miércoles, 30 de noviembre de 2016

Para ella sí


Las luces del pequeño piso de Arganzuela se apagaron mucho más tarde de lo habitual. La inesperada visita de Carmen de Burgos, hizo qué, lo que parecía iba a ser un café de tarde de invierno, se convirtiera en una cena y tras ella, en una charla regada por el suave sabor de un licor que Aurora guardaba para las ocasiones especiales.

—Se va a quedar usted a cenar ¿Verdad? —preguntó Aurora al retirar las tazas vacías de la mesa.

—Si se sigue refiriendo a mí como si estuviera hablando con una anciana de alta alcurnia, desde luego que no —respondió Carmen con esa ironía suya tan característica.

—Discúlpeme —la periodista la miró inquisitivamente —. Perdón —sonrió la enfermera —. Discúlpame, aunque lo mismo digo.

—Ahora que ya nos tuteamos, puedo declinar la invitación con menos pesar. Llegar hasta aquí no es sencillo, por lo que deduzco que regresar a Madrid tampoco lo será. No quisiera que se me hiciera demasiado tarde.

—Puedes quedarte a dormir aquí Carmen —apuró Celia —. Tenemos otra habitación. No es ninguna maravilla, pero siendo corresponsal de guerra estoy segura que no te escandalizará.

La invitada dudó un instante antes de sonreír con aprobación la propuesta de su amiga. Lo cierto era que al llegar a Madrid lo primero con lo que se encontró fue con la portada del periódico que incansable seguía recriminando, juzgando y demonizando a la señorita Celia Silva y a su acompañante y puso rumbo a Arganzuela incluso antes de buscar alojamiento. Carmen estaba acostumbrada a perseguir noticias y sabía que la que mantenía a todos los viandantes de la estación de tren con la nariz pegada a las páginas del diario del día, estaría persiguiendo a sus protagonistas sin un ápice de piedad.

—Pues no se hable más —sentenció Aurora remangándose las mangas de la camisa para después colocarse el mandil —. ¡Cena para tres!

Frenando el gesto de Celia que anunciaba ayuda culinaria, Aurora comenzó a preparar una consistente sopa de ajo que les calentaría el estómago y que, de paso, alejaría de la casa a cualquier ente con sed de sangre que osase intentar acercarse. Se rió sola de su chanza y batió el aire con la mano al comprobar que las dos mujeres que la miraban con ternuras diferentes desde la mesa del salón, la observaban intentando averiguar qué era lo que le hacía tanta gracia.

Estaba feliz. Le dio igual el olor a ajo que se le quedó en los dedos hasta que los metió bajo el chorro de agua fría del grifo y al contraste, creyó sentir en sus manos el calor de la cama de la gallina que amablemente había creado aquella maravilla de huevo que sujetaba. El pan resquebrajándose ante el filo del cuchillo le recordó a su abuela. Cuando era una niña aquel sonido anunciaba una cena feliz en familia y volvió a sonreír al sentir que aquella mujer a la que acababa de conocer, ya formaba parte de la que ella había creado junto a Celia.

La conversación de ambas mujeres había pasado a ser casi tan picante como el pellizco de pimentón que acababa de verter sobre el aceite hirviendo, y sintió un poco de rubor al sentir en su espalda la sonrisa de Carmen y el amor de Celia.

—Es maravillosa —susurró.

—No sabes cuánto me alegro por ti querida. ¿Qué tal se lo han tomado tus hermanas? —preguntó de repente provocando que a Aurora se le cayera la cuchara de madera dentro de la cazuela obligándola a dar un pequeño gritito al haberse quemado ligeramente con un par de gotas mal dirigidas.

—¿Estás bien? —preguntó Celia acercándose a ella mientras agradecía el tiempo que aquella distracción le estaba dando.

—Sí. Si, perdón, se me ha resbalado de la mano.

—Intuyo que ha sido por mi pregunta y con ello deduzco que a las hermanas Silva el escándalo no les ha caído demasiado bien ¿Me equivoco?

Aurora volvió a sus quehaceres después de que Celia le untase con cariño un poco de la milagrosa pomada que la enfermera utilizaba para todo en las pequeñas quemaduras de la salpicadura. Podría haberse sentado mientras la cena se hacía sola, pero prefirió dejar que las amigas hablasen con tranquilidad.

—Desgraciadamente mi hermana Adela falleció hace unos meses tras sufrir un accidente —Carmen de Burgos le sujetó la mano con cariño y clavó su mirada solidaria en los ojos entristecidos de Celia —. El carruaje en el que viajaban ella y su hija, mi sobrina, volcó cuando un joven en bicicleta salió inesperadamente de un cruce. Hubo que operarla y… —un puchero detuvo la explicación.

—No sabía que tenías una sobrina —respondió sabiendo que hablar de un bebé siempre suele provocar una sonrisa.

—Sí. Eugenia. Ahora está a cargo de mi hermana Diana y de su marido. Es igual que su madre. Tiene sus ojos. La veo menos de lo que me gustaría, pero la quiero con locura. Es todo lo que nos queda de ella.

—Seguro que Eugenia se convertirá en una mujer fuerte y valiente como su tía.

—De eso no tengo la menor duda. Diana es de armas tomar, aunque justa. ¡Y muy inteligente! Estoy segura de que hará el papel de madre a las mil maravillas y que la educará para que respete la libertad de sus congéneres. No creo que mi hermana consienta que Eugenia se convierta en una de esas mujeres que no hacen más que chismorrear.  

—Me refería a ti.

—¡Celia cariño! Lo había entendido hasta yo —respondió Aurora sin darse cuenta que al hablar provocaría que ambas la mirasen y descubrieran que las observaba apoyada en la encimera con el mayor descaro del mundo.

—¿Por qué no te sientas con nosotras en vez de estar ahí como un pasmarote? —preguntó Celia con un retintín que provocó que Aurora se girase hacia la cazuela para volver a hacer como que hacía.

—Yo no soy valiente Carmen. De hecho, creo que hacía mucho tiempo que no sentía tanto miedo. Todo el mundo habla de nosotras. Murmuran. Nos insultan. No podemos salir a la calle sin sentir las miradas de asco de quienes hace un par de días nos saludaban con educación y alegría. Casi agradecimiento diría yo.

—Las maestras y las enfermeras suelen tener ese reconocimiento sí.

—Hasta que descubren que viven juntas y que no son primas.

—Ya se les pasará Celia. Las tormentas no duran eternamente. Lo importante es que a pesar de los rumores nadie se ha atrevido a denunciaros y que seguís libres. Presionadas sí, pero libres.

—¿Y si ocurre?

—Si ocurre ya veremos lo que hacer —concilió Carmen con una palmadita en la mano que aún no había soltado.

Tras el cruce de sonrisas. Una alentadora y la otra esperanzada, aunque de lo segundo había dos, Aurora anunció que ya estaba la cena y comenzó a poner los platos, los vasos y los cubiertos sobre la mesa.

Durante lo que duró el contenido de la cazuela, que no fue demasiado, aunque las tres pudieron repetir, incluso tripitir en el caso de Celia que cuando se ponía nerviosa tenía un hambre voraz e incontrolable, Carmen les contó los lugares que había estado visitando desde su última visita y les puso al día de lo que acontecía fuera de los límites de aquella ciudad que parecía más pequeña que nunca. La charla fue muy amena. Aurora se llevaba la cuchara a la boca por inercia pues, aunque lo intentaba, no podía apartar la vista de aquella mujer. Creo que sin quererlo vio en ella lo que llevaba tantos años ansiando ser y cuanto más hablaba, más comprendía el cariño incondicional que Celia sentía por ella. Su cultura iba mucho más allá de la lectura, el estudio o la educación recibida. Sus ojos reflejaban la vida de quien sabe de lo que habla porque lo ha vivido en primera persona. No perdió la sonrisa en ningún momento, ni siquiera hablando de los horrores de la guerra y sin embargo, podía sentirse el respeto que sentía hacia ella y hacia todo lo que la muerte que arrastraba suponía. Les habló de la lucha que mantenía contra ciertos cargos políticos para conseguir el sufragio femenino y se emocionó al hablar de los pequeños pero significantes avances que se habían ido consiguiendo en otros países. Tenía la esperanza de que en España también se conseguiría dar a la mujer un lugar digno y parecía no temerle ni a nada ni a nadie. Era libre, se le notaba cuando respiraba, cuando gesticulaba o reía a carcajadas olvidando el decoro impuesto.

—¿Os apetece un licor? Tengo uno guardado que es delicioso y creo que el reencuentro lo merece.

Celia y Carmen asintieron para después trasladarse al sofá. Allí la pequeña estufa eléctrica que calentaba la estancia se dejaba sentir con más intensidad.

—Al final no has respondido a mi pregunta.

Celia, que sabía perfectamente a lo que Carmen se refería, agachó la cabeza como si la vergüenza de las palabras que Blanca había disparado fueran de verdad culpa suya.

—Francisca no sabe nada porque hace tiempo que se fue a vivir a un pueblo. Está embarazada y tenía algunos problemas con su marido, un ser despreciable del que no merece la pena ni hablar. Diana, como bien ha comentado antes, es una mujer muy inteligente y respetuosa, a ella las habladurías siempre le han dado igual mientras lo que las provoca sea la felicidad de sus hermanas y Elisa… Conociéndola probablemente tenga otros problemas de los que preocuparse, pero cuando Celia se lo contó no puso objeción alguna así que suponemos que le da un poco igual lo que digan por ahí.

—Comprendo. Pero eran seis ¿verdad? Contando con Adela que, por cierto, lamento muchísimo lo ocurrido —Aurora, que se había tomado la libertad de responder por Celia para darle tiempo a recomponerse, asintió.

—Falta Blanca —dijo Celia al fin —. Mi queridísima, baronesísima y damisísima dama de la reina Blanca —Carmen enarcó las cejas suponiendo lo que aquella descripción arrastraba —. Para ella esto ha sido un escándalo mayúsculo que ha puesto en riesgo su reputación y, según ella, su carrera.

—¿Convertirse en una apariencia con patas, perdonadme la osadía, es ahora una carrera?

Celia y Aurora no pudieron evitar reír el sarcasmo de la periodista.

—Para ella sí —continuó —. Al parecer lo único que le importa es el que dirán. Su apellido y con él el de su marido, el gran Rodolfo Loygorri.

—No me diga más. He oído hablar de los Loygorri. Teniendo por suegra a esa mujer, no me extraña que Blanca anteponga las reacciones de la sociedad a su propia hermana.

—Dolores Loygorri falleció hace tiempo —aclaró Aurora —, pero al parecer tiene una digna sustituta.

—No puedo creer que alguien aspire a ser como esa señora. Yo coincidí con ella en un acto hace algunos años y pude ver el negro de su corazón a través de sus inquietantes ojos. ¿Tan desproporcionado ha sido su rechazo?

—Con decirte que Aurora tuvo que echarla de casa… Vino ayer tras leer la primera publicación que hablaba de nosotras. Hecha una furia. Me prohibió mostrarme en público, salir de casa y mucho menos acercarme a Madrid a la casa familiar. Dijo que nunca debió consentir mi relación con Aurora y que nunca creyó pudiera sentir tanta vergüenza de mi.

Carmen se quedó un segundo en silencio. Intentaba recomponer en su cabeza la escena, sentir dentro lo que aquellas palabras pudieron herir a Celia para hablar con propiedad del dolor ajeno.

—Estoy segura, por lo poco que me habéis contado acerca de Diana, que ella conseguirá que entre en razón —ambas torcieron el gesto dudando de aquello —. Y si no es así, por duro que suene, deberías alejarte. No aislarte como ella pretende, ni dejar de visitar tu casa, pasear o luchar por encontrar un trabajo digno de tus capacidades, sino alejarte de ella. Las personas toxicas tienen un don y es que son capaces de oscurecer todo lo que les rodea. Si intentas un acercamiento te chocarás contra un muro una y otra vez. El tiempo lo destruirá. Quizás tarde más de lo que esperas y tengan que pasar años, pero tu hermana se dará cuenta de que el único título que debería importarle es ese y volverá.

—No se sí podré perdonarla cuando lo haga.

—Podrás Celia, podrás. El rojo de tu corazón es demasiado intenso y por mucho que duela ahora o por mucho rencor que puedas llegar a sentir, nunca será el suficiente como para que nada le robe el brillo. Eres noble, buena, capaz de amar por encima de todo. Eres fuerte y sabes que las mujeres fuertes son necesarias para cambiar las cosas. Repito que suena difícil, que puede parecer imposible, pero tu hermana Blanca caerá de su pedestal tarde o temprano y puedo asegurarte que serán sus propios pasos los que la hagan tropezar. Entonces tú estarás ahí para tenderle la mano y ella se sujetará a ti volviendo a ser la niña buena que conociste y eso, por nimio que parezca, también contribuirá a ese cambio.

Una lágrima cruzó la mejilla de Aurora mientras Celia y Carmen se fundían en un abrazo que le devolvió a la Silva la sonrisa de inmediato. El reloj de Carrión de la vecina, una reliquia de la que alardeaba cada vez que se cruzaban en la escalera e intentaban explicarle que por las noches parecía estar dentro de su pequeño piso sin éxito, anunció las dos de la madrugada provocando la misma reacción en las tres mujeres. Apuraron las últimas gotas de licor del vaso y se levantaron anunciando su retirada.

Carmen se perdió tras la puerta que daba acceso a su cuarto y Celia y Aurora hicieron lo mismo tras la cortina de su dormitorio.

Aquella noche, el techo de Arganzuela se mantuvo en su lugar gracias a la tregua que le dieron los ojos que habitualmente lo miraban cargando sobre él penurias y preocupaciones que lo derrumbaban desde hacía semanas. Su yeso blanqueado, sintió por primera vez en mucho tiempo el poderoso brillo de unas miradas que se sentían capaces de traspasarlo para acariciar el cielo estrellado al que tanta ayuda habían implorado sin éxito. Hasta aquella noche. La ayuda había llegado y dormía en la habitación de al lado con la apariencia de un hada madrina y el corazón de una guerrera.

Adriana Marquina

lunes, 28 de noviembre de 2016

No me consuela


El cristal de la ventana, estaba congelado. El frío de la noche se había apoderado de él de tal manera que, cuando Aurora apoyó la frente encima, temió que se resquebrajase como lo haría una placa de hielo, pero no se retiró. El dolor de cabeza que la había desvelado agradeció aquella sensación. En un segundo sintió como la sangre atorada de pensamientos volvía a fluir con normalidad, pero tuvo la sensación de que lo hacía en la dirección contraria.

De pronto, y sin saber bien ni cómo ni porqué, volvió a estar sentada frente a Rosalía. Le curaba con cariño las manos magulladas por el peso de las maletas con el ajuar de Celia mientras intentaba esquivar las palabras de una anciana que parecía saber bien lo que estaba diciendo y que no se detuvo ante el dolor de su mirada. Quiso comprenderla de nuevo, en el fondo sabía que sus rancias palabras solo pretendían hacer el bien, pero apretó la mandíbula sabiendo que no podría soportar el silencio del respeto dos veces y prefirió alejar de su cabeza la soledad que, con malicia, comenzaba a dibujar en el vaho del cristal un futuro que no deseaba y al que, sin embargo, sentía le empujaba la vida. No quiso volver a sentirse tan sola como cuando se fue de casa para dejar que los novios, Gabriel y el sacerdote que acababa de dar la bendición a una farsa, celebrasen la inminencia de una boda que, aunque ya no iba a celebrarse, seguía evocando el aroma de una vida feliz. Al menos, para una de ellas.

La impotencia que sintió al recordar aquello, hizo que una vieja lágrima de duda se congelase a media mejilla. Si no hubiera sido tan cabezona, si no se hubiera opuesto a la boda, Celia seguiría siendo la maestra de la escuela de Arganzuela y no la periodista deslenguada que acababa de ponerse en el punto de mira de todo Madrid.

—¿Por qué piensas eso Aurora? ¿Acaso le dijiste tú que escribiera ese árticulo? ¿Acaso sabía ella que los tentáculos del director de una escuela de barrio podrían llegar tan lejos? Hiciste bien en decir lo que sentías respecto a esa boda que os hubiese hecho unas desgraciadas para el resto de la vida. Decir lo que se siente nunca puede ser un error, aunque hacerlo traiga consecuencias.

—Estoy cansada de las consecuencias —susurró asegurándose de que Celia seguía dormida antes de girarse hacia mí —. Cansada de que nada nos salga bien. ¿Tanto pedimos? ¿Tanto debemos?

—No debéis nada. No le debéis nada a nadie más que a vosotras mismas.

—Pero Celia pensaba que se lo debía a Velas…

—Celia pensaba que le debía a Velasco algo que no le correspondía.

—Pero él…

—Él se perdió porque no supo ponerse en el lugar de su amiga. No quiso comprender que todo lo que Celia hizo con Marina tenía una prioridad que no era él, si no tú. Velasco es un buen hombre —dije invitándola a sentarse en su propio sofá, aunque estuviera en su casa —, no lo pongo en duda, pero la vida se la arruinó él solito. Celia no le obligó a ir a esos antros, ni a beber, al contrario, quiso ayudarlo y él se aprovechó de la lástima que provocaba en ella verlo así para hacer que se sintiera culpable de algo que, como te digo, no era culpa suya.

—Puede que tengas razón, pero deberías haber visto lo abatida que se quedó Celia cuando anuló la boda.

—Es normal sentirse abatido cuando crees que le estás fallando a alguien a quien quieres. ¿Por qué crees que la anuló?

Aurora encogió los hombros, pude ver en su mirada que conocía la respuesta y que, sin embargo, necesitaba oírsela decir a otra persona que no fuera la propia Celia. Cuando terminé de hacerlo, de recordarle que la mujer que dormía en la cama que había tras la cortina que separaba las estancias, la quería y quería hacerla feliz a pesar de no encontrar el modo, Aurora se levantó, fue a la cocina y volvió a hurtadillas con dos vasos de vino que, según ella, merecían estar presentes en la conversación.  

—Yo sé que me quiere. Siento que me quiere. Pero no acierto a comprender por qué todo tiene que ser tan complicado. Yo tenía asumido que lo nuestro iba a ser difícil. Que encontraríamos mil trabas en el camino. Que habría quienes intentarían hacernos daño creyendo que su verdad es la verdad absoluta, pero esta vez pensaba que estaríamos a salvo con Celia en el periódico. Que volvería a ser ella misma de nuevo. En un periódico se supone que hay periodistas, gente de mundo, objetiva y leída que no debería escandalizarse ante la llamada de un hombre que lo único que tiene son sospechas, pero me he equivocado de nuevo y me da la sensación de que, en esta ocasión, va a ser mucho más grave de lo que imaginamos.

—Eres buena Aurora, por eso supones cosas buenas, pero no todo el mundo es igual. Hay quienes se sienten superiores solo porque en apariencia son moralmente más correctos que los demás, pero esas personas tienen tan vacía la vida que necesitan llenarla con pecados ajenos. Pecados que, si fueran capaces de comparar con los suyos, os abrirían las puertas de esa felicidad que os intentan arrebatar al instante.

—¿Envidia?

—Entre otras cosas.

—¿Dónde tú vives también es así?

—Parecido.  

—No me consuela.

—No pretendía que lo hiciera —sonreí —. Saber que la gente mala existe nunca puede ser un consuelo, pero quizá si lo haga saber que vuestro destino no depende ni de vuestros actos, ni de vuestros corazones, sino que depende de otros. De otros que no saben escuchar porque son incapaces de comprender que ellos pueden cambiar eso de lo que acabamos de hablar.

—No entiendo muy bien eso que dices, pero tiene sentido —contestó con un brillo en la mirada que anunciaba una carcajada —, si estuviera en mi mano, nunca hubiera dejado que los alumnos de Celia le regalasen ese horror.

Ambas tuvimos que taparnos la boca para no despertar a Celia con nuestra risa. La ensaladera que la Silva había decidido poner en una de las estanterías como recordatorio del cariño de los niños a los que añoraba, era tan horrorosa que hasta la noche parecía querer ocultarla entre las sombras.

—¿Crees que podremos con esto? —me preguntó depositando en una respuesta que no tenía mucha más esperanza de la que merecía.

—Tu misma le dijiste a Celia el otro día que a su lado podrías con todo lo que viniera.

—Lo sé. ¡Y lo pienso de verdad! Pero en días como el de hoy, dudo casi hasta de mi nombre.

—Pues no deberías —me miró extrañada —. Tu nombre decora el cielo antes de que salga el sol. Le da paso al día, a la vida y con ella a lo bueno y a lo malo que pueda traer, pero siempre alumbra, siempre vuelve y siempre lo hará. Quizá a veces no puedas verla, no puedas verte, pero eso no significaría que otra persona, al otro lado del mundo, no pudiera estar disfrutando de ella, de ti. Tu nombre es belleza. Tu corazón es belleza, lo sabes, por eso sufres, por eso dudas, por eso lloras y por eso, pase lo que pase, venga lo que venga, seguirás luchando contra las nubes que quieran tapar el brillo de tu felicidad, esa que deseas compartir y regalar. Esa que sabes no te pertenece por completo.

Aurora sonrió ante mi respuesta. Y vi como una luz especial se apoderaba de sus ojos cansados haciéndome desaparecer.

Se levantó y se acostó al lado de Celia, al lado de su cielo. Cerró los ojos y se dispuso a ser en un par de horas esa luz rosada que anunciase la grandiosidad de un nuevo día. Lamentó por un segundo mis palabras. Saber que su destino no dependía de ellas le provocaba una extraña e incómoda sensación, pero se durmió preparada para asumir su papel, para luchar contra él en caso de que fuera necesario. Para ser el paraguas si amanecía lloviendo o la luz amarilla que se abre camino en la densa niebla si las nubes decidían acariciar el suelo. Respiró profundo y sintió que podría ser el muro capaz de desviar el gélido viento. El sol entre las nubes. El segundero de un día fugaz o el reloj de arena de uno eterno. El recuerdo de un día inolvidable o el olvido de uno digno de no recordar… Aunque a su calendario terminase por quedarle solo un día. Aunque a ese día, solo le quedase una noche.
Adriana Marquina

domingo, 20 de noviembre de 2016

Quiero ir contigo

Cuando Celia volvió del aseo, Aurora ya estaba metida en la cama. Con la espalda apoyada en el cabecero, se reía sola provocando que las guedejas de su pelo suelto bailasen al compás de su risa. Al ver la expresión de Celia intentó parar. Su cara de incredulidad le hizo ver que no estaba interiorizando sus pensamientos como pensaba, pero no pudo.

—¿Qué es eso que te hace tanta gracia? —preguntó Celia al sentarse en su lado del jergón.

—¿Te soy sincera? —preguntó Aurora negando con la cabeza y cubriéndose la boca intentando ponerse seria mientras Celia asentía —La verdad es que no lo sé.

—¿Cómo no vas a saberlo? En algo estarías pensando para reírte de esa manera —replicó la maestra mientras se introducía bajo las mantas aún congeladas.

—¿No te gusta que me ría?

—Adoro que te rías.

—Entonces el “de qué” debería ser lo de menos.

Celia dudó un instante, pero comprendió en la evasiva que Aurora no quería hablar de lo que estaba pensando y dio por válida la respuesta excusándose en el frío que estaba sintiendo para acurrucarse en su costado.  

—¿Ha estado divertida la cena verdad?

—Bueno, teniendo en cuenta que nos hemos bebido casi dos botellas de vino, no ha estado mal, aunque si hubierais venido ayer, la comida hubiera estado menos tiesa.

Celia ignoró el reproche de Aurora. No quería volver a discutir. La última vez que Velasco estuvo en casa terminaron la noche casi de madrugada, desnudas y con las sábanas enredadas en sus cuerpos exhaustos y, al igual que aquel día, ahora que el inspector se había ido, pretendía terminarla del mismo modo.

Temblando como si hubiera estado a la intemperie de la noche durante horas, Celia reclamó un abrazo que recibió de inmediato. Besándola la frente y moviendo sus manos a toda velocidad sobre su espalda, Aurora consiguió que entrase en calor en apenas un par de minutos. El tiempo justo para que las mantas decidieran hacer su función y convertir el interior de aquella cama en un horno en el que sobraba todo menos su carne.  

Con un movimiento rápido, Celia las cubrió por completo. De un saltito se deslizaron hacia abajo y, palpando la mesilla con cuidado, Aurora apagó la luz para evitar que su brillo se colase por alguna rendija distrayendo la atención de un tacto que ya ansiaba acariciar la piel de las piernas que con habilidad se enredaban entre las suyas.

—¡No! —suplicó la enfermera al ver que Celia tenía intención de sacar de su cálida cueva el camisón que acababa de quitarle —Déjalo por aquí debajo que si no mañana me voy a morir de frío cuando me quiera levantar.

—Mañana… —susurró la maestra deshaciéndose del suyo —…Cuando te quieras levantar… —continuó mientras reptaba por el torso de Aurora en dirección a su ombligo —…Te vas a morir… —aclaró cuando llegó al pubis de la enfermera que inevitablemente le hizo un hueco entre sus piernas —… pero de amor.

Un gemido que, al igual que la sonrisa que tenía cuando Celia había entrado, no pudo contener, se escapó de la garganta de Aurora al sentir como la lengua de la mujer que se amoldaba a ella y que se agarraba con una fuerza comedida a su cadera, comenzaba a deslizarse entre sus labios enamorados. Despacio, siguiendo el tempo que marcaban los latidos del clítoris endurecido de Aurora, Celia pasó por encima de él una y otra y otra vez. La cintura de la enfermera imploraba con su movimiento el cese de la dulce tortura a la que estaba siendo sometida. Ella quería más, quería aumentar el ritmo, necesitaba hacerlo, compensar con pasión la angustia de toda la semana. Celia la conocía bien, sabía lo que estaba reclamando, pero ignoró la petición desviando hacia los muslos sus besos.

Con el cuidado con el que se acarician los pétalos de una rosa recién cortada, deslizó su mano izquierda hasta la que Aurora le entregaba y se perdió entre ellos buscando un rubí que nunca podría llevarse y que, sin embargo, sabía le pertenecía por completo. Tras atravesar con delicadeza la cascada que lo custodiaba y recorrer con cautela el espacio que parecía estar medido para su dedo índice, Celia llegó hasta el tesoro. Sus besos fueron subiendo. Atravesaron el vientre de Aurora que, en un acto de contención se aferró al colchón y se detuvieron en sus pechos erizados. Primero en uno, luego en el otro y siguió subiendo con la misma tranquilidad con la que entraba y salía de ella.

—¿Tienes prisa? —preguntó la maestra mordiendo el lóbulo de la oreja derecha de la enfermera al sentir como intentaba acelerar el movimiento.

—Ninguna, pero o me matas tú, o me muero yo.

Celia recibió aquella respuesta como un desafío. Como un reto que estaba segura podía ganar. Mordió la lengua inquieta de Aurora cuando esta buscó con lujuria la suya y embistió con devoción al tiempo que dejaba que el muslo de la enfermera se amoldase entre sus piernas. Aurora había reclamado pasión y pasión puso en sus besos, en sus caricias y en la yema de un dedo que la conocía como nunca antes lo había hecho nadie y que se alió con el pulgar provocando una sacudida que, al contrario del gemido que había conseguido acallar tras colocarse una de las almohadas sobre el rostro en previsión a lo que estaba sintiendo, no consiguió disimular.

—¿Estás bien? —preguntó la maestra mientras regresaba a su lado de la cama.

—Estoy en el cielo, aunque haya quienes piensen que por esto deberíamos arder en el infierno.

—Pues si tú vas al infierno —respondió Celia cogiendo la mano derecha de Aurora mientras se giraba hacia el otro lado —, yo quiero ir contigo.

Celia dejó la mano de Aurora apoyada sobre la cima de su cadera y utilizó la suya para guiarla hacia su vientre. La enfermera sonrió al pasar por encima del pequeño ombligo que tanto la gustaba y se escabulló para buscar la entrada al camino a ese infierno al que la maestra estaba dispuesta a acompañarla. Con cariño consiguió que sus dedos se abrieran paso entre los carnosos labios que lo custodiaban y una vez en él, mientras su lengua se deslizaba por la columna para morder después, y con cuidado, las costillas que se marcaban con cada respiración, comenzó a avanzar en círculos. Pues a Celia, lo de dar vueltas, le gustaba en todas partes. Con la presión justa, el ritmo justo y un exquisito vaivén, la distancia fue acortándose. El calor bajo la ropa de la cama cada vez era más intenso, pero ambas sabían que al final de ese calor estaba su recompensa, igual que las gotas de sudor que se perdían entre sus pechos buscaban en la piel la suya. Celia giró la cabeza buscando los besos de Aurora. Los besos con los que la enfermera estaba cubriendo su cuello. Los encontró de inmediato. Aurora sabía que sin ellos Celia se quedaría a medio camino y, aunque le hubiera gustado devolverle la parsimonia, adoraba esos besos. Irracionales y delirantes.

Un suspiro profundo dejó a Celia completamente rendida. Aurora, no sin antes robarle alguna caricia más, sacó su mano de entre las piernas cerradas de la maestra, se abrazó a su espalda y dibujó en la oscuridad su silueta.

—Eres preciosa —susurró.

—¡Pero si no me ves! —alegó Celia girándose hacia ella de nuevo.

—¿Acaso crees que no me sé de memoria tu cuerpo? Eres preciosa hasta cuando no estoy a tu lado.

—Tu también cariño —respondió antes de darle el beso que anunciaba que en apenas un par de minutos estaría dormida.

—Adoro hacer el amor contigo…

—Y yo contigo mi amor, pero cuando vivamos los tres juntos, vas a tener que controlar esos gemidos. A mí me vuelven loca, pero no me gustaría que Velasco supiera cuando hacemos o dejamos de hacer el amor.

Dicho aquello, que Celia creyó inofensivo e incluso ocurrente, cerró los ojos y se subió a la barca de Caronte con intención de llegar al infierno prometido, pero Aurora… Aurora sintió que el fuego de aquellas palabras ardía mucho más allá de lo soportable.

La cena con Velasco había ido bien, pero pensar que en el momento en el que ambos se casasen sería así cada noche, la desveló por completo. Eso era de lo que se estaba riendo cuando Celia entró en la habitación, aunque fue en ese momento cuando se dio cuenta. Era ridículo. La idea parecía buena, la intención de ambos era la mejor, pero, y a pesar de que le habían prometido el lugar que le correspondía, algo le estaba diciendo que aquello no iba a salir bien. Ella no quería compartir a Celia, no porque estuviera celosa sino porque tenía la sensación de que todo lo que habían luchado se perdería bajo el brillo de una alianza que ella no podría lucir. Les había costado mucho aceptarse, salvarse de las redes de médicos que en su verdad absoluta a punto estuvieron de matarlas. No había sido fácil dar el paso de irse juntas a Arganzuela y habían sufrido demasiado por un matrimonio que nunca debería haberse celebrado. Recordó que en ese mundo Celia no existía más que en sus recuerdos y sabía que a la contra sería igual. Ella dejaría de existir para el mundo, porque en el matrimonio Velasco-Silva, su apellido no tendría cabida. Estarían cerca sí, pero estar cerca no era lo mismo que estar juntas y rompió a llorar al pensar que de eso, solo se estaba dando cuenta ella.

La simbólica pedida de Velasco, esa en la que Celia utilizó un plural en el que sobraba precisamente eso, el plural, la había hecho sonreír, aceptar, acatar por pura necesidad que si siendo como eran en la sociedad no tenían sitio, serían lo opuesto para encontrar su lugar. Pero Aurora no quería formar parte de esa mentira, porque ya había mentido lo suficiente como para saber que mentir no garantiza la felicidad y, aunque en la última semana había ansiado formar parte de algo, sentía que aquella, no era la manera.

Con la congoja anudada a la garganta y el amor revoloteándole aun en el estómago, se secó lentamente las lágrimas y se quedó dormida junto a la mujer que parecía hacer lo mismo y que, sin embargo, lloraba por dentro al saber que las lágrimas que la habían desvelado y que habían empapado una almohada que no sabía que decir, habían sido derramadas, en parte, por su culpa.

La almohada, que lo mismo había servido para silenciar el amor que para llorarlo, se quedó sin palabras. Aunque, si yo hubiera sido ella, le hubiera dado la razón a Aurora sin dudarlo. Ser otro para que los demás, que también son otros, aunque amen a quien se les dice tienen que amar, te abran las puertas de un corazón inexistente, no es una buena idea. Y, puestos a hablar, le hubiera explicado a Celia que sí, que tal vez se pueda sobrevivir al lado de esas personas que se sienten moralmente superiores por el simple hecho de que caminan hacia el cielo, pero que haciéndolo se muere despacio. Tan despacio que tal vez, cuando quieras darte cuenta de que quieres regresar a tu infierno, el aliento que te quede, te susurre que ya es demasiado tarde.
Adriana Marquina

domingo, 13 de noviembre de 2016

Ya hemos pensado suficiente

Aurora salió de comisaria manteniendo las formas y el decoro como pudo, pero, cuando atravesó la calle que desembocaba en el parque que debía cruzar para llegar hasta la parada del tranvía que la llevaría de vuelta a casa, se derrumbó.

Oculta tras la espesura de un arbusto que hacía desaparecer el banco que tenía detrás, rompió a llorar al recordar que sus pasos nunca podrían llevarla ante un altar junto a la mujer a la que amaba. No podía creerse lo que acababa de hacer. Ni siquiera sabía muy bien porque lo había hecho. Su corazón le había dicho que debía hablar con Velasco. Sabía que convencer a Celia para que apartase la idea que se le había metido en la cabeza no iba a ser fácil y pensó que el inspector, dentro de lo malo que podría traer que una de las dos volviera a casarse con un hombre, sería la opción menos peligrosa. Haber visto a Celia dispuesta a aceptar a cualquier otro hizo que sintiera en su cuerpo el dolor que le habían dejado los golpes de Clemente y, al menos con Velasco, no tendrían la necesidad de fingir porque ambas partes conocerían la conveniencia de aquel trato. Aun así, le dolía el corazón solo de pensarlo, solo de imaginarla dando el “Sí quiero” a otra persona que no fuera ella.

Se recostó en el respaldo del banco y sintió como las ramas del arbusto le acariciaban los hombros. Suspiró dándose por vencida y se abandonó al cielo despejado, al lienzo que su azul le regalaba. Sobre él, dibujó el camino andado y sin piedad dibujó también el que les quedaba por andar. Eran muy diferentes, tanto que no puedo evitar sonreír agradecida al grupo de golondrinas que, ajenas al futuro, comenzaron a bailar por encima haciendo que se disipase todo. ¡Ella quería ser una golondrina más! Quería volar libre. Burlarse del mundo con coreografías innatas. Chocar su ala contra la de Celia en un giro sin temor a que ninguna otra les dijese nada. Construir un nido al que solo ellas pudieran acceder y acurrucarse dentro de él en los días de lluvia sin miedo a que el agua entrase para destruirlo todo. Pero ella no era una golondrina y el nido que creía haber construido con ramas irrompibles, estaba sufriendo las consecuencias de un temporal social para el que creía estar preparada y que, sin embargo, estaba rompiendo las ventanas, tirando las paredes y, con furia, estaba calándole hasta los huesos.

Mientras Aurora intentaba sin demasiado éxito calmarse, Celia regresaba a casa con las bolsas de la compra cargadas de reproches y malas miradas. El mundo, ese en el que ella había depositado demasiadas esperanzas, la estaba fallando de nuevo. La mentira de Flora había servido para que muchos vecinos supieran que era eso que les extrañaba de las dos mujeres que vivían solas en uno de los pisos de la corrala. Ellos ya habían elucubrado, pero el rumor que se había extendido como la pólvora, resultó convencerles más que ninguna otra cosa y, dado que sus vidas tampoco eran ejemplares, tener un blanco común al que enfrentarse, hacía que fueran mucho más llevaderas.

Celia estaba cansada. Llevaba estándolo desde que Marina había irrumpido en sus vidas para desmoronarlas y, aunque lo ocurrido con Flora nada tenía que ver con ella, la deuda que sentía para con Velasco, no era otra cosa que la sombra de esa enfermera que vivía para hacer el mal mientras se camuflaba en el bien. Pero no podía verlo, la culpa por haber recurrido al tío Ricardo, por haberle ocultado al inspector su participación en el secuestro y todo lo que eso había supuesto para ese amigo que sentía ya no quería volver a serlo, se lo impedían.

¡Qué mala consejera es la culpa! ¡Qué cruel puede llegar a ser! Y es que, con sus garras afiladas y sus manos sucias, había conseguido cubrir los ojos de Celia con un antifaz que estaba impidiéndole ver más allá de ese hombre al que sentía que tenía que salvar. No veía que, por salvarlo a él, estaba destrozando los cimientos que la hacían ser quien era. Que, por querer salvarlo, estaba “matando” a Aurora. Que la sociedad también tenía obligaciones para los matrimonios convencionales. Y es que Celia, sentía tanta culpa que no solo se había olvidado de ella o de Aurora, si no que se había olvidado de las mujeres sufragistas que luchaban por ser libres. De Caridad y la lucha que diariamente mantenía por sacar adelante a sus hijos sola. De Lorenza y el miedo que hizo que abandonase a su bebé. De Carmen de Burgos. De su amada Pardo Bazán. De las páginas de los libros que el doctor Uribe le había obligado a arrancar. Parecía haberse olvidado de todas las palabras que utilizó en la habitación del Excelsior para explicarle a Aurora a qué renunciaba casándose con Clemente. De todas las mujeres que la admiraban a través de un televisor, de un ordenador, o de la pantalla de un móvil cien años más tarde de ella. De la libertad de sus propias hermanas.

No era ella. No recordaba sus principios, sus ideales, sus convicciones. No recordaba su lucha, ni la lucha de la mujer que hacía tiempo sentada en un banco oculto de un parque cada vez más solitario para llegar a casa con los ojos secos. No se recordaba, la culpa que sentía por no poder con el peso que estaba segura le correspondía soportar, le impedía verse.

Cuando Aurora regresó a casa, Celia se mecía en la mecedora que en los últimos días había pasado a ser su mejor compañía. Con la mirada perdida en la nada, ignoró a la enfermera que quiso preguntarle en qué estaba pensando, pero que no lo hizo porque las ultimas respuestas a esa pregunta no habían hecho más que empeorar las cosas. En silencio se sentó frente a ella y agradeció el intento de sonrisa que los labios de Celia simularon, aunque no consiguieran llevarla a cabo. La miró a los ojos y Celia le devolvió la mirada, Aurora estaba segura que tras la tristeza que mantenía su ceño fruncido seguía estando la mujer de la que se había enamorado, así que la cogió y la llevó ante el espejo de la habitación.

—Sonríe —le pidió con la barbilla apoyada en su hombro izquierdo mientras le rodeaba la cintura con los brazos —. Sonríe y convéncete de que, pase lo que pase, yo siempre voy a estar a tu lado.

—No puedo sonreír Aurora. ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil?

—Porque ser feliz no es fácil.

—¡Y ser libres menos!

—Piensa que nunca podrán encerrar a nuestros pensamientos.

—¿Y en qué piensas ahora?

—Pienso: ¡Que es una lástima que estés pensando en casarte con otro porque me sigue encantando este huequito de aquí!

Aquel comentario y el hecho de que Aurora hundiera sus labios en el cuello de Celia, consiguieron lo que parecía imposible. Una sonrisa sincera se dibujó en el espejo. Casi diría que fue una carcajada, pero cuando su dueña la vio, la culpa golpeó con fuerza todos los pilares que la habían construido.

—¿Por qué lloras ahora? —preguntó Aurora al levantar la cabeza y descubrir que una lágrima descendía por la mejilla sonrosada de Celia.  

—¿Y por qué no?

—Pues porque no me gusta verte así. Velasco accederá a perdonarte, ya lo verás. Seguro que Gabriel habla con él y lo convence. Podrás casarte con él por mucho que a mí me duela. Después, cuando hayas recuperado tu trabajo como maestra y encontremos la forma de vivir los tres sin que a nadie le parezca extraño, todo volverá a ser como hasta ahora.

—Hasta ahora no es que nos haya ido muy bien la verdad.

Celia volvió a sonreír, Aurora lo hizo con ella y las curvas saladas de sus labios, se fundieron en un beso detenido del que no se separaron hasta que no dejaron de llorar.

—Yo no quiero casarme con…

—Ya lo sé amor mío. Ya lo sé.

—…pero es que…

—No piensen en eso ahora ¿vale? Creo que por hoy ya hemos pensado suficiente.

Celia volvió a mirarse al espejo. No sabía lo que buscaba, pero no esperaba verse desnuda. En la imagen que le estaba siendo devuelta faltaba su otra mitad. Aurora se había sentado sobre la cama, ya no estaba apoyada en su hombro. Apenas les separaban un par de metros y un escalofrío le recordó lo que se sentía al perderla. Ella no quería eso. Ella estaba luchando precisamente por no hacerlo, pero sabía que no lo estaba haciendo bien y, sin embargo, tampoco había dado con otra solución.

Sujetando las solapas de la bata que llevaba puesta por encima del camisón, se sentó a su lado, respetando el silencio de Aurora que se dejó caer hacía atrás con la mirada fija en el techo. Ella hizo lo mismo, pero con los ojos cerrados.

—¿Ya has dejado de pensar? —preguntó Celia pasados unos minutos mientras buscaba por la cama la mano de Aurora.

—En todo, menos en ti.

Adriana Marquina

martes, 8 de noviembre de 2016

Dibujos


El café que Aurora preparó con cariño, se quedó frío esperando a que Celia decidiera darle un trago. La maestra, que ya no sabía siquiera si seguiría siéndolo, arrastró su moral desde la cama hasta la mesa, pero no consiguió levantarla. Estaba cansada. Daba igual si había dormido bien o mal, daba igual si en realidad había dormido o no, porque ella solo tenía ganas de quedarse al calor de las mantas de una cama que parecía reclamar su presencia y que, sin embargo, la había echado transformándose en pura incomodidad.

Sentada en la mesa del comedor, mirando hacia las cortinas cerradas que cubrían una ventana que clamaba ser descubierta, pensaba en todo y en nada, porque, al fin y al cabo, eso era lo que sentía que le quedaba. Nada. 

Aurora intentó animarla. Sacarle el lado positivo al hecho de que no tuviera que ir a la escuela. Intentó convencerla para que se pusiera a escribir, pero Celia sentía que sería incapaz de darle a las palabras el uso adecuado. Por su cabeza solo pasaban desastres, tristeza, decepción para consigo, para con Velasco, para la mujer que la miraba intentando encontrar un hueco en el velo que cubría sus ojos de gris.

No quería salir a la calle. No estaba preparada para enfrentarse a los cuchicheos de los vecinos que, lejos de creer a las vecinas que la conocían desde hacía meses, murmuraban acerca de la perversión que, según una niña a la que parecían tenerle miedo, se vivía tras las paredes de la casa de la maestra.

El luto de su vestido tampoco ayudaba demasiado. Lo llevaba por su hermana Adela. Aún no podía creerse que no fuera a volver a verla. Aún no estaba preparada para asumir su muerte y se sentía culpable por ello. Por centrarse en otros problemas, por pensar en Flora en vez de en ella. Por querer salvar a Velasco después de haberlo empujado al vacío cuando Adela murió lejos de sus hermanas, de su casa, de una cama que aún conservaba el aroma del cabello. Las ideas se tropezaban unas con otras dentro de su cabeza. El enfado del Inspector con los golpes de la madre de la niña que, si se paraba a pensarlo, también debía haber sido una niña con problemas. Una niña a la que probablemente nadie ayudó cuando, en vez de estar jugando en la calle con sus amigos, tuvo que ponerse a cambiar “pañales” y a luchar porque la vida que lloraba entre sus brazos saliera adelante.

Adela se había ido, ya no estaba. Ya no volvería. ¡Adela! ¡Qué no daría por poder contarle lo que le estaba ocurriendo! ¡Qué no daría por escuchar sus consejos, siempre acertados, siempre calmados y tan coherentes como ella! La lloraba por dentro a cada instante y, sin embargo, sus propias circunstancias evitaban que esas lágrimas salieran y limpiasen la culpa que sentía por no haber estado con ella en sus últimos momentos. Porque sí, las lágrimas limpian el alma, aunque lo llenen todo de barro.

Aurora, ignorando a propósito la maraña de pensamientos y culpas que se veía a través de los ojos de Celia, siguió intentando animarla. Ella ya se había quitado el luto. No porque quisiera hacerlo, sino porque siendo solamente una amiga de la familia haberlo llevado más tiempo hubiese llamado la atención de los vecinos y ya tenían suficiente. Se lo había quitado, pero lo llevaba por dentro. Lo sentía en el corazón como se siente una astilla que no aciertas a ver y lo dejaría ahí para siempre porque Adela, durante el tiempo en el que trabajó en su casa, había pasado de ser la hermana mayor de Celia a ser su amiga y Aurora era una mujer fiel. Fiel en vida, fiel en la muerte y fiel por encima de ella porque, para la enfermera, lo que dejan las personas al irse vale más de lo que se llevan y Adela… Adela le había dejado la esperanza de que hay personas a las que no les importa a quien ames sino cómo ames y, lejos de dejarse llevar por las morales impuestas, dejó que la suya sonriera al comprender que ella amaba a su hermana, que su hermana la amaba a ella y que ese amor, les hacía inmensamente felices.  

Prometiendo que, a su vuelta conseguiría hacerla sonreír, y dado que iba a perder el tranvía que la llevase hasta el hospital a tiempo de comenzar su jornada, Aurora se despidió de ella con un beso que le supo a esperanza pues sabía qué, si se lo proponía, la mujer que sonreía por ella cuando las fuerzas le fallaban, sería capaz de conseguirlo sin problema.

Aurora se levantó. Se hubiera quedado sentada al reconocer en Celia la disposición para dejar que al volver hiciera eso que había prometido, pero Cristóbal la esperaba y no podía fallar al hombre qué más que un jefe era un compañero, qué, más que un compañero, se había convertido en un amigo al que no hacía falta explicarle demasiado porque a través de su limpia mirada era capaz de comprender sin necesidad de palabras, pero algo la detuvo en la puerta.

Un sobre, blanco como la esperanza que separaba el aire que ambas respiraban, asomaba bajo ella. Aurora se agachó sin comprender como no lo habían visto antes, sin saber ni su procedencia ni su contenido, pero y a pesar de dudar, algo le dijo que dentro esperaba algo bueno para su destinataria que no era otra que Celia Silva, la maestra.

La curiosidad hizo que volviera a sentarse. Ya correría si era necesario, pero cuando Celia sacó el primer dibujo, supo que tenía que quedarse. Eran mensajes de cariño, dibujos que dejaban claro el amor que los niños y niñas de la escuela le profesaban. En uno de ellos habían dibujado a la maestra. Alta, muy alta y a Aurora le generó una ternura que pareció una caricia el hecho de que la vieran así porque, estaba segura, de que cada centímetro de más, representaba el amor y el respeto que sentían por ella. La echaban de menos. Se preguntaban quién iba a enseñarles ahora que ella no estaba a escribir o a leer y, aunque los mensajes estaban llenos de faltas de ortografía, eran la muestra del progreso de cada uno de ellos pues cuando los conoció, ni siquiera eran conscientes de que las letras podían unirse y que, ese hecho, les abriría las puertas de cientos de historias que les regalarían la libertad con la que apenas se atrevían a soñar.

Celia pasaba los dibujos como si tuviera ante ella el libro de arte más valioso del mundo y acariciaba las palabras para empaparse del cariño que transmitían, de la fuerza que reclamaban, de esa fuerza de la que Aurora fue cómplice porque sabía que estaba, no dónde, pero si sabía que no había desaparecido.

Cuando la enfermera volvió a mirar el reloj, el tiempo se le había echado encima, aunque, como si supiera lo que estaba pasando, aún le dejaba margen para llegar a su destino a tiempo. Corriendo como había previsto, pero a tiempo. Volvió a darle un beso a Celia que apenas levantó la mirada de los dibujos, y salió de casa despreocupada porque la pesadumbre con la que se había levantado, estaba siendo atacada sin piedad por la esperanza. Por la alegría del color que inundaba los dibujos, por las palabras que sus alumnos sí que habían sido capaces de unir con sentido. Por la Celia que ella pensaba que ya no era y que, sin embargo, nunca dejaría de ser.
Adriana Marquina

domingo, 6 de noviembre de 2016

Repitiendo con La Distancia

Hace ocho meses viajé hasta Madrid para ir al teatro a ver La Distancia. En aquella ocasión no tenía ni idea de qué trataba la obra así que dejé que los sentimientos brotasen cuando decidí contaros lo que habían visto mis ojos. Al hacerlo, me di cuenta de que no solo había visto. Me di cuenta de que la pesada culpabilidad que sentía sobre el alma, esa que astuta se manifestaba ligera en mi día a día, lloraba sobre las palabras que brotaban de mis manos temblorosas ante mi corazón expuesto. 

Hoy he vuelto a leer aquellas impresiones (Impresiones de La Distancia) porque el viernes me senté de nuevo sobre la hierba del campo que me esperaba al otro lado de las puertas del teatro Kamikaze, que más que un teatro, a mí me pareció una milonga de paredes azules en la que se escuchaba la tragedia de un tango lastimero sin que en realidad se escuchase nada. Solo que ayer, ya sabía a lo que iba. Iba a confirmar mi teoría, a reafirmarme en el hecho de que no pudimos hacer nada y, sin embargo, nada más apagarse las luces, me di cuenta de que no era necesaria una segunda vez para saber que ya, y gracias a los cuatro personajes que como en otra dimensión se adueñaban del aire, no había herida. Y como no me hacía falta, calmé a mi cicatriz, me relajé sobre mi asiento y me dispuse a disfrutar del baile de tiempos que pararon el mío cuando una cuarta inmóvil fuera de lugar, anunció que Amanda y David, estaban listos para comenzar la coreografía. 

“Son como gusanos” Esas son las tres palabras con las que se pone en marcha el metrónomo que marcará el ritmo de los últimos cinco minutos de Amanda. Que se acelera en cuanto David la obliga a recordar a Carla. Y es que Carla es una de esas personas que viven lo que están contando con tanta intensidad que las ganas de preguntarle a dónde quiere llegar se silencian en el nerviosismo de la necesidad que siente por ser comprendida. Coherentemente acelerada, le explica a su nueva amiga, como perdió a su hijo sin perderlo dentro de las paredes de una casa azul a la que llegó después de que el caballo de montas que le habían prestado a su marido, decidiera saltar la valla que delimitaba el jardín de su harén. Ella le cuenta su vida, esa cuyas expectativas se esfumaron con el alma de David y que Amanda no comprende. ¿Cómo va a comprender una madre que ha sido educada para medir la distancia de rescate, que otra sea capaz no solo de no medirla sino casi de ignorarla? Y es que Amanda vive, aun muriendo, para salvar a su hija de sus propios miedos. Unos miedos que le atormentan, que le hacen preguntarse quién es, como ha llegado allí y que pasará cuando se vaya. Que vive en cosas que no son importantes y que chocan una y otra vez contra un telón de acero irrompible que no la deja ver el otro lado, que mantiene a Carla encerrada, a Nina desconcertada y a David mucho más cerca de lo que nadie podría imaginar. Y que, a mí, como simple espectadora de la escena, me hacía mirar constantemente hacía arriba con la esperanza de que tras él brillase en algún momento un sol que secase el maldito campo sobre el que quería arrastrarme para limpiar la culpa de mi impasibilidad ante la verdad que esconden los hechos.  

Como ya he dicho antes y como ya dije en su momento, si queréis descubrir de lo que hablo deberíais ir a ver la obra. Tanto si ya la visteis en el Galileo, como si no. Porque si no la visteis aún estáis a tiempo y si sí que lo hicisteis, os aseguro que no es lo mismo. Nada es lo mismo. La adaptación a este nuevo escenario es maravillosa, magistral me atrevo a decir sin temor a estar exagerando. El texto ha sido revisado, la gestualidad de los protagonistas pulida hasta ser convertida en un diamante en el que inevitablemente te ves reflejado en algún momento. Carla, Nina y David no han cambiado y, sin embargo, no son los mismos. Es como si en estos ocho meses se hubieran perdido más para que el espectador pudiera encontrarlos mejor. Ni siquiera la Chamana que habita la casa azul es la misma, porque es como si por ella hubieran seguido pasando las almas, como si la experiencia en la migración se hubiera perfeccionado bajo ese turbante que perturba con la luz del mechero con el que enciende el primer cigarrillo y que refleja en su sombra la grandeza, la importancia y la necesidad de lo que va a ocurrir a continuación. Porque, en este nuevo espacio del que el director, Pablo Messiez, ha conseguido que se adueñen María Morales, Luz Valdenebro, Estafanía de los Santos y Fernando Delgado como si de verdad fuese su propio hogar aunque, un hogar debería ser seguro, hay que estar atento no solo a lo que te “dicen” que tienes que ver, si no a lo que se escucha, a lo que se huele, a lo que se siente, a lo que se cuenta y a lo que no. A los gestos, las miradas, las caricias, los temblores, los pasos firmes, las carreras desesperadas, las respiraciones agitadas, las calmadas… En definitiva, hay que estar atento, no solo a la vida que se escapa, a la que fue o a la que será, sino a la que es y esa, solo puede ser la tuya propia. Tu propia distancia de rescate.

Mi más sincera enhorabuena por este trabajazo que confió poder volver a aplaudir desde la butaca de algún otro campo. Y que confío pueda viajar para mostrarle al mundo un problema que se silencia por el bien del poder de las empresas que lo provocan. Esas que, con los bolsillos bien llenos, miran hacia otro lado mientras se lavan las manos con un agua limpia que cambia y arruina la vida de aquellos a los que se les niega.

Adriana Marquina

No te quedes sin verla. Horarios y venta de entradas aquí.