martes, 8 de agosto de 2017

Tu perfume

Necesito saber el nombre del perfume que utilizas. Ese que me hizo girarme cuando pasaste a mi lado sin detenerte. Ese por el cual recorrería tu piel en una noche endemoniada de insomnio sin tan siquiera haberte visto, porque a veces andamos solos, aunque estemos rodeados de gente y cuando quise darme cuenta, ya habías desaparecido tras la esquina de la calle. Pensé en seguirte. En desandar mis pasos y ver como eras, pero en el aire se había quedado pegado el aroma de tu piel y no pude evitar sentarme en el banco verde que ajeno a ti me reclamaba a mí para cerrar los ojos y jugar despacio.

Despacio cree un rostro que podría ser el de cualquiera pero que terminó siendo el tuyo. Risueño, rosado, atravesado por una sonrisa curvada por la dicha de una vida llena de anhelos de más. De más viajes, de más sueños, de más conocimiento, de más tiempo para perder el tiempo pensando en qué utilizarlo. De más películas, de más libros, de más música, de más cervezas con amigas de esas por las que el tiempo pasa, pero con las que nunca pasa el tiempo. De más miradas cruzadas, de más sonrisas cómplices, de más susurros gritados en plena noche. Iluminado por unos ojos de esos que retan y yo, acepté el reto.

Adiviné una infancia plena en la que la libertad se sentía tan lejana que parecía inalcanzable. En la que siendo una niña como las demás te sentías diferente. En la que aprendiste a jugar sola cuando jugabas acompañada porque no entendías que entre las reglas del juego hubiera una que dijera que eso era lo que los demás esperaban de ti. Se esperaba de ti que fueras una más siendo única y empezaste a crecer acostumbrándote a callar lo que pensabas, lo que sentías, lo que querías hacer, lo que necesitabas hacer porque, para cuando pensaste en revelarte, ya habías crecido lo suficiente como para saber que nada puede hacer más daño que una mirada reprobatoria y las miradas de las personas que aceptan las reglas sin preguntar siempre lo son. Seguiste creciendo entre las paredes de una habitación que te dejaba ser, que te dejaba atravesar el campo interminable para marcar el gol de la victoria en el último segundo, levantar la espada con la que salvar al mundo o solucionar ese crimen que tuviste que dejar a medias porque tenías que salir de allí para que quienes no eran en ninguna parte fueran contigo. Pensabas que formabas parte de algo, pero era el algo el que formaba parte de ti y se convirtió en una camisa de fuerza con los cinchos tan apretados que las hebillas marcaban tu piel. La marcaron aquellas amigas sin las que no te imaginabas, pero de las que apenas ha quedado una porque ellas si se imaginaban sin ti. Aquellas fiestas en las que sonreías a quien te decían tenías que sonreír mientras mirabas de reojo a quien te hacía sonreír a ti, ajena, inalcanzable, prohibida. Aquellas conversaciones en pijama en las que escuchabas con atención la descripción de sentimientos que se parecían a los tuyos mientras el humo de lo prohibido inundaba tus pulmones cansados de suspirar porque se parecían, pero no eran iguales.  Aquellos besos socialmente bien vistos en los que dabas lo mejor de ti, pero de los que te llevabas lo peor. El miedo, la angustia, la rabia de que no fueran los de ella. Los de cualquier ella. Me imaginé tu primer beso, el primero de verdad. Ese en el que los ojos que te miraban te miraban a los labios dudando si caer en el pecado de tu lengua paralizada, de tu respiración entrecortada, de tus ojos centelleantes al intuir la luz que lo iluminaria todo cuando el muro de las reglas explotase ante el pecado que estabas a punto de cometer, que ansiabas cometer, ese con el que tantas y tantas veces habías soñado despierta, que tantas y tantas veces habías pensado que nunca llegaría. El primer beso, la primera vez. Voy a arriesgarme a decir que fue con una mujer que tenía más experiencia que tú, con una a la que no le temblaron las manos al deshacerte de tu camiseta, con una que sujetó las tuyas para regalarles una firmeza que desapareció en cuanto besó tu cuello, en cuanto con cuidado te tumbó sobre la cama, quizá la suya, quizá una que acababas de conocer, pero de la que ya no te podrías olvidar. Me imagino sus labios recorriendo tu cuerpo, tus ojos luchando por no perder de vista el techo segura de que, mirándolo a él, tu vergüenza desaparecería. Su mano perdiéndose entre tus piernas, cortando tu respiración, tensando todo tu cuerpo, haciendo que mordieras tu labio mientras tus manos se enredaban en las sábanas en vez de en su piel. ¿Cuándo tardaste en darte cuenta de que la piel no se rompe? ¿Tal vez fue cuando mordió tu pecho? ¿Cuándo arañó tu espalda? ¿Cuándo sentiste su lengua perdida dentro de ti? Acabo de verte sonreír, aunque aquello no fuera lo que esperabas, aunque los nervios no te permitieran mirarla a la cara sin que el rubor te hiciera cerrar las piernas, sin mirar de nuevo al techo. Puede que incluso te sintieras culpable por dudar de que su satisfacción no concordase con su aptitud. De que tu aptitud no concordase con su satisfacción. Aunque eso lo sepas ahora que con los años has descubierto que el placer no es placer hasta que eres incapaz de diferenciar una cosa de la otra. Hasta que el techo parece el cielo. Hasta que la vergüenza se deshace a patadas de la ropa. Hasta que lo que se rompe no es la piel, si no el aire. Hasta que le haces el amor a un perfume.

A tu perfume.

Adriana Marquina