sábado, 14 de enero de 2017

¿Dónde iremos mañana?

La vida que se les había negado era tanta que Celia no dudó un instante. Sonriendo y confiando a ciegas en la sonrisa que le estaba siendo devuelta, se agarró a la mano tendida de Aurora. Al contrario de lo que nos ocurriría a cualquier mortal, ella no dudó. No miró atrás. No se paró a pensar en lo que dejaba porque algo le decía que, en realidad, no dejaba nada.

—¿Dónde me llevas? —preguntó cuándo atravesaron la puerta del humilde camposanto.

—La pregunta no es; donde me llevas, sino donde nos llevamos—respondió Aurora trazando con la mano que le quedaba libre una línea que acarició todo el horizonte.

Ahora el mundo era suyo. De su amor. Y podrían haber ido a cualquier lugar. A cualquier ciudad que se les hubiera antojado, pero ya tendrían tiempo y sus pasos, los de ambas, se adentraron de nuevo en Madrid. Querían despedirse de ella, al fin y al cabo, sus calles habían sido testigos de su amor. Había sido ella quien las había presentado, quien les había mostrado la dicha y la desdicha. Quien las había separado y vuelto a juntar una y otra vez. Hasta la muerte. Al fin y al cabo merecía saber que tenían una nueva oportunidad, que a pesar de todo, le estaban inmensamente agradecidas.                                                                    

Cuando ante sus ojos aparecieron los primeros viandantes, Celia hizo amago de soltar la mano de Aurora, pero la enfermera se la sujetó con fuerza, la miro a los ojos y le pidió que confiase en ella una vez más. Nadie se giró a mirarlas. Nadie pareció percatarse de su presencia y es que ninguna de las personas con las que se fueron cruzando podía haber comprendido que se amaban, así que el amor, decidió privarles de tal privilegio.

—¿Somos fantasmas Aurora? —preguntó Celia con una mezcla de inquietud y miedo en la mirada.

—No cariño. Los fantasmas, son ellos.

—¿Todos? —preguntó mirando a su alrededor de nuevo sin comprender bien a qué se refería la enfermera.

A Aurora se le escapó una carcajada de amor. La mirada de Celia, completamente desconcertada, le provocó una ternura infinita. Había intentado ser sarcástica, pero era evidente que no lo había conseguido.

—No. Solo aquellos que se creen con derecho de juzgar las vidas ajenas sin darse cuenta de que las suyas están vacías. No son fantasmas, nosotras tampoco, pero pudiendo elegir ¿Por qué dejar que nos hagan daño? Tu y yo podemos ser lo que queramos. Ellos no.

—¿Quién se lo impide?

—Nadie, solo que ellos todavía no lo saben. Los han educado de tal modo que ser lo que se quiere ser, lo que se siente ser, es pecado si no entra dentro de lo que les han dicho que tienen que ser o sentir. Son prisioneros con síndrome de Estocolmo que viven protegidos en los brazos de un ente al que se le supone libertad cuando en realidad lo han convertido en cárcel.

—¿Hablamos de dios?

—No. Hablamos del ser humano. Dios en eso, nada tiene que ver.

—¿Entonces no podremos hablar con nadie? ¿Nadie podrá vernos?

Aurora, no respondió, simplemente se detuvo ante un matrimonio de edad avanzada que paseaba alardeando de estatus y les preguntó con excelente educación si podrían indicarles la hora que era.

—Las ocho y media señoritas —respondió el caballero consultando su reloj de bolsillo.

—Gracias muy amable. ¡Ves! —comenzó a decir Aurora a modo explicativo cuando el matrimonio se alejó —. Puedes hablar con quién quieras, ellos solo verán, lo que quieran ver. Habrá quienes vean que vamos cogidas de la mano y habrá quienes no. Ahora somos libres. Ahora quien nos escribe no dejará que nos juzguen por amarnos, ella, no nos dejará caer.

A Celia aquel hecho le pareció magia. El corazón acelerado por las posibles consecuencias de su osado paseo se tranquilizó cuando, al doblar la esquina que las llevaba a su destino, una muchacha de unos dieciséis años, las miró a las manos con los ojos llenos de esperanza.



—Buenas tardes. Quisiera saber si la habitación número veintiuno estaría disponible esta noche —preguntó Aurora al recepcionista del hotel mientras Celia miraba a su alrededor como si todo fuera nuevo.

La respuesta fue afirmativa. Aurora, para que Celia no pudiera escucharla, apuntó en un papel una petición especial que fue respondida casi de inmediato, recogió la llave y cedió el paso a Celia para que subiera las escaleras primero. Le encantaba observarla mientras ascendía, el contoneo de su cadera la hipnotizaba. Para ella el cuerpo de su amada era una obra de arte siempre, pero sentía debilidad por aquel hecho. Celia lo sabía y a medio tramo giró la cabeza para descubrirla con una sonrisa de aprobación dibujada en los labios que le fue devuelta con picardía.

En el rellano de la primera planta les esperaba el amable botones que en ocasiones anteriores había sido cómplice de ambas mujeres. Saludó con amabilidad y les rogó que le siguieran después de haberle tendido a Aurora un pañuelo de seda con el que cubrió los ojos de Celia.

La habitación estaba en la segunda planta, pero no se detuvieron en ella, sino que siguieron ascendiendo. La Silva se dejaba guiar por la voz dulce de Aurora mientras se sujetaba de su brazo para no caer. Unos cuantos pisos más tarde, se detuvieron. El sonido de lo que parecía un enorme y pesado manojo de llaves le dejó claro a la periodista que, al verse privada del sentido de la vista, los demás se habían disparado y cuando el joven abrió la puerta que intuyó ante ellas, el aire gélido que le acarició el rostro lo confirmó erizando cada poro de su piel. Cientos de sonidos invadieron su cabeza a medida que Aurora la ayudaba a avanzar. Parecían los sonidos de una ciudad despidiendo el día y algo le dijo que se habían quedado a solas, ahí donde quisiera que estuvieran. El aire olía a madera quemada, a comida caliente, a piedra helada. Aurora se colocó tras ella para deshacer el nudo del pañuelo y Celia aprovechó para palpar con las manos su alrededor, pero no consiguió tocar nada.

—Queríamos despedirnos de Madrid y aquí la tenemos, esta noche es toda nuestra —aclaró Aurora cuando al fin Celia pudo mirar al horizonte y ver que la ciudad se postraba ante sus pies.

La azotea del Excélsior era inmensa. La noche lo cubría todo con su manto, pero las luces de las ventanas de los edificios dejaban adivinar cuan extensa era la ciudad que abandonarían, al menos por un tiempo, al día siguiente.

—Creo que voy a echarla de menos —confesó Celia asomándose con cuidado a la cornisa.

—Podremos volver cuando lo deseemos. Ya comprobamos que Madrid siempre tiene las puertas abiertas, sea cual sea el estado en el que se regresa a ella.

Tras disfrutar durante un buen rato de las estrellas que, al igual que ellas no estaban al alcance de todo el mundo porque no todo el mundo era capaz de comprender que más allá de la luz artificial de las farolas hay belleza pura, bajaron a la habitación. A su, habitación.

Se quitaron los abrigos, los tiraron sobre una butaca que añoraba el aroma de sus telas y mientras Aurora prendía las velas de toda la habitación, Celia abrió la botella de champán que esperaba en una cubitera de pie y vertió parte del líquido en las dos copas que había justo en la mesa de al lado.

—¿Por qué brindamos? —preguntó Aurora al hacerse con la que le correspondía.

—¡Por todo eso que todavía no comprendo pero que me hace inmensamente feliz! —alzaron las copas y las hicieron chocar con cuidado para después dejar que las burbujas revoloteasen por sus gargantas —. Ayer pensaba que te había perdido para siempre, que no volvería a verte, que no podría volver a hablar contigo sin parecer una loca, pero hoy… Hoy ya no me importa si lo estoy o no.

—A mí, tampoco.

Con un gesto armónico, como si lo hubieran ensayado antes, dejaron las copas sobre la mesa de nuevo y se fundieron en un beso que supo a prohibido. Alcohol y deseo se apoderaron de sus carnosos labios, de sus rebeldes lenguas, de sus respiraciones entrecortadas. Deseo y amor se convirtieron en uno cuando sus manos comenzaron a perderse por sus espaldas. Amor y pasión se aliaron para deshacerse de la ropa, para deshacer la cama. Pasión. La pasión de quienes se han añorado tanto en tan poco tiempo que creen haberlo olvidado todo. Pero no, no habían olvidado nada. Ni el tacto de su piel, ni el sabor de sus cuerpos. Ni lo dulce de sus pechos. No habían olvidado ni sus lunares ni sus cicatrices. Ninguna, aunque hubieran sido provocadas por la inquietud de esas niñas que jugaban en los árboles cuando nadie las miraba y apenas quedase rastro de ellas. No habían olvidado el aroma de su cabello, ni el sonido de unos gemidos que se ahogaban comedidos cuando volvieron a medir con besos la longitud de sus cuerpos desnudos. Nada. Y todo. De eso se acordaban, en eso se perdieron mientras la ciudad dormía, mientras algunos de sus habitantes soñaban con anhelos que ellas podrían cumplir al fin. Ahora podrían recorren el mundo sin miedo al mundo.

—¿Dónde iremos mañana? —preguntó Celia asomada a la ventana con Aurora abrazada a la espalda cubiertas ambas por una sábana blanca que le habían robado a la, siempre suya, cama.

—Donde nuestro corazón nos lleve —respondió la enfermera besándole el huequito del cuello que tanto amaba.

—Siento que mi corazón quiere llevarme a demasiados lugares.

—A mí me pasa lo mismo —aseguró Aurora —. Es una sensación extraña. Siento que hay lugares en los que he dejado una parte de mi sin haber estado.

—Sí —afirmó la escritora girándose hacia ella –. Es como si parte de mí le perteneciera a alguien más. Como si alguien me reclamase. Como si alguien me…

—¡Necesitase! —dijeron al unísono, pues ambas sentían que les ocurría lo mismo.

—Entonces el camino lo escogeremos asomadas a una ventana. Con los ojos cerrados y el corazón expuesto. Su palpitar nos dirá dónde ir, que parte de mundo conocer —sentenció Aurora besándola de nuevo —. Nos asomaremos a él —añadió descorriendo la cortina con la mano como si pretendiera hacérselo saber—, e iremos allá donde se completen nuestros latidos. ¿Te parece buena idea?

—Me parece una idea maravillosa. ¡Viajar donde el corazón nos lleve! —soñó Celia con la mirada— No creo que exista mayor libertad que esa, pero dejemos eso para mañana, —sugirió cerrando la cortina casi a la vez que soltaba las esquinas de la sábana dejando que esta cayera a los pies de ambas mostrando sus cuerpos desnudos—porque esta noche… —comenzó a susurrar avanzando hacia Aurora hasta que las piernas de la enfermera se toparon con el borde del colchón obligándola a sentarse sobre la cama a la vez que Celia se subía sobre ella — ¡Esta noche solo quiero asomarme al mundo que hay dentro de tus ojos!

Adriana Marquina  

5 comentarios:

  1. Precioso adriana como siempre la verdad está mucho mejor que la serie

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  2. ¡Esta noche solo quiero asomarme al mundo que hay dentro de tus ojos!( me encanto esa frase)

    "Ahora somos libres. Ahora quien nos escribe no dejará que nos juzguen por amarnos, ella, no nos dejará caer"... G-E-N-I-A-L--Aurora expreso de maravilla lo que yo tambièn pienso de TI con esta frase(TU PLUMA NUNCA LAS DEJARA CAER)...

    GRACIAS por "adoptar" a Celia&Aurora soy inmensamente feliz de que su historia de Ahora en adelante este en tus manos, por fin van a vivir toda la felicidad lo que se le negó a estos maravillosos personajes... saludos

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  3. todavìa no me recupero del ASESINATO DE AURORA (enojo TOTAL), pero creo que podìa haber sido peor( por ejemplo infidelidad o algo peor de lo de marina, casamiento forzado o el que perdieran mas su esencia los personajes), ese pensamiento me hace pensar que la Aurora de la serie se salvo jaja
    pero es interesante pensar que pueden existir mundos paralelos incluso de nosotros "que loco" y me alivia que en este Aurora&Celia estèn en manos de una ESCRITORA BRILLANTE ... y que puede seguir el rumbo que trazo Aurora al principio de su apariciòn de la serie ayudar a otras personas y mostrar que no deben tener miedo a mostrarse como son...

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  4. y que en la DIFERENCIA està la GRACIA...

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