martes, 31 de enero de 2017

Así... ¿Cómo?


Madrid se despertó especialmente luminosa aquella mañana. Los rayos de sol se colaron por la ventana de la habitación número veintiuno del hotel Excélsior, pero allí, ya no había nadie. Celia y Aurora habían madrugado, aunque en realidad apenas habían dormido, y esperaban en la estación al tren en el que comenzarían su andadura.

Habían decidido salir temprano para no cruzarse con nadie que pudiera reconocerlas, pero no les sirvió de nada. En la estación, un grupo de mujeres, las esperaba con un enorme ramo de flores.

—¿Cómo sabíais…? —comenzó a preguntar Aurora, aunque no la dejaron terminar.

—Nosotras somos parte de ese sentimiento que os invadió ayer por la noche, ese que hace que vuestro corazón pertenezca a muchos lugares, a otros corazones —explicó una de ellas.

—Somos capaces de sentiros porque nosotras fuimos vosotras en algún momento, algunas incluso todavía lo somos. Sabíamos que no desaprovecharíais la oportunidad y queríamos desearos suerte. Cuando regreséis, tened por cuenta que estaremos aquí —añadió otra de las chicas mientras las demás asentían con rotundidad.

Celia y Aurora se abrazaron a ellas, a medida que habían ido hablando las habían ido reconociendo y posaron sin dudar para la fotógrafa que formaba parte del grupo mientras del tren que acababa de entrar en la estación bajaban un sinfín de pasajeros.

—Os escribiremos —prometió Celia antes de subir.

—Gracias por tanto cariño —añadió Aurora lanzando un beso por el cual se pelearon las chicas cuando las puertas del vagón se cerraron.

El compartimento que les correspondió, disponía de dos asientos bastante amplios y una litera que, por lo menos, parecía tener las sábanas y mantas limpias. Habían decidido cruzar todo el país en tren para después ir subiendo poco a poco e ir conociendo todas las ciudades que pudieran así que, aquella estancia, sería su hogar durante unos cuantos días.

—He pensado —comenzó a decir Celia cuando la chimenea del tren anunció el comienzo del viaje —, que voy a escribir un diario. ¡Quién sabe! A lo mejor cuando regresemos, a alguien le interesa leerlo.

—¿A alguien dices? —preguntó Aurora señalando hacia el andén por el que corrían con la mano levantada las chicas que habían ido a despedirlas —. Seguro que a ellas les encanta. Y a mí, también. Me parece una idea maravillosa.

Celia besó a Aurora en la mejilla con el cariño con el que se besa a alguien que siempre está dispuesto a apoyarte. A través de la ventana, creyeron escuchar una ovación ante el gesto, pero cuando quisieron girarse para comprobarlo, el andén había terminado y el muro que separaba las vías de la civilización desvió su atención y con ella, el rubor que se había apoderado de sus mejillas.

Tras colgar los abrigos en las perchas doradas que emergían de la madera del hueco que quedaba al lado de la puerta y bajar la cortina enrollable de la misma para que no pudieran verlas a través del cristal. Aurora se sentó al lado de Celia que, astutamente, le había arrebatado el asiento junto a la ventana.

—¡Que morro tienes!

—¿Yo? —preguntó Celia haciendo como que no sabía a qué se refería, poniendo cara de buena y cogiendo la mano de Aurora para besarla con la sonrisa más bondadosa que logró poner conteniendo la carcajada.

—Sí, tú —respondió buscando con la mano que le quedaba libre algo en su bolso —. Que sepas que no pienso darte ni un trocito de esta maravillosa empanada que nos han preparado en el hotel —añadió retirando el papel a un pequeño paquete.

Celia, intentó hacerse la digna. Hacer como que no le importaba, como que le compensaban las vistas, pero el olor que desprendía pudo con ella y convirtió su rostro en la plegaría de una niña haciendo que Aurora, que ya contaba con ello pero adoraba la forma de suplicar de Celia, cediera.

—¿Sabes? Acabo de darme cuenta de que viajamos con lo puesto. Ni siquiera he traído un libro para entretenerme.

—Si quieres entretenerte… —respondió melosa Aurora —A mí se me ocurre una cosa que podemos hacer.

—¡Sí! —dijo Celia retirando la mano que se perdía por su cadera —Pero mejor esperamos que pase el revisor ¿No te parece? Debe estar a punto de venir para comprobar los billetes.

Aurora asintió ante la evidencia y compensó el fastidio pellizcando otro trozo de empanada. Con la boca llena y los ojos abiertos de par en par, ambas contemplaban el mar de edificios que había aparecido tras el muro cuando unos nudillos golpearon la puerta.

—Te lo he dicho —dijo Celia levantándose a abrir, pero se equivocaba, al menos a medias.

Tal y como había supuesto, el revisor esperaba al otro lado de la puerta.

—Disculpe, el equipaje, debe ir dentro del compartimento correspondiente.

Celia, que intentaba averiguar cuantas cosas estaba siendo capaz de escudriñar aquel hombre con la mirada, se dispuso a corregirle cuando, al bajar la suya, vio una bolsa de cuero marrón a los pies del revisor. En la etiqueta que colgaba del asa, pudo leer sus nombres y, aunque no comprendía de donde había salido, se disculpó, la recogió y se la entregó a Aurora a cambio de los billetes. Mientras el hombre comprobaba que no se habían equivocado de vagón, ni de compartimento y que, efectivamente eran dos las personas que viajaban en él, Celia miró a los lados del pasillo buscando a quien quisiera haber dejado aquello allí, pero solo atinó a ver el vuelo de un abrigo rojo desaparecer tras la puerta que daba acceso al vagón contiguo.

—¡Qué raro! —acertó a decir tras despedirse del revisor y cerrar la puerta.

—Igual me equivoco —dijo Aurora —, pero me da que ahí adentro vas a encontrar, entre otras cosas, esa lectura que añorabas.

—¿Tu sabes algo? —preguntó Celia al comprobar que, bajo la ropa, las mudas y dos fiambreras perfectamente cerradas, efectivamente descansaban un par de libros.

—¡No! —aseguró la enfermera —Pero tampoco me sorprende.

—¿En serio? —preguntó Celia incrédula ante la tranquilidad de Aurora.

—¡Y tan en serio! ¡Será que no nos han pasado cosas mucho más extrañas que esta en los dos años que llevamos juntas!

—Hasta donde yo sé, en estos dos años no se nos han aparecido objetos así, de la nada.

—Puede ser, pero anda que no se han cruzado en nuestra vida personas que nada tenían que ver con nosotras y que, por desgracia, no eran de ayuda. Al menos esto nos será de utilidad.

La respuesta de Aurora dejó a Celia sin argumentos. En su cara se dibujó una mueca de fastidio ante la verdad que acababa de plantear, pero supo que dentro de la locura que suponía aceptar aquello tenía razón así que, dejó la bolsa bajo los asientos y se sentó recostándose sobre Aurora para contemplar el paisaje que alejaba del tren la silueta de los edificios.

—Nunca había viajado en tren así —dijo Celia con la voz pensativa.

—Así... ¿Cómo? —preguntó Aurora.

—Así. Enamorada.

Aurora no supo que responder. Ni siquiera supo cómo fue capaz de seguir respirando tras escuchar aquella respuesta. No se lo esperaba, Celia lo sabía y se reía por dentro imaginando la cara de la enfermera en aquel instante. No quería moverse para no romper el momento, pero el traqueteo del tren al tomar una curva hizo que permanecer inmóvil fuera prácticamente imposible, tanto que Aurora no pudo sujetarla a tiempo y Celia terminó de rodillas sobre el suelo.

Todo el romanticismo de la escena cayó con ella. Las dos comenzaron a reírse a carcajada limpia. Aurora intentó levantarla, pero no pudo y sin saber bien como, terminó en el suelo, sentada a su lado.

—Hay que reconocer que la vibración del tren, tiene su aquel —dijo Aurora poniendo cara de interesante para insinuar con ello que comprendía que Celia se excusase en la risa para no levantarse.

—¿Esa puerta tiene pestillo? —preguntó la periodista siguiéndola el juego.

Sí. Lo tenía y Aurora se estiró para cerrarlo sin pensarlo dos veces. El revisor acababa de pasar, la estación más próxima se encontraba al menos a una hora de camino y el ruido de las ruedas sobre los rieles era lo suficientemente fuerte como para ahogar cualquier sonido que pudiera escaparse de sus bocas. Celia consiguió, apoyándose en la cama de abajo, sentarse sobre el colchón, del cual pensó que era mucho más cómodo de lo que esperaba y Aurora, aprovechó la diferencia de altura para quitarle los zapatos, las medias y, ya que se había puesto a quitar, también le quitó la ropa interior. Celia la contemplaba preguntándose cuanto tardaría en levantarse del suelo, pero Aurora no tenía intención de hacerlo, no sin antes perderse bajo la tela de la falda, no sin antes, besar cada centímetro de piel que la separaba de su objetivo.

Unos pasos lentos en el pasillo, hicieron que Aurora saliera de su escondite mucho más rápido de lo que hubiera deseado. Los pasos no se detuvieron, pero decidieron que sería mejor subir a la litera de arriba, quedaba mucho más escondida y, aunque estaban seguras de que nadie entraría, prefirieron no arriesgarse. Mientras Celia subía por la escalerilla que unía los dos lechos, Aurora se deshizo de toda la ropa que llevaba bajo la falda. Una vez escondió sus prendas y las de Celia bajo la colcha de la cama de abajo, la siguió.

Entre besos, caricias y susurros que parecían perderse con el humo que a veces atravesaba la ventana, ambas consiguieron remangar sus faldas. Llevar a cabo tan ardua tarea les llevó un rato y las risas que las acompañaron hasta conseguirlo, se transformaron en tímidos gemidos cuando Aurora se tumbó sobre Celia y Celia, aprovechando la escasa distancia que las separaba del techo apoyó los pies en él.

—No sé cómo a nadie se le ha ocurrido poner un tope sobre las camas de matrimonio en las casas —bromeó Celia.

—¿Estás cómoda? —preguntó Aurora sacando la cabeza de la camisa desabrochada de la periodista mientras balanceaba su cuerpo a ritmo con el traqueteo del vagón.

La respuesta de Celia fue afirmativa, pero se lo hizo saber a Aurora mordiéndose los labios, sujetándola después el cuello para besarla con pasión, para desabrochar los botones que seguían prendidos en su camisa, para perder las manos en su cadera, sortear la falda y apretar sus nalgas para ayudar, porque, aunque Aurora era una experta, no había cosa en el mundo que le gustase más que sentir cada nueva embestida.

En el último gemido de Celia, gemido que se fundió con el de Aurora, como si el maquinista hubiera intuido que ya podía anunciar la próxima estación, la chimenea volvió a ensordecer al pasaje con su peculiar sonido.

—¿Sabes una cosa cariño? —preguntó Celia apartando la mirada del techo para buscar la de Aurora que descansaba sobre su hombro con una inmensa sonrisa en el rostro —Creo que viajar en tren, es la mejor idea que hemos tenido en estos dos años.

Adriana Marquina

sábado, 14 de enero de 2017

¿Dónde iremos mañana?

La vida que se les había negado era tanta que Celia no dudó un instante. Sonriendo y confiando a ciegas en la sonrisa que le estaba siendo devuelta, se agarró a la mano tendida de Aurora. Al contrario de lo que nos ocurriría a cualquier mortal, ella no dudó. No miró atrás. No se paró a pensar en lo que dejaba porque algo le decía que, en realidad, no dejaba nada.

—¿Dónde me llevas? —preguntó cuándo atravesaron la puerta del humilde camposanto.

—La pregunta no es; donde me llevas, sino donde nos llevamos—respondió Aurora trazando con la mano que le quedaba libre una línea que acarició todo el horizonte.

Ahora el mundo era suyo. De su amor. Y podrían haber ido a cualquier lugar. A cualquier ciudad que se les hubiera antojado, pero ya tendrían tiempo y sus pasos, los de ambas, se adentraron de nuevo en Madrid. Querían despedirse de ella, al fin y al cabo, sus calles habían sido testigos de su amor. Había sido ella quien las había presentado, quien les había mostrado la dicha y la desdicha. Quien las había separado y vuelto a juntar una y otra vez. Hasta la muerte. Al fin y al cabo merecía saber que tenían una nueva oportunidad, que a pesar de todo, le estaban inmensamente agradecidas.                                                                    

Cuando ante sus ojos aparecieron los primeros viandantes, Celia hizo amago de soltar la mano de Aurora, pero la enfermera se la sujetó con fuerza, la miro a los ojos y le pidió que confiase en ella una vez más. Nadie se giró a mirarlas. Nadie pareció percatarse de su presencia y es que ninguna de las personas con las que se fueron cruzando podía haber comprendido que se amaban, así que el amor, decidió privarles de tal privilegio.

—¿Somos fantasmas Aurora? —preguntó Celia con una mezcla de inquietud y miedo en la mirada.

—No cariño. Los fantasmas, son ellos.

—¿Todos? —preguntó mirando a su alrededor de nuevo sin comprender bien a qué se refería la enfermera.

A Aurora se le escapó una carcajada de amor. La mirada de Celia, completamente desconcertada, le provocó una ternura infinita. Había intentado ser sarcástica, pero era evidente que no lo había conseguido.

—No. Solo aquellos que se creen con derecho de juzgar las vidas ajenas sin darse cuenta de que las suyas están vacías. No son fantasmas, nosotras tampoco, pero pudiendo elegir ¿Por qué dejar que nos hagan daño? Tu y yo podemos ser lo que queramos. Ellos no.

—¿Quién se lo impide?

—Nadie, solo que ellos todavía no lo saben. Los han educado de tal modo que ser lo que se quiere ser, lo que se siente ser, es pecado si no entra dentro de lo que les han dicho que tienen que ser o sentir. Son prisioneros con síndrome de Estocolmo que viven protegidos en los brazos de un ente al que se le supone libertad cuando en realidad lo han convertido en cárcel.

—¿Hablamos de dios?

—No. Hablamos del ser humano. Dios en eso, nada tiene que ver.

—¿Entonces no podremos hablar con nadie? ¿Nadie podrá vernos?

Aurora, no respondió, simplemente se detuvo ante un matrimonio de edad avanzada que paseaba alardeando de estatus y les preguntó con excelente educación si podrían indicarles la hora que era.

—Las ocho y media señoritas —respondió el caballero consultando su reloj de bolsillo.

—Gracias muy amable. ¡Ves! —comenzó a decir Aurora a modo explicativo cuando el matrimonio se alejó —. Puedes hablar con quién quieras, ellos solo verán, lo que quieran ver. Habrá quienes vean que vamos cogidas de la mano y habrá quienes no. Ahora somos libres. Ahora quien nos escribe no dejará que nos juzguen por amarnos, ella, no nos dejará caer.

A Celia aquel hecho le pareció magia. El corazón acelerado por las posibles consecuencias de su osado paseo se tranquilizó cuando, al doblar la esquina que las llevaba a su destino, una muchacha de unos dieciséis años, las miró a las manos con los ojos llenos de esperanza.



—Buenas tardes. Quisiera saber si la habitación número veintiuno estaría disponible esta noche —preguntó Aurora al recepcionista del hotel mientras Celia miraba a su alrededor como si todo fuera nuevo.

La respuesta fue afirmativa. Aurora, para que Celia no pudiera escucharla, apuntó en un papel una petición especial que fue respondida casi de inmediato, recogió la llave y cedió el paso a Celia para que subiera las escaleras primero. Le encantaba observarla mientras ascendía, el contoneo de su cadera la hipnotizaba. Para ella el cuerpo de su amada era una obra de arte siempre, pero sentía debilidad por aquel hecho. Celia lo sabía y a medio tramo giró la cabeza para descubrirla con una sonrisa de aprobación dibujada en los labios que le fue devuelta con picardía.

En el rellano de la primera planta les esperaba el amable botones que en ocasiones anteriores había sido cómplice de ambas mujeres. Saludó con amabilidad y les rogó que le siguieran después de haberle tendido a Aurora un pañuelo de seda con el que cubrió los ojos de Celia.

La habitación estaba en la segunda planta, pero no se detuvieron en ella, sino que siguieron ascendiendo. La Silva se dejaba guiar por la voz dulce de Aurora mientras se sujetaba de su brazo para no caer. Unos cuantos pisos más tarde, se detuvieron. El sonido de lo que parecía un enorme y pesado manojo de llaves le dejó claro a la periodista que, al verse privada del sentido de la vista, los demás se habían disparado y cuando el joven abrió la puerta que intuyó ante ellas, el aire gélido que le acarició el rostro lo confirmó erizando cada poro de su piel. Cientos de sonidos invadieron su cabeza a medida que Aurora la ayudaba a avanzar. Parecían los sonidos de una ciudad despidiendo el día y algo le dijo que se habían quedado a solas, ahí donde quisiera que estuvieran. El aire olía a madera quemada, a comida caliente, a piedra helada. Aurora se colocó tras ella para deshacer el nudo del pañuelo y Celia aprovechó para palpar con las manos su alrededor, pero no consiguió tocar nada.

—Queríamos despedirnos de Madrid y aquí la tenemos, esta noche es toda nuestra —aclaró Aurora cuando al fin Celia pudo mirar al horizonte y ver que la ciudad se postraba ante sus pies.

La azotea del Excélsior era inmensa. La noche lo cubría todo con su manto, pero las luces de las ventanas de los edificios dejaban adivinar cuan extensa era la ciudad que abandonarían, al menos por un tiempo, al día siguiente.

—Creo que voy a echarla de menos —confesó Celia asomándose con cuidado a la cornisa.

—Podremos volver cuando lo deseemos. Ya comprobamos que Madrid siempre tiene las puertas abiertas, sea cual sea el estado en el que se regresa a ella.

Tras disfrutar durante un buen rato de las estrellas que, al igual que ellas no estaban al alcance de todo el mundo porque no todo el mundo era capaz de comprender que más allá de la luz artificial de las farolas hay belleza pura, bajaron a la habitación. A su, habitación.

Se quitaron los abrigos, los tiraron sobre una butaca que añoraba el aroma de sus telas y mientras Aurora prendía las velas de toda la habitación, Celia abrió la botella de champán que esperaba en una cubitera de pie y vertió parte del líquido en las dos copas que había justo en la mesa de al lado.

—¿Por qué brindamos? —preguntó Aurora al hacerse con la que le correspondía.

—¡Por todo eso que todavía no comprendo pero que me hace inmensamente feliz! —alzaron las copas y las hicieron chocar con cuidado para después dejar que las burbujas revoloteasen por sus gargantas —. Ayer pensaba que te había perdido para siempre, que no volvería a verte, que no podría volver a hablar contigo sin parecer una loca, pero hoy… Hoy ya no me importa si lo estoy o no.

—A mí, tampoco.

Con un gesto armónico, como si lo hubieran ensayado antes, dejaron las copas sobre la mesa de nuevo y se fundieron en un beso que supo a prohibido. Alcohol y deseo se apoderaron de sus carnosos labios, de sus rebeldes lenguas, de sus respiraciones entrecortadas. Deseo y amor se convirtieron en uno cuando sus manos comenzaron a perderse por sus espaldas. Amor y pasión se aliaron para deshacerse de la ropa, para deshacer la cama. Pasión. La pasión de quienes se han añorado tanto en tan poco tiempo que creen haberlo olvidado todo. Pero no, no habían olvidado nada. Ni el tacto de su piel, ni el sabor de sus cuerpos. Ni lo dulce de sus pechos. No habían olvidado ni sus lunares ni sus cicatrices. Ninguna, aunque hubieran sido provocadas por la inquietud de esas niñas que jugaban en los árboles cuando nadie las miraba y apenas quedase rastro de ellas. No habían olvidado el aroma de su cabello, ni el sonido de unos gemidos que se ahogaban comedidos cuando volvieron a medir con besos la longitud de sus cuerpos desnudos. Nada. Y todo. De eso se acordaban, en eso se perdieron mientras la ciudad dormía, mientras algunos de sus habitantes soñaban con anhelos que ellas podrían cumplir al fin. Ahora podrían recorren el mundo sin miedo al mundo.

—¿Dónde iremos mañana? —preguntó Celia asomada a la ventana con Aurora abrazada a la espalda cubiertas ambas por una sábana blanca que le habían robado a la, siempre suya, cama.

—Donde nuestro corazón nos lleve —respondió la enfermera besándole el huequito del cuello que tanto amaba.

—Siento que mi corazón quiere llevarme a demasiados lugares.

—A mí me pasa lo mismo —aseguró Aurora —. Es una sensación extraña. Siento que hay lugares en los que he dejado una parte de mi sin haber estado.

—Sí —afirmó la escritora girándose hacia ella –. Es como si parte de mí le perteneciera a alguien más. Como si alguien me reclamase. Como si alguien me…

—¡Necesitase! —dijeron al unísono, pues ambas sentían que les ocurría lo mismo.

—Entonces el camino lo escogeremos asomadas a una ventana. Con los ojos cerrados y el corazón expuesto. Su palpitar nos dirá dónde ir, que parte de mundo conocer —sentenció Aurora besándola de nuevo —. Nos asomaremos a él —añadió descorriendo la cortina con la mano como si pretendiera hacérselo saber—, e iremos allá donde se completen nuestros latidos. ¿Te parece buena idea?

—Me parece una idea maravillosa. ¡Viajar donde el corazón nos lleve! —soñó Celia con la mirada— No creo que exista mayor libertad que esa, pero dejemos eso para mañana, —sugirió cerrando la cortina casi a la vez que soltaba las esquinas de la sábana dejando que esta cayera a los pies de ambas mostrando sus cuerpos desnudos—porque esta noche… —comenzó a susurrar avanzando hacia Aurora hasta que las piernas de la enfermera se toparon con el borde del colchón obligándola a sentarse sobre la cama a la vez que Celia se subía sobre ella — ¡Esta noche solo quiero asomarme al mundo que hay dentro de tus ojos!

Adriana Marquina  

sábado, 7 de enero de 2017

El Final que yo le hubiera dado (parte II)

Cuando Rosalía cerró la puerta de casa Silva, todos los allí presentes respiraron con alivio. Velasco, que no era muy dado a enfrentamientos, se apoyó en la barandilla de la escalera con aire preocupado.

—No sé hasta qué punto podremos evitar la denuncia de este animal. Legalmente tiene las de ganar.

Gabriel, que estaba a su lado, apoyó la mano sobre el hombro de su amigo intentando tranquilizarlo. Si Camilo decidía denunciar o no, no era lo importante en aquel momento.

—Esperadme en el salón —dijo Cristóbal mientras comenzaba a ascender las escaleras —. Voy a ver qué tal esta Aurora.

Todos los allí presentes asintieron. Cabizbajas, las hermanas tomaron asiento primero. Los hombres se quedaron de pie a su alrededor, como si ese acto fuera a protegerlas de sus propios pensamientos. Rosalía y Benjamín bajaron a la cocina. La mujer pensó que una tila iría bien para soportar la espera y que de paso templaría los cuerpos temblorosos y congelados por la tensión acumulada.

Cristóbal llamó con cariño a la puerta de la habitación. Un susurro le suplicó que pasase. Celia, apoyada en el cabecero de la cama, sujetaba a Aurora entre sus brazos.

—¿Cómo está? —preguntó el médico procurando hacer el menor ruido posible.

—Muy débil Cristóbal —sollozó Celia —. Demasiado débil.

—Celia no creo que… —comenzó a decir el doctor mientras sujetaba la muñeca de su amiga para palpar un pulso casi inexistente.

—No lo digas. Por favor, no lo digas.

La suplica de Celia hizo que Cristóbal guardase silencio. Ambos sabían que a Aurora apenas le quedaban unos minutos de vida y que nada se podía hacer ya por salvársela.

—Estaré abajo para lo que necesites. Todos estaremos ahí —aseguró antes de marcharse y tras besar la frente incandescente por la fiebre de su amiga.

—¡Cristóbal! —lo detuvo Celia antes de que cerrase la puerta —El que gritaba hace unos minutos era Camilo ¿verdad?

—No te preocupes por él ahora. Tus hermanas han hecho lo que tenían que hacer. Podéis estar tranquilas.

La puerta se cerró con la misma delicadeza con la que se había abierto y, sin embargo Celia, sintió que aquel había sido el mayor portazo que había escuchado jamás. El portazo que la dejaba a solas con una vida que se le escapaba entre los brazos sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Intentando contener las lágrimas que asomaban a sus ojos, apretó con cuidado el cuerpo de Aurora contra el suyo. Los parpados de la enfermera se despegaron ligeramente. Desde ellos, a través de una fina línea por la que solo pudieron colarse los ojos de Celia, quiso hacerle entender a su compañera que la próxima vez que los cerrase, sería para siempre. Sacando fuerzas de donde no las tenía, Aurora acarició la mejilla empapada del amor de su vida.

—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida —musitó conteniendo la tos que el esfuerzo de hablar le suponía.

—Lo sé cariño. Lo sé porque siento exactamente lo mismo que tú, pero no hace falta que digas nada mi amor. Guarda esas fuerzas para mañana, 1916 te necesita. Yo te necesito.

Los labios de Aurora dibujaron una ligera sonrisa. Sabía que aquel año que acababa de comenzar tendría que continuar sin ella y sin embargo, la mirada llena de amor de su otra mitad, conseguía que pareciera que estaba equivocada.

—Está bien —volvió a susurrar haciendo caso omiso del silencio que le rogaba Celia sabiendo que las fuerzas que las palabras sin decir le ahorrarían no serían suficientes —. Ya no te digo nada más —la maestra sonrió encandilada ante una cabezonería en la que depositó toda su esperanza —, pero necesito que sepas que no quiero morirme Celia. Que no voy a morirme. Que cuando cierre los ojos lo que voy a hacer es despertar. Despertarme del mejor sueño que nadie ha podido imaginar jamás.

—Para mí será una pesadilla —sollozó negando con la cabeza mientras le besaba con cariño el reverso de la mano. 

—No sé dónde voy a ir, pero te juro mi vida que vaya donde vaya, volveré a dormirme, volveré a buscarte. Volveré para salvarte de esa pesadilla, de este mundo injusto, de cada juicio de amor que pretenda encarcelarte. Te prometo que volveré por ti mi amor, siempre vuelvo por ti.

—Yo te prometo, mi vida, que estaré esperándote —respondió Celia acariciándole el rostro mientras los parpados de Aurora se cerraban despacio, como lo hace el telón del escenario de un teatro cuando acaba una maravillosa función.

El corazón de Celia se paró en aquel momento. La mano que sujetaba la mejilla de Aurora también. Ambos se congelaron ante la muerte. Ante la injusta muerte de quien lo único que quería hacer en la vida era vivir. Todo se detuvo un instante. El aire buscaba la respiración que le faltaba. La luz tenue de la lámpara de la mesilla de noche se apagó tras los ojos cerrados de la maestra. Las sábanas de la cama dejaron de dar calor. El colchón se convirtió en una roca. En el salón, un vaso de agua estalló sobre la mesa. Aurora se había ido y las sombras que Camilo había enviado para recoger su alma pecadora se doblegaron ante el grito ahogado de Celia. A Aurora no la esperaba el infierno. A ella le correspondía el cielo azul, las nubes puras, el aire libre. A ella le correspondía ser un ángel. El ángel de la guarda que con sus alas blancas impediría que Celia se estampase contra el suelo del abismo que acababa de abrirse bajo sus pies.

Diana y Blanca se pusieron en pie en cuanto el lamento de Celia atravesó la puerta y descendió las escaleras, pero Elisa las detuvo.

—Ya bajará ella —murmuró dejando que las lágrimas que le atravesaban el rostro le quemasen la delicada piel —. Lo hará cuando esté preparada.



Como si entre sus brazos descansase un bebé recién nacido que no puede conciliar el sueño. Celia mecía el cuerpo inerte de Aurora.

—Descansa Meine Liebe. Descansa y vuela. Recorre el mundo y por las noches, cuando veas que no puedo dormir sin el calor de tu cuerpo, sin tu respiración a mi lado, cuélate por mi ventana. No llames, aunque la veas cerrada estará abierta. Entra. Siéntate a mi lado. Acaríciame la cara. Dame un beso en los labios y cuéntame un cuento. Uno con final feliz, uno que haga que vivir, sea un poco más sencillo sin ti.



El reloj anunciaba las tres de la madrugada cuando Celia, por fin, se vio capaz de separarse del cuerpo de su amada. Con cuidado la recostó sobre la cama, la arropó y le besó los labios fríos empapándolos con las lágrimas que se detenían en los suyos. Cuando llegó a la puerta del salón, no hizo falta que dijera nada. Sus hermanas fueron a su encuentro de inmediato. El cansancio, el sueño y los nervios de la espera las habían dejado traspuestas en el sofá, pero se levantaron a arroparla sin dudarlo un instante. Rosalía les acercó una manta para que la envolvieran en ella. Cristóbal la miró pidiéndole un permiso que le fue concedido con una mirada agradecida que rompió a llorar de nuevo. Los demás permanecieron en silencio, inmóviles, como si no quisieran ser culpables de nada que pudiera hacer más duro aquel momento, aunque Velasco, asomado a la ventana, intentaba contener las lágrimas que le empañaban los ojos.

El resto de la noche transcurrió en apenas un instante. Celia no fue consciente de cuando se quedó a solas con Diana en el sofá. Cristóbal se encargó de todo. Llamó al hospital para informar que Aurora Alarcón había fallecido y para que fueran ellos desde allí quienes avisasen al hermano. Él no tenía nada más que hablar con aquel despreciable ser. El cuerpo lo aseó y preparó Rosalía. Puso más cariño en aquella tarea del que nadie podía haber imaginado. Por un instante sintió que volvía a preparar a su hija, aunque sabía que aquella mujer era más noble que ella. Cuando la tuvo vestida con la ropa que Celia había sugerido, su falda verde y su camisa de cuadros, avisaron a los servicios fúnebres para que pasasen a recogerla. Todos sabían que en cuanto Camilo pudiera decidir le quitaría esa ropa y le pondría un vestido negro, pero para Celia era importante y nadie quiso llevarla la contraría.



Las campanas de la iglesia repicaron más enfadadas que nunca al ver que entre los asistentes al funeral de Aurora, no estaba Celia Silva. Retumbaron de tal manera que muchos miraron hacia arriba para asegurarse de que seguían siendo dos. A la persona que más quería a la fallecida, se le había prohibido asistir y, aunque estuvo a punto de tentar a la suerte, prefirió hacer caso a su amigo y esperar a que todo el mundo se hubiera ido para acercarse hasta la tumba que le había correspondido a su otra mitad, a depositar una preciosa rosa blanca que, a pesar del frío invierno, había florecido como un milagro en el rosal del jardín de casa Silva.

Los pasos de Celia eran lentos. Sabía que se dirigía hacia el final de todo en cuanto había creído hasta ese momento. Bajo la tierra removida, encerrados en un ataúd de madera y vestidos de negro, el amor, la esperanza y las ilusiones de los últimos años, la recibieron tan abatidos como ella. En la tumba no había lapida, ni epitafio, tan solo un Aurora Alarcón Marco que la hacía parecer una más de cuantos allí había, aunque la mujer que de rodillas se disculpaba por la falta de fuerzas que sentía, sabía que no era así. Que su Aurora había sido grande, que le había dado sentido a su vida y a la de mucha gente, que quería cambiar las cosas, que el mundo era un poco mejor después de que ella hubiera pasado por él. Para Celia, Aurora estaría a su lado toda la vida y como tal se dirigió a ella para recitarle un verso de uno de sus poemas favoritos.

Cuando el dulce Cazador,

me tiró y dejó herida,

en los brazos del amor

mi alma quedo rendida;

Y, cobrando nueva vida,

de tal manera he trocado,

que mi ser Amado es para mí,

y yo soy para mi ser Amado.



Aquellas palabras no eran suyas, pero desde que Aurora le mostró el poema decidió quedárselas. En ellas podía ver su historia, podía sentir los brazos de la enfermera que levantándola de la camilla la alejó de la muerte en vida. La mano tendida que le dio sentido a todo, la sonrisa limpia de quien ama desde el alma. En ellas podía ver el beso que la liberó de sí misma, el cuerpo que la enseñó que el amor no se hace, que el amor nace. Y, sobre todo, a través de ellas podía volver a escuchar el Meine Liebe susurrado, el primero, ese cuyo secreto, le acarició el corazón sentadas en el banco de un parque por el que ya nunca volvería a pasear igual.

Celia cerró el libro al terminar de leer el verso. Al hacerlo, los colores del mundo parecieron quedarse atrapados en él. Todo comenzó a fundirse en gris, todo menos una rosa del mismo color que su nombre, pero Celia no pudo verla. El dolor era tan intenso que por no morirse allí mismo se levantó y se dio la vuelta en dirección a una vida que se mostraba inalcanzable sin la mujer que la complementaba. Se giró y no pudo verla, pero una mano la detuvo antes de que comenzase a andar tras el suspiro con el que acababa de convencerse de que no le quedaba más remedio. Volvió el rostro hasta su hombro para intentar averiguar quién detenía sus pasos. Hubiera reconocido aquella mano incluso en la noche más oscura.

Meine Liebe, le susurraron al oído, y con los ojos preparados para ver a través de un fantasma volvió a darse la vuelta. Pero allí no había un fantasma. Allí estaba ella. Aurora, su Aurora. Con el corazón encogido se cruzó de brazos para pellizcarse con disimulo, no sabía que estaba ocurriendo, pero no quería parecer una loca ante el amor de su vida que se mostraba ante ella con su tumba de fondo.

—Aurora tu…

Pero Aurora no la dejó continuar. Con cariño la sonrió mientras cogía una de sus manos y la dirigía hacia el lado derecho de su pecho. En la palma Celia pudo sentir el latido de un corazón fuerte, de un corazón vivo, de un corazón que estaba dispuesto a abandonar el pecho que lo protegía para mostrarle que era real.

—No puede ser… —murmuró mientras los ojos se le cristalizaban de alegría.

—Celia, en esta vida nuestra en la que todo cuanto existe no es real, todo puede ser.

Celia la miró sin comprender a qué se estaba refiriendo.

—Anoche morí en tus brazos. No se me ocurrió mejor lugar en el que hacerlo y puedo asegurarte que lo último que escuché fue tu corazón. Cuando todo se tornó oscuridad, cuando me alejaba de mi cuerpo, cuando parecía haberlo perdido todo, el latido roto de tu corazón destrozado apareció al final del túnel en el que me había adentrado para hacerme comprender todo cuanto en vida se me escapaba. Tú y yo no existimos Celia. No somos reales. Celia, tu y yo somos un sentimiento, pero no nuestro. Somos el sentimiento de miles de personas que aman como nos amamos nosotras. Somos la esperanza de que algún día el mundo dejará de juzgar el amor por el simple hecho de no ser el amor que dicta parte de una sociedad que nunca se ha detenido a amar. Anoche, cuando me alejaba de ti dando por hecho que no podría volver porque eso es lo que nos han enseñado, que cuando se muere no se regresa, comprendí que hay demasiadas personas que nos necesitan, que hay demasiados corazones pendientes de que tú y yo seamos felices el resto de la vida para que quienes no las comprenden puedan dejar que lo sean el resto de las suyas. Comprendí que hemos sido el pasado de muchos presentes y que esos presentes merecen recordar en su futuro que el amor, si puede con todo. Hasta con la muerte, al menos con la mía que ha sido tan injusta, que vino porque me negué a dejar de ser yo misma, que vino en un intento desesperado de adoctrinamiento colectivo de quienes pretenden controlar el mundo a golpe de lecciones de una moral de la que carecen; si andas en dirección contraria, mueres. Y yo podía no haber muerto, pero entonces no sería yo, serían ellos y ahora que ya no les pertenezco vengo a cumplir la promesa que te hice anoche. Vengo a dormirme a tu lado, a regalarte mi mano. Agárrate a ella y ven conmigo. Vamos a vivir la vida que se nos ha negado.  

Adriana Marquina