madrid, a la consulta del Doctor Uribe, a la primera vez que vio a Celia Silva, al vuelco que le dio el corazón cuando supo el motivo por el cual se estaba tratando, al abrazo con el que prometió sacarla de allí, al primer beso, a la primera vez, al temblor de piernas que detuvo con caricias, a Arganzuela, a su hogar.

Una lágrima se deslizó por su mejilla al tiempo que una estrella fugaz atravesaba el cielo. Pidió un deseo: “Que esto termine”. Y se cumplió. Un destello cegador lo iluminó todo a su espalda, un silbido ensordecedor se apoderó del mundo. Apenas tuvo tiempo de girarse y ver el campamento saltar por los aires antes de que la onda expansiva la lanzase contra el suelo polvoriento, antes de que, a su lado, cayera la máquina de escribir que ya nunca volvería a marcar el punto final de ninguna historia.

—¡Aurora! Aurora cariño, despierta. Estás teniendo una pesadilla.

Aurora abrió los ojos sobresaltada. Los zarandeos de Celia se habían colado en su sueño como si algún superviviente de aquella masacre estuviera intentado alejarla del caos en el que se había transformado todo. La miró como se mira a los fantasmas. Le apartó el pelo del rostro y lo sujetó con ambas manos para romper a llorar entre balbuceos ininteligibles que hablaban de estrellas fugaces que eran bombas, de bombas que parecían estrellas fugaces, de deseos cumplidos convertidos en pesadillas, de pesadillas que deseaba no se cumplieran. De huir, de quedarse, de amor... Todo cuanto Aurora sentía, era eso, dolor de amor, porque ella estaba dispuesta a hacer lo que fuera por la mujer que la abrazaba sobre su pecho intentando calmarla, pero estaba sobrepasada, cansada, harta de no poder ser feliz ni en sueños. Se echaba de menos a sí misma. Echaba de menos su seguridad, su lucha sufragista, su libertad que, aunque solo existiera dentro de aquella casa, ya era mucho más de la que nunca había tenido y sentía que ya, ni siquiera disponía de ella. A veces se preguntaba si podría ocurrirles algo más. Sí, ocurrirles, porque ella hacía mucho tiempo que pensaba por dos. Por dos se había visto involucrada en una historia que ni les iba ni les venía. Por dos había estado a punto de morir asfixiada. Por dos había participado en un secuestro con el que no estaba de acuerdo pero que ya no tenía retorno. Por dos vivía pendiente de cualquier nueva amenaza. Por dos había estado a punto de terminar lo que el matón del tio Ricardo no supo ejecutar. Por dos sabía que estaba dispuesta, aunque lo negase, a coger las maletas y viajar hacia una guerra que, estaba segura, no tenía nada bueno que ofrecerles, aunque Celia viese en ella la oportunidad de sus vidas. Sí, de "sus", porque Celia también pensaba por dos, también había hecho todo lo que había hecho por dos, aunque, en aquel momento, por, muy acompañada que estuviera, Aurora se sentía más sola que nunca.

Celia insistió en preguntarle qué era lo que había soñado, pero Aurora se hizo la olvidadiza. ¿De qué serviría contarle su sueño? ¿Para qué iba a preocuparla por algo que ni siquiera habían decidido todavía? Se hizo la olvidadiza y le habló de que los ojos de Marina debían haberse escondido entre sus pensamientos antes de quedarse dormida. Que eran ellos los que la habían sobresaltado, los que le habían perturbado el sueño. La maestra se levantó a por un vaso de agua. Aurora lo recibió agradecida, a pesar de saberse a salvo seguía sintiendo en la boca la sequedad de la tierra removida.

—¿Seguro que estas bien?

Aurora asintió intentando disimular el malestar, dejó el vaso en la mesilla y se acurrucó a Celia cuando esta volvió a acostarse a su lado. El calor de las sábanas se había mantenido intacto y ayudó a que su corazón recuperase el latir calmado. Cerró los ojos y se deshizo del olor frío del miedo hundiendo la nariz en el pelo de la mujer que, como si nada hubiera ocurrido, se había vuelto a quedar dormida. Aurora admiró la capacidad de abstracción de la maestra, por un segundo pensó que quizá nada le importase, que a lo mejor su conciencia no estaba tan dolida como quería aparentar... Se equivocaba.

—No sé cómo dormiría sin tenerte a mi lado. Eres mi paz —susurró de pronto alejando de la cabeza de la enfermera los pensamientos que a punto estaban de poner en duda la nobleza de su compañera.

—¿Y si te equivocas y en realidad soy tu guerra?

—Serías una guerra en la que no me importaría morir...

Y por dos se besaron como si esa fuera a ser la última noche. Por dos se abrazaron creando su propio escudo. Por dos se mantuvieron a salvo de una bomba inexistente. Por dos se quedaron dormidas en la paz de una noche en la que la guerra acababa de llenarlo todo de amor.


Adriana Marquina

domingo, 9 de octubre de 2016

Repitiendo con La Estupidez y El Jurado

En cuestión de quince días he repetido, sí repetido, con dos obras de teatro maravillosas. No es que esté loca. Tampoco que me sobre el dinero, es simplemente que dos de los integrantes de ambas obras se han hecho adorar y ver su trabajo de nuevo siempre es un placer. Con esto, por supuesto, no quiero menospreciar el trabajo del resto de actores que, sinceramente, si la primera vez me sorprendieron, la segunda en ambos casos, me dejaron sin palabras. Y, además, hay que ir al teatro ¡Coño! 

El día 23 de septiembre le tocó a La Estupidez. Fue en el teatro Apolo de Miranda de Ebro. Un teatro pequeñito pero muy acogedor. En su día ya hice una crítica de esta obra, podéis leerla aquí:  Crítica La Estupidez , pero Matadero Madrid es una cosa y un teatro en sí mismo, es otra. ¿La diferencia? La altura del escenario. Algo que en principio no parece gran cosa, pero que sí lo es. Segunda fila a la derecha del escenario, en Matadero fue segunda también, pero a la izquierda. En Matadero escenario a ras de suelo, en el Apolo escenario alto. Mentiría si dijese que en el segundo caso quizá hubiera estado mejor en quinta, cosas de perspectiva, pero eso ya, es cosa mía. Pero a lo que vamos, que lo importante, es la obra. La primera vez, como habéis podido comprobar, salí encantada. Los cinco actores, Toni Acosta, Ainhoa Santamaría, Fran Perea, Javier Márquez y Javi Coll, interpretan los veinticuatro papeles con una maestría admirable pero la segunda, la segunda salí alucinada. ¿El motivo? Cuando ves una obra (también me pasa con las películas), por segunda vez, te fijas en “los detalles”, esos que se te escapan cuando no sabes lo que va a ocurrir y de los que te enamoras cuando ya te los esperas. Detalles que le dan sentido a lo que no lo tenía, en este caso, a la estupidez de cada personaje que puedo aseguraros es mucha.

La estupidez te lleva inevitablemente a preguntarte cuantas veces somos estúpidos en nuestra vida. Cuantas veces nos rodeamos de gente estúpida que nos hace hacer estupideces. Cuantas veces somos nosotros los que “obligamos” a que los demás las hagan o lo sean porque, desgraciadamente o no, la estupidez está en el aire y en esta obra va perfumada con aroma de talento. De un talento que cala, que embauca, que desconcierta y que acierta porque el trabajo que lleva detrás, el que se ve delante y el que no se ve, da de lleno en las tres horas que dura la obra. Tres horas que recomiendo de nuevo a quienes aún no hayan reservado habitación y que aseguro cambiarán la imagen de motel cochambroso por hotel de cinco estrellas a quienes, como yo, decidan volver a pernoctar bajo la cama del cuadro cambiante.


La otra obra de la que hablo es, ni más ni menos, que El Jurado. ¿La diferencia? La misma, aunque en este caso en vez de en segunda fila, hablo de primera. De Matadero, al teatro Carrión de Valladolid. Como en el caso anterior, en su momento también opiné de ella:  Impresiones El Jurado , pero al contrario de lo que he sentido al releer lo que escribí sobre La Estupidez, creo que, quizá por miedo a desvelar demasiado, en su caso, me quedé corta.

Cuando se abrió el telón y vi la altura a la que se encontraba la mesa en la que sabía tenían que sentarse los miembros del jurado que, a pesar del calor, volverían a encontrarse ante la duda del culpable o no culpable, que no es lo mismo que inocente aunque pueda parecerlo, pensé que desde donde estaba no iba a ver ni la mitad de dicha mesa, pero admito que me equivocaba y aplaudo encarecidamente la adaptación a dicho escenario, la coordinación de movimientos y, de nuevo, el valor moral de todo cuanto representa cada giro.

Como decía antes, ver por segunda vez una obra, te permite fijarte en los detalles y, El Jurado, está lleno de ellos. Todos admirables, todos importantes, todos tratados con un mimo y un talento que te hace torcer la sonrisa en un “ahora lo entiendo todo” que consiguió que la obra, fuera una obra completamente diferente siendo exactamente la misma.

La primera vez, el jurado número dos, interpretado por Isabel Ordaz con un cariño que constantemente hace que quieras llamar a tu madre para disculparte por las veces que hayas podido “hacerle daño”, me dejó una sensación de cordura y honestidad que valoré con la cabeza. Ayer, esa mujer que se mantiene estable a pesar de su dolor de rodillas, me atravesó el corazón. Ayer comprendí el pasotismo fingido del jurado número seis (Usun Yoon). Sin duda hay veces que es mejor desconectar de un mundo que te prejuzga y que piensa que no tienes nada que decir solo porque hay quienes creen que, sobre “ti”, ya está todo dicho. De la mano de Eduardo Velasco y de Josean Bengoetxea descubrí que, dependiendo de lo que la vida te haya dado o quitado, de la capacidad que tengas para explicarte o de lo que creas en ti mismo, puedes ser respetado de una forma o de otra. Hablo de que si la vida fuera justa, tanto el uno como el otro podrían ser, bajo mi punto de vista, el jurado, presidente y portavoz número uno o el número nueve. Víctor Clavijo, jurado número siete y su joven y elitista empresario, chocan de frente con Canco Rodríguez y el partido de fútbol del que termina olvidándose el jurado número tres al considerar el primero que su capacidad para impartir justicia no debería equipararse a la de su, digamos básico, compañero. Ambos, seres en apariencia amorales que, sin embargo, no lo son. El nerviosismo de Cuca Escribano, jurado número ocho, y su motivo, el cual me reservo, me mantuvo atenta a unos movimientos que nadie, excepto Ordaz parecen comprender. Unos movimientos a los que la primera vez no di la importancia necesaria y que ahora, poniéndome en su lugar, no creo que yo hubiera soportado. Luz Valdenebro, jurado número cuatro, se pasa la obra defendiendo dos cosas, sus ideales y su condición de mujer que, como a muchas nos pasa, parecen no poder ir unidos y que sin embargo ella fusiona de una forma admirable enmudeciendo y aleccionando al “patriarcado” antes de que la realidad, por muy desinteresada que esta sea, la enmudezca a ella. Finalmente, Pepón Nieto, jurado número cinco. De él, de su papel, de su personaje, de ese hombre “conciencia” que si duerme por las noches es por el calor que le otorga la cartera, no puedo deciros más que estéis atentos, a sus miradas, a sus sonrisas fingidas, a sus comentarios nada casuales, a sus giros contrarios y a sus silencios que, no son muchos, pero que consiguen más que cualquier frase.

Dicho todo esto, que de nuevo creo que quizá es más de lo que debería haber dicho y recomendando de nuevo y efusivamente ambas obras, solo me queda lamentarme. ¿Por qué? Porque a pesar de que pueda parecer una locura, repetiría de nuevo con esta última solo por poder ver integrado en ella a uno de los protagonistas de la primera, a Fran Perea que, por los motivos que sea, va a sustituir en tres funciones a Pepón y a su jurado número cinco, pero me es imposible cuadrar trabajo y fechas. Y me lamento porque estoy segura de que lo va a bordar, de que, sin menospreciar ni mucho menos el trabajo de Pepón, le va a dar otro aire a la obra, otro talante, otra voz. ¡Y menuda voz! Pero en esta vida no se puede tener todo y en esta ocasión, me toca a mí quedarme sin ver, sobre el mismo escenario, a dos personas maravillosas, de talento más que admirable, de enorme y noble corazón que se merecen todo lo bueno que la vida pueda depararles como son Luz Valdenebro y Fran Perea.

Adriana Marquina

domingo, 2 de octubre de 2016

Domingo de Tormenta


El domingo amaneció oscuro. Cuando Aurora bajó a la calle a por el pan y la leche para el desayuno, se dio cuenta de que la amenaza de una gran tormenta era inminente. El sol agonizaba tras las nubes grises que cubrían el cielo. Las mujeres del barrio murmuraban entre sí. Se lamentaban de lo que venía. La mayoría de las casas se inundaban cuando llovía. Muchos tejados acusaban goteras y los suelos se convertían en barrizales. En un chamizo situado al otro lado de la calle, un hombre repartía cubos, barreños y un sinfín de objetos que mínimamente pudieran contener el agua. Aurora había olvidado lo que significaba en aquel lugar una tormenta. Había olvidado, incluso, lo que le gustaba el petricor que comenzaba a invadirlo todo. Nada era más característico de una tormenta que aquel aroma y aunque estuvo tentada, subió a casa antes de que el agua que se veía venir a lo lejos, la empapase entera.

Celia seguía durmiendo. El artículo que estaba escribiendo sobre Marina la había tenido en vilo toda la noche del viernes y casi todo el sábado. La enfermera sabía que tenía que descansar, todo aquel asunto la tenía agotada, moral y físicamente. Su mirada había cambiado en las últimas semanas. La vida que solía iluminarle el rostro se apagaba en los intentos que la maestra hacía por sonreír. Intentos vanos, aunque, aquel domingo, iba a ser diferente.

—¡Como me gusta el olor a café recién hecho!

El sonido de la voz de Celia pilló a Aurora desprevenida. Estaba tan entretenida preparando el desayuno que no escuchó el chirriar del somier. La maestra la miró divertida, había salido a hurtadillas a propósito. Adoraba las diversas reacciones que tienen las personas cuando se asustan y, la de aquella mujer que se afanaba en la cocina, siempre era encantadora.

—Lo siento cariño —dijo acercándose a ella para darle un tierno beso de buenos días —, no pretendía asustarte —mintió.

—¿Has dormido bien? —preguntó la enfermera dándole una palmadita en el trasero a sabiendas de que el susto no había sido casual.

—Sí, la verdad es que sí. Me costó dormirme, no voy a negarlo, pero he tenido un sueño de lo más reparador. ¿Por qué no has abierto la ventana? —preguntó al ver que seguía cerrada a cal y canto.

—No quería que entrase la luz de la calle para no despertarte, aunque casi está más oscuro fuera. Va a llover, pero no me cambies de tema, ¿vas a contarme el sueño?

Celia asintió con la cabeza antes de coger del fuego la cafetera. Aurora, que estaba colocando sobre la mesa las tazas, la leche y el par de tostadas con aceite que había preparado, no la vio y volvió a preguntar.

—¡Claro! Aunque no sé si es un relato apropiado para el desayuno.

—Ha sido un sueño…

—¡Sí! Ha sido un sueño….

Las miradas pícaras de ambas se cruzaron de un lado a otro de la mesa. Aurora azucaró el café y lo removió despacio. Fuera el cielo seguía ennegrecido, pero, al contrario de lo que esperaba, dentro, parecía brillar el sol.

—He soñado que celebrábamos nuestro aniversario de una forma… un tanto peculiar —comenzó a decir Celia cuando tragó el primer mordisco de tostada.

—¿Peculiar? —preguntó Aurora intrigada.

—Sí. Debo decirte que, en mis sueños, tu imaginación para ciertas cosas suele ser muy loable.

—¿Acaso insinúas que no lo es cuando estas despierta?

Aurora, que amaba aquella mujer con todo su ser a pesar de que últimamente estaba más fría de lo normal, recordó inevitablemente que, dos días antes, cuando ella le hizo entrega de la cajita con sus mechones de cabello, Celia tuvo que irse a trabajar y que, probablemente por descuido —se negaba a creer que hubiera sido por otra cosa —, ni siquiera le había dado un beso.

—¡No! —exclamó ante la repentina tristeza en la mirada de la enfermera que incluso había dejado la tostada en el plato —No cariño, no digas eso. Me encantó tu regalo y me siento muy culpable de haberme marchado de aquella manera —Celia parecía haber adivinado el pensamiento de Aurora —. Me refería a que en mis sueños puedes llevar a cabo muchas locuras que, aunque quisiéramos, no podríamos hacer despiertas. Eres la mujer más romántica que conozco —el gesto de la enfermera volvió a suavizarse —. Eres… la amante perfecta.

—¿Tan bien te lo has pasado en ese sueño tuyo?

—Tan bien, nos, lo hemos pasado —corrigió.

Celia le contó a Aurora el sueño mientras terminaban de desayunar y lo recogían todo; La mesa que había adornado con velas para la cena… El landó con el que Fermín fue a recogerlas a la puerta de la corrala… La parada que hicieron en el banco del parque, en su banco y la posterior visita al Excélsior.

—¡Incluso nos hacíamos el mismo regalo! Un collar con forma de corazón con nuestras iniciales grabadas, aunque, si te soy sincera, me gusta mucho más el detalle del guardapelo —aclaró abrazándose a ella por la espalda —¡Por cierto! ¿Cuándo me cortaste el mechón? —preguntó apretando ligeramente el costillar de Aurora que no pudo evitar retorcerse ante la amenaza de las cosquillas.

—El otro día, mientras te peinaba… —respondió un poquito avergonzada apoyándose sobre la mesa que hacía las veces de encimera —Pero me aseguré de que no se notase.

—Tranquila, sé que eres una mujer muy cuidadosa.

El beso con el que Celia terminó aquella frase, apasionado como un perdón que se ruega, pilló a Aurora completamente desprevenida. Un cosquilleo recorrió su entrepierna al sentir la húmeda lengua de la maestra sobre sus labios y, en un arrebato que tiró por tierra la afirmación sobre su cautela, la levantó por los aires en un giro rápido que la dejó sentada sobre la encimera. La cara de sorpresa fue notable, igual que lo fue la apertura de piernas con la que aceptó aquel movimiento. Aurora se deshizo de un manotazo de todo cuanto podía molestarles, afortunadamente, no había nada que pudiera romperse. Celia la miró con deseo, no sabía muy bien por qué, pero la falta de cordura le recorría el pecho erizado. La excitación de ambas comenzó a invadirlo todo. Llevaban semanas sin intimidad, sin sexo, por una cosa o por otra no habían tenido un momento para recrearse en ellas mismas y, aquel domingo en el que la lluvia mantenía al mundo atrincherado en sus casas, era perfecto para ello.

Celia desabrochó con ansiedad la camisa de Aurora. Sus cuadros cayeron al suelo junto a la fruta que había terminado de rodar. Al segundo, cayó sobre ella el sostén que cubría sus pechos. La lengua de la enfermera se perdió por el cuello de la Silva, bajó por sus hombros y se detuvo al encontrarse con la tela del camisón que ya se había despertado. Deshizo la lazada del cuello, los botones se abrieron solos, todo cuanto les rodeaba parecía estar a su favor. La tela resbaló por los brazos de Celia, descubriendo sus clavículas, punzantes como cuchillos. No le costó demasiado sacar los brazos, a Aurora tampoco le costó nada complementar el desayuno con la piel suave de sus pechos. Se deleitó en los pezones de la maestra que endurecidos recibían cada nuevo beso con ansia. Las manos de la enfermera comenzaron a recorrer las piernas que la abrazaban. Despacio recorrieron cada centímetro, con suavidad sujetó la costura de las bragas de las que se deshizo sin problema. Celia dio un pequeño saltito para acercarse más a ella, para atrapar con sus muslos la cadera que intentaba entregarse sin éxito. La mesa lo impedía. Aprovechando la inercia de la altura y que el camisón le permitía introducir las manos desde arriba, Aurora sujetó los glúteos de Celia para bajarla de allí.

—Te vas a hacer daño —susurró Celia al ver que Aurora comenzaba a andar con ella en brazos.

—Nada puede hacerme daño cuando te tengo desnuda.

—Nos sobra demasiada ropa.

Ante aquella verdad, la enfermera dejó a Celia en el suelo. El camisón de esta se deslizó hasta el suelo. Con un movimiento delicado sacó las piernas de él. Al hacerlo, obligó a Aurora a retroceder un paso. Quedó casi sentada sobre la mesa del salón, cosa que Celia aprovecho para terminar de tumbarla sobre ella. Besando su pecho desabrochó el cinturón que mantenía la falda en su lugar. Al tiempo que bajaba la tela, recorría su vientre con besos lascivos. Igual que había pasado con el camisón, la falda y las bragas de Aurora se deslizaron por sus piernas hasta el suelo. Celia no pudo evitar levantar la cabeza, deleitarse ante la imagen que tenía delante, con el compás que marcaba la respiración agitada de la enfermera que, sin poder evitarlo, mordió el envés de su dedo índice al sentir como la lengua de la Silva se perdía entre su vello púbico. Levantó las piernas, las posó con cuidado sobre los hombros de la mujer que acaba de desaparecer dentro de ella. Ahogó un gemido y retuvo el latigazo que le recorrió la espalda. Las manos de la maestra se aferraron a su cintura para controlar el movimiento de aquel cuerpo que se retorcía de placer. Cuando estaba a punto de deshacerse, sintió como Celia se detenía. Abrió los ojos, miró hacia abajo y sonrió ante la maldad que se dibujaba en la mirada de la mujer que le tendió las manos para que pudiera levantarse.

—Escucha… —le susurró al oído después de morderle el lóbulo de la oreja.

—No oigo nada —respondió Aurora aún con la respiración acelerada.

—La cama nos reclama. Dice que nos echa de menos.

Como la niña traviesa que era, Celia salió corriendo en dirección a la habitación. Aurora la miro divertida y le siguió el juego corriendo tras ellas como corre un gato detrás de un ratón. Cuando atravesó la cortina, la maestra ya estaba tumbada sobre la cama. Boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada y las piernas abiertas con una sutileza que a Aurora le pareció encantadora. Aquella mujer era preciosa. Se quedó mirándola un segundo, recorriendo con la mirada su cuerpo, saboreando la piel que la esperaba como los perros de Paulov saboreaban la carne al escuchar la campana. Despacio se acercó hasta ella. Con cuidado de no hacerla daño apoyó las rodillas en la cama, una a cada lado de sus piernas. Apoyó las manos, se sintió un poco ridícula estando a cuatro patas sobre ella, pero le dio igual. Besó el muslo derecho mientras acariciaba el izquierdo y le dio un sutil mordisco en el glúteo antes de recorrer una a una las vértebras que dividían su espalda en dos. Cuando llegó al cuello no tuvo más remedio que tumbarse sobre ella, ligeramente recostada hacía la izquierda para no ahogarla, para que ella también pudiera moverse.

—Eres preciosa —le susurró al oído.

La cadera de Celia se elevó unos centímetros, los suficientes para que la mano de Aurora que descendía por el costado pudiera colarse bajo ella.

—Hazme el amor Meine Liebe…

Aquellas palabras calentaron la habitación de tal manera que una gota de sudor resbaló por el cuello de Aurora y le recorrió el pecho provocándole un escalofrío que le hizo apretar los dientes contra la espalda de Celia que se retorció de placer al sentir el filo sobre su sensible piel. La mano derecha de Aurora se perdió entre las piernas entregadas de Celia. Sus dedos se tensaron al sentir la humedad que escondía entre los labios. Un sonoro trueno que retumbó contra las paredes del patio marcó el inicio de la melodía que desde ese momento se apoderó de la habitación. Gemidos, respiraciones entrecortadas, palabras ininteligibles y el golpeteo de lo que estaban seguras era granizo contra la madera de la ventana. Aurora, ayudada por unas cuantas caricias, consiguió que Celia se girase boca arriba después de que esta sujetase su mano tras el último gemido, ese que hizo que mordiera la almohada sin piedad. La enfermera conocía bien el cuerpo de su amante y sabía que, dentro de él, aún quedaba amor que entregar. Con cuidado volvió a colocarse encima. Se sentó a horcajadas haciendo que ambos pubis coincidieran. Despacio comenzó a contonearse ayudada por la cadera de la maestra que, aunque se creía rendida, no pudo evitar volver a entregarse cuando, entre los brazos extendidos de Aurora que apoyaba las manos sobre ella, vio sus pechos atrapados.  

El granizo siguió golpeando la ventana durante horas. Los gemidos siguieron rebotando contra las paredes de aquella habitación en la que el calor aumentaba por segundos. Las gotas de sudor recorrieron la espalda de Aurora una y otra vez mientras que las de Celia brillaban sobre su cuello como un collar de diamantes.

La tormenta arrasó con todo aquel domingo en Arganzuela. Con todo menos con el amor que se atrinchero en aquella casa y que las mantuvo hasta la noche atrapadas en sus cuerpos desnudos.

Aprovecharon la tormenta para recuperar el tiempo perdido, el amor malgastado, los besos olvidados, las sonrisas apagadas, las caricias retenidas…

Aprovecharon la tormenta para bailar sin música, para comer sin hambre, para beber sin sed…

Aprovecharon aquel domingo para ser la amazona que, alternativamente, hacía a la otra rozar el mismísimo cielo encapotado...

Adriana Marquina