viernes, 31 de marzo de 2017

Havana 7 Historias

Que se muera un familiar siempre es duro. Que lo haga tu marido, lo es mucho más.

Cuando María, Alejandra y Carlota llegaron a casa, los últimos rayos de sol anunciaban el fin de un larguísimo día. María, contenía las lágrimas que Alejandra era incapaz de contener. Carlota sujetaba la mano de su madre. Desde las dudas de una niña de seis años, surgía una pregunta; ¿Cuántas lágrimas caben en el cuerpo de una persona? Ella sabía que muchas, porque alguna vez le había ocurrido que, aunque su padre insistiera, no había podido dejar de llorar. Pero siempre terminaba consiguiéndolo, aunque fuera apretando los dientes muy fuerte.
   —Carlota cariño —dijo María al ver como esta miraba a su madre —. Corre a por un pijama mientras yo te lleno la bañera ¿vale? ¡Coge uno que sea calentito! —sugirió alzando ligeramente la voz al ver a la pequeña doblar la esquina del pasillo, pero sin perder el cariño por el que Carlota hubiera hecho cualquier cosa —Vamos a la cocina, te prepararé un vaso de leche caliente —añadió dirigiéndose esta vez a Alejandra.
   —Solo quiero dormir —sollozó —. Déjame dormir —repitió intentando mostrar un enfado que se difuminó por la falta de fuerza —, por favor. ¡Por favor! —repitió mientras María la ayudaba a sentarse en una de las sillas de la cocina.
   —Cariño, en cuanto te tomes la leche te vas a la cama —dijo con ternura acariciándole el rostro —. No puedes dormir sin meter nada en el estómago, llevas sin comer desde ayer.
   —No quiero comer. No puedo —respondió golpeando el aire con el puño cerrado —. ¡Se ha muerto! —rompió a llorar desesperada de nuevo apoyando la cabeza sobre la mesa de la cocina —¡Muerto! No sé qué voy a hacer sin él. No puedo vivir sin él.

El vientre de María sustituyó a la mesa mientras la rodeaba con los brazos y le acariciaba la cabeza. No sabía que decir que no hubiera dicho ya. Así que le dejó el vaso de leche sobre la mesa, sacó del armario una de las pastillas que utilizaba ella para poder conciliar el sueño y le prometió que la dejaría dormir lo que quedaba de tarde, toda la noche y todo lo que necesitase. Que se encargaría de la niña y, que no iba a faltarles de nada, que nunca dejaría que a ninguna de las dos les faltase nada.
Aquella promesa consiguió que el vaso quedase a la mitad, que le diera un beso a su hija mientras se metía en la bañera y desapareciera tras la puerta de una habitación que contenía tantos recuerdos que apenas quiso abrir los ojos. Allí se habían dado el primer beso. Allí habían hecho el amor por primera vez. Allí habían pasado horas y horas encerrados. A Juan no le gustaba salir y a Alejandra no le importaba quedarse en casa con tal de estar con él.  
   —¿Qué tal va mi pequeña? —preguntó María apoyada en la puerta del baño intentando sonreír, aunque le costaba hacerlo.
   —Bien abuela, todavía no estoy arrugada —dijo mirándose los dedos de las manos —¿Puedo quedarme un poco más?
   —¡Claro! ¿Puedo quedarme contigo? —preguntó sabiendo la respuesta mientras se sentaba sobre la tapa de la taza del váter.

La espuma comenzó a desaparecer a medida que Carlota jugaba con ella. Le encantaba hacer como que tenía barba, bigote o hacerse crestas y coletas raras en el pelo y María siempre se aseguraba de que tuviera suficiente jabón como para que pudiera hacerlo. En su casa tenían bañera, pero nunca la dejaban llenarla, así que cuando le tocaba bañarse en casa de la abuela lo disfrutaba como la que más. Como la niña que era. Aquel día no fue una excepción, pero si había habido una. Una semana atrás la niña no quiso desnudarse. Por más que su abuela intentó convencerla, cosa extraña pues como digo le encantaba, no pudo. María descubrió el motivo cuando, al posar la mano sobre el hombro de la pequeña para mirarla a los ojos e intentar sonsacarle que le ocurría, esta se quejó de dolor.
   —¿Qué te ha pasado cariño? —preguntó al apartar la camiseta con cuidado y descubrir un enorme moratón en la frágil piel.
   —Un niño me hizo ayer la zancadilla y me caí.

María sabía que su nieta le estaba mintiendo. La conocía de sobra, ella le había devuelto la vida que su marido le había ido arrebatando durante los cuarenta años que estuvieron casados. En los cuarenta años que tuvo que esperar hasta quedarse viuda.
   —Espero que la profesora le dijera que eso no se hace y que se lo contase a sus papás —respondió María aliviando el sentimiento de culpa que no le correspondía sentir a su temblorosa nieta —. ¿Prefieres que hagamos otra cosa? ¿Un puzle por ejemplo?

Sabía que la historia se estaba repitiendo. Lo había visto en los ojos de Alejandra, pero cuando había intentado hablar con ella lo único que había conseguido es que pasasen semanas hasta poder volver a ver a Carlota. Aquel día confirmó que la pesadilla iba más allá, que ni siquiera la niña podría escapar de ella... Una gota de agua sacó a María del recuerdo amargo de aquella tarde.
   —¿Me has mojado tú? —preguntó transformando su pensativo rostro en una inmensa sonrisa mientras metía las manos en el agua y chapuscaba a su nieta que le respondió del mismo modo.
   —¡Abuela! —dijo mientras María la envolvía en una enorme toalla para llevarla al sofá del salón donde la pequeña había dejado el pijama — ¿Por qué mamá está tan triste?
   —Porque la gente se pone triste cuando se muere alguien a quien se quiere cariño.
   —¡Ya! —respondió pensativa — Lo que no entiendo, es porqué.
   —Porqué ¿qué?
   —Por qué lo quería.

Aquella respuesta dejó a María descolocada. Incluso la hizo sentir culpable. Como si querer a Juan fuera un pecado imperdonable.
   —¿Tu no querías a papá? —preguntó sin saber muy bien cuál iba a ser la respuesta.
   —Lo quería… —comenzó a decir midiendo las palabras, si es que una niña de seis años puede hacer eso — … pero dejé de hacerlo cuando…
   —¿Cuándo qué cariño?
   —Cuando me caí —terminó, agachando la mirada, sabiendo que acababa de confesarle a su abuela la mentira.
   —Te entiendo —respondió sin reprocharle absolutamente nada, para después cogerla como el saquito que parecía, sentarla sobre sus rodillas y envolverla con sus brazos —. Yo también dejé de quererle un poco más aquel día.

Carlota, levantó la cabeza que había escondido en el hombro de su abuela. La miró a los ojos y sonrió como si aquellas palabras la hubieran liberado de una pesada cadena que arrastraba sin comprender por qué, aunque en ella aún podía verse el reflejo de alguna duda.
   —¡Cariño! Sabes que puedes preguntarme lo que quieras ¿Verdad?
   —¿Por qué mamá no dejó de quererle? ¿Por qué no dejó de quererle cuando la gritaba? ¿Cuándo…?
   —¿Cuándo la pegaba? —preguntó María con la sensación de estar manteniendo con su nieta una conversación que no se debería mantener nunca con una niña y, sin embargo, sabiendo que debía hacerlo.
   —Sí —sollozó como si estuviera reviviendo alguna escena que tampoco tendría porque haber vivido.
   —No lo sé cariño. No lo sé. A veces las personas queremos a otras personas, aunque no se lo merezcan.

Las preguntas de Carlota, inocentes pero cargadas con una pesada verdad que hizo que María se plantease por qué ella tampoco había dejado de querer a su marido, detuvieron el tiempo por un instante. El tiempo justo para recordarse cubriendo los moratones de su rostro con maquillaje para ir a la salida del colegio y que las demás madres no pudieran verlos. Para que las mentiras que le contaba a su familia, de la que poco a poco se alejó porque las consecuencias que tenía verlos eran cada vez más duras, no le siguieran atormentando el alma. Para que su sentimiento de culpa, no siguiera humillándola cada vez que se miraba en el espejo. Maquillaje. Un maquillaje que se quitaba llorando frente al espejo que, día sí y día también, le recordaba que no era digna de un hombre que lo hacía todo por ella, de un hombre al que, literalmente, le debía la vida.
   —¿Qué piensas abuela? Tú también puedes contarme lo que quieras.

Aquel ofrecimiento hizo sonreír a María, pero prefirió no decirle la verdad, sus heridas ya habían hecho demasiado daño y las que la pequeña guardaba en su cabeza ya eran suficientes.
   —Estaba pensando que tengo una masa para hacer croquetas en el frigorífico desde hace dos días y que sí no las hago ya, la tendré que tirar. ¿Me ayudas y las cenamos?

Carlota asintió. Saltó de las piernas de su abuela y se puso el pijama corriendo. Le encantaba cocinar con ella porque su madre tampoco dejaba que entrase en la cocina. Decía que lo iba a hacer mal y que papá se enfadaría, pero a María no le importaba si las croquetas quedaban iguales o no, si unas eran más pequeñas que otras o si tenían más o menos pan rallado, hacía tiempo que había empezado a hacerlas como le venía en gana.

Mientras Carlota preparaba la banqueta en la que se arrodillaría para llegar a la mesa y echaba el pan en un plato procurando, sin mucho éxito, no tirar fuera demasiado, María rompió dos huevos en uno hondo y comenzó a batirlos. El sonido del tenedor contra el plato la llevó a otro momento, en aquella misma cocina, solo que en aquella ocasión se vio machacando una decena de pastillas de Sintrom en el mortero para después verter el resultado en la mahonesa con ajo que acababa de hacer para que su marido se comiera los filetes sin protestar. Machacando pastillas para después mezclarlas con la carne picada de las albóndigas que ella nunca comía, pero de las que él no dejaba ni la salsa. Machacando, mezclando y ofreciéndoselo día tras día, hasta conseguir lo que el azaroso e injusto infarto que había permitido que regresase a casa, no había conseguido. Había confiado en él y la había fallado, los médicos la habían fallado, lo habían salvado y aunque pensó que quizá aquello le cambiaría, que le haría reflexionar, se equivocó. Su marido había regresado a casa enfadado con la vida, más enfadado de lo que ya estaba antes, con la rabia desatada y la mano mucho más suelta. Volvió enfadado, pero creyéndose inmortal y María no pudo soportar aquella mezcla, no por ella, sino por el bebé que descansaba en la habitación de al lado mientras sus padres trabajaban. Carlota no merecía un abuelo así, ni una abuela que apenas pudiera cogerla en brazos por los golpes que escondía bajo la ropa, con un bebé que lo hubiera soportado ya había tenido bastante.

Una lágrima calló en los huevos batidos. Con la manga de la chaqueta se limpió el rostro confiando en que Carlota no se hubiera dado cuenta, pero la niña hacía rato que la miraba sin decir nada.
   —¿Empezamos? —preguntó María dejando el plato en la mesa, disimulando, sonriendo mientras seguía llorando por dentro porque sí, lo había matado, pero no, no había sido fácil tomar la decisión de hacerlo.
   —Abuela, ¿crees que mamá me dejará cocinar con ella ahora que papá ya no está? —preguntó la pequeña tras terminar de darle a una de las croquetas forma de corazón, o al menos de intentarlo.
   —Seguro que sí, cariño, seguro que sí. Y si no te deja, la convenceremos para que lo haga ¿vale?
   —¿Vamos a vivir todas juntas ahora? —volvió a preguntar esperanzada.
   —No lo sé. Ya sabes que a mí no me importaría, pero eso lo tiene que decidir tu madre. De momento os quedaréis aquí un par de días, luego ya veremos.
   —¡Ojalá quiera!
   —¡Ojalá!

La cena quedó de lo más divertida. María se unió al juego de dar formas diferentes a las croquetas y, aunque en realidad ninguna parecía lo que se suponía que era, no les importó porque podían imaginar lo que les diera la gana sin que nadie les echase en cara que soñar, no sirve de nada.
   —Abuela ¿Cómo pasó?
   —¿El qué cariño?
   —¿Cómo ha muerto papá? Mamá no me lo ha querido contar.

María se quedó pensativa. Mientras el vaso de leche de Carlota daba vueltas en el microondas, pensó en que decirle. Que había sido un accidente es lo único que se le ocurrió, pero ella sabía que era mentira. Que el barreño con lejía y agua no estaba por azar en la bañera, que los dos botes de desatascador que esperaban en el desagüe tampoco. María sabía que si algo odiaba Juan es que, al ir a ducharse para intentar disimular el hedor a alcohol antes de que llegasen a casa su mujer y su hija, hubiera algo en la bañera que le impidiera hacerlo rápido. Sabía que entraría directamente al baño, que cerraría el pestillo, que al ver el barreño lo vaciaría de malas maneras y que estaría tan enfadado que no prestaría atención a nada mientras se desnudaba, que se introduciría en la bañera siendo incapaz de ver más allá de su propio odio. María sabía que Juan la culparía a ella, su mujer tenía bien aprendida la lección y nunca dejaba nada que pudiera molestarle, pero le dio lo mismo porque sabía que en aquella ocasión Juan no podría reprocharle nada, que la mezcla de todo aquello acabaría con su vida, lo había visto en un programa de televisión y lo preparó todo mientras no había nadie en casa, midiendo el tiempo para que la mezcla fuera lo suficientemente fuerte, pero se hizo la sorprendida cuando los médicos les explicaron lo que había ocurrido, incluso fue capaz de fingir una culpa que apenas sentía. Tenía llaves, a veces iba para ayudar a Alejandra para evitarle enfrentamientos con su marido, entre el trabajo y la niña casi no tenía tiempo de tenerlo todo como a él le gustaba, pero no había podido dejar de darle vueltas a la caída de Carlota y María no estaba dispuesta a consentirlo. Podría haberle denunciado, pero ella lo había intentado dos veces con su marido y sabía que, siendo la justicia tan lenta, las represalias por hacerlo llegarían antes que la solución.
   —Fue un accidente cariño —dijo decidiéndose al fin, evitando más detalles. ¿Cómo iba a explicarle a su nieta que lo había provocado ella? —. Lo único que debe importarte ahora, es que ni tú, ni mamá, volveréis a caeros más.

Carlota no pidió más explicaciones, el abrazo que le dio a su abuela como respuesta lo dejó todo claro y acarició con cariño la conciencia de una mujer que no se sentía orgullosa de lo que había hecho pero que sabía qué, si su nieta podía vivir sin el miedo con el que había vivido ella y con el que estaba segura vivía su madre a pesar de que el amor contaminado que sentía por Juan le impidiera verlo, ella también podría vivir en paz.
   —Creo que va siendo hora de que te vayas a la cama cariño —dijo María cuando Carlota se terminó la leche —. Vete a darle un beso a mamá y si quieres duermes conmigo ¿Vale? Yo iré enseguida.

La niña sonrió entusiasmada. Adoraba dormir con su abuela, ella no sabía explicarlo, pero algo la hacía sentir que entre sus brazos nada podría ocurrirle. Carlota tenía pesadillas, no se lo decía a nadie porque cuando con cuatro años le contó a su madre que soñaba que papá entraba en su cuarto y la gritaba y hacía daño, Alejandra se enfadó muchísimo. En realidad, con ella misma, aunque también era incapaz de explicarlo porque dicen que no hay más ciego que el que no quiere ver, pero es mentira, porque no querer ver no apaga la luz, pero que no te dejen, lo sume todo en una oscuridad aterradora en la que no respirar se convierte en la mejor opción. Eso le ocurría a Alejandra, no respiraba y procuraba que su hija tampoco lo hiciera porque según Juan, si alguien tenía que hacerlo, ese era él.

Cuando María se quedó a solas en la cocina, abrió la ventana, se encendió un cigarrillo y lloró apoyada en ella todo lo que no había llorado desde que cerró la puerta de la casa en la que algunas horas más tarde encontraron muerto a Juan. Lloró desconsolada. Lloró por el primer tortazo que perdonó porque cuando ocurrió a todo el mundo le parecía normal que un marido aleccionase a su mujer de vez en cuando. Lloró por el dolor que sintió cuando en un forcejeo le rompió la muñeca. Por todos los platos rotos. Por los cristales reventados a puñetazos que iban destinados a ella y que evitaba encerrándose durante horas en el baño. Lloró por haberle entregado al miedo su cuerpo, por haber dejado que la educación del bebé que nació fruto de aquella dolorosa entrega creciera con la idea impuesta de que su madre era una cobarde, que era una inútil, que no servía para nada. Lloró por las maletas que no había llenado. Por todas las veces que había callado. Lloró. Hasta que el cigarro se consumió entre sus dedos, hasta que sus huesos quedaron ateridos por el viento frío de la noche que le golpeaba la cara con agujas de libertad, porque al fin la había conseguido, para ella, para Alejandra y para su pequeña y era buena, la libertad siempre lo es, pero dolía.
   —Abuela —susurró una voz desde la puerta —. No puedo dormir ¿Vienes a contarme un cuento?

María se secó las lágrimas antes de girarse. Miró al cielo de nuevo, rogándole que, aunque no lo merecieran cuidase de ellos, rogándole que ambos se hubieran desprendido de los demonios que asomaban en sus ojos y que, pasase lo que pasase, ninguna de las tres tuviera que ver ninguno nunca más.
   —¡Claro cariño! Ya sabes que me encanta contarte cuentos.

   —Abuela —volvió a susurrar Carlota mientras avanzaban por el pasillo en dirección a la habitación —. Cuándo papá era pequeño ¿También le contabas cuentos?

Adriana Marquina

2 comentarios:

  1. Muy buen relató. Cuantas situaciones como está existen. Madre mía cuantas Carlotas y Marías padecen esto. Gracias por compartir

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  2. Muy buen relató. Cuantas situaciones como está existen. Madre mía cuantas Carlotas y Marías padecen esto. Gracias por compartir

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