lunes, 25 de septiembre de 2017

San Junipero Aurelier

A Celia le encantaba ir al Ambigú a la hora del café. El humo de los puros de los hombres que leían con interés los periódicos que no habían podido leer por la mañana, hacía que el murmurar de las mujeres que cotilleaban con elegancia, pero sin discreción, llegase hasta ella con un halo de misterio que le era de mucha utilidad a la hora de ambientar el siguiente capítulo de su novela. Le gustaba sentarse en la mesa de al lado de la ventana, enfrente del piano que descansaba esperando que a las ocho de la tarde la clientela cambiase por completo de aspecto. Desde allí, con la silla puesta en el angulo exacto, podía ver todo el café a través de un enorme espejo que colgaba de la pared, casi a su suerte, sin que nadie la viera a ella.

La rutina de aquel lugar le daba la tranquilidad necesaria para concentrarse en lo que se tenía que concentrar. Ella siempre llegaba a las tres y media, sabía que a esa hora la mesa que le gustaba estaba libre y había comprobado que las demás andaban un tanto escasas de musas. Diez minutos más tarde, mientras esperaba a que su té dejase de arder y ordenaba sobre la mesa los folios ya escritos, llegaban dos mujeres que aderezaban sus cafés con dos gotitas de licor que eran en realidad media taza. Pocos minutos después, disimulando como cada día el hecho de que esperaba en la esquina de la calle a verlas llegar, entraba un joven de buena planta y mejores modales que sin duda intentaba aparentar más años de los que su ingenua sonrisa era capaz de transmitir y que se sentaba en la mesa de al lado fingiendo un encuentro casual que provocaba en una de ellas una sonrisa pícara de esas que dejan claro que la culpa de lo que no ocurre, es de las circunstancias. Un señor de frondoso bigote se sentaba en la barra mirando hacia la puerta a eso de las cuatro menos diez. Su mirada profunda, se llenaba de anhelo cinco minutos más tarde, cuando saludaba con la cabeza a las tres señoras que le ignoraban con la dignidad de quienes se creen mejores que nadie mientras esperaban a que Enrique les retirase las sillas para poder sentarse. Celia, había llegado a la conclusión de que una de ellas le recordaba a aquel amor que un día se fue y no regresó y le regalaba una mirada cómplice que el señor agradecía justo antes de volver a la sección de economía que leía como si a él todo le diera igual. Para las cuatro en punto, todos los habituales ya habían llegado y Celia podía al fin dejar constancia sobre el papel del orden escogido para las palabras que se agolpaban en su cabeza y que poco a poco iban dándole forma a su segunda novela. La primera, la historia de su familia, de sus hermanas, había sido todo un éxito y aunque no estaba segura de que la sociedad fuera a entender la vida de la mujer a la que había hecho protagonista en aquella ocasión, sabía que no podía dejarla con la vida a medias.

Aquella reflexión, que en un segundo y de un manotazo arrancó de su lado la inspiración, la hizo volver al mundo real. Volver a su espejo. A los murmullos que no habían cesado pero que habían desaparecido. Entre ellos, una voz que no reconoció pero que sintió no volvería a olvidar, pidió un café doble en la barra. Intrigada, se giró para buscar a la propietaria que, sentada en un taburete de la barra, erguía su postura cansada para ser la dama elegante que tenía que ser. Celia tuvo que mirar dos veces y parpadear cuatro. La capa azul que colgaba hasta el suelo ocultando el asiento, el recogido elegante pero sencillo de su pelo y las manos delicadas que sacaban del bolso unas monedas, la hicieron sentir que su protagonista se le había escapado. Celia sonrió incrédula y sintió dentro el calor que anuncia una locura. Se quitó las gafas y recogió un poco la mesa en un acto de nerviosismo que ni ella comprendía bien, pero cuando inhaló el aire que la levantaría de la silla, la vio pasar por el reflejo del espejo rumbo a la puerta sin darle la oportunidad ni siquiera de verla el rostro.

—Enrique ¿Quién era esa enfermera? —preguntó curiosa a la par que decepcionada cuando el dueño del local pasó a su lado con la bandeja cargada de copas aún vacías.

—No lo sé. ¿Quieres que le pregunte a Antonia? Está ordenando el almacén, pero ya sabes lo que le gusta un cotilleo.  

En un acto irracional, Celia negó y terminó de recoger sus papeles, los guardó junto a su pluma en la cartera de piel que la acompañaba fiel a todas partes y salió a la calle, miró hacía los lados y persiguió la única capa azul que vio sin contar con que a escasos diez metros, se toparía de frente con su hermana Adela que iba con calma a abrir su sombrerería.

—¿Dónde vas tan despistada? —preguntó al ver que ni siquiera la había visto.

—¡Adela! —exclamó apurada mirando por encima de su hombro para comprobar como la capa doblaba una esquina tirando por tierra su idea de preguntarle a aquella mujer si sería tan amable de regresar a su novela —Perdóname, iba pensando en mis cosas.

—Ya veo, ya. ¿Qué tal lo llevas? —preguntó señalando la cartera.

—Bien. Bien, bien. No sé si mi protagonista sigue ahí, pero lo llevo bien —respondió bromeando asumiendo con la mirada triste que no volvería a verla —. Te dejo, tengo que ir al periódico y ya llego tarde —añadió como excusa, aunque no le sirvió de nada.

La enfermera había desaparecido. Adivinar por qué calle había podido ir teniendo en cuenta que había decenas de ellas a su alrededor que a su vez se bifurcaban en decenas más, era imposible, así que regresó al piso que no sin esfuerzo había comprado y arreglado con la venta de Seis Hermanas.
Pasó el resto de la tarde releyendo lo que ya tenía escrito y se dio cuenta de que a su enfermera le faltaba voz y le faltaba vida. La vida que le daba vida a la capa que había perdido de vista horas atrás. Intentó inventarle una, pero no sonaba igual y quiso darle una historia más creíble de la que le había dado, pero todo cuanto se le ocurría la decepcionaba, la voz de aquella mujer guardaba el secreto de cientos de historias por descubrir. Cuando llegó la hora de irse a la cama, Celia se dio cuenta de que nada de todo cuanto había escrito tendría sentido sin saber, al menos, el nombre de aquella mujer que se le había escapado por su indecisión.

Al día siguiente, la escritora pasó toda la tarde esperando a que el azar, o el destino, hicieran que la enfermera volviera a entrar en el Ambigú, pero fueron pasando las horas y a excepción de la camisa de cuadros de una mujer que se sentó al otro lado del café de espaldas a ella, nada llamó su atención. Comprobando con tristeza que se acercaba la hora de irse a dar una de sus clases particulares de inglés, pues, a pesar de que había tenido que dejar las aulas seguía adorando la docencia, recogió sus libros, se puso el abrigo y salió por la puerta con la cabeza en algún lugar al que no conseguía acceder.

—¡Disculpe! ¡Disculpe!

Aquella voz… La dejó paralizada de espaldas a medio metro de la puerta.

—Disculpe, se le ha caído el libro…

Celia, se giró despacio, como si de pronto su cartera pesase toneladas. Como si todo en cuanto creía se tambalease, como si sintiera que, al darse la vuelta, iba a estar tan sola que no podría soportar la locura.

—¿Está bien? —escuchó mientras subía la mirada por la falda beige que acababa en un cinturón negro tras el que comenzaba una camisa de cuadros que le era familiar.

—¡Eres tú! —exclamó boquiabierta.

—Así es, soy yo —respondió divertida con el libro en la mano extendida hacia Celia —, igual que supongo que usted, es usted.

La sonrisa que siguió a aquellas palabras, tan blanca y pura que parecía de mentira, le aceleró el corazón dejándola aún más bloqueada. Por un segundo sintió que volvía a ser aquella veinteañera temblorosa que temía reconocer que el camino que su corazón había escogido no se correspondía con el que habían escogido todas las mujeres que la rodeaban. Por un segundo recordó la mirada inquisidora del Doctor Uribe, un médico sin escrúpulos del que consiguió escapar a base de mentiras. Por un segundo sintió que todo cuanto había pasado para llegar a ser le recorría la columna vértebra a vértebra, haciéndola consciente de que hubiera dolido lo que hubiera dolido la fusta con la que tantas veces la golpeó o la corriente que tantas veces le atravesó, había merecido la pena cada segundo de lucha por estar en aquel momento allí, haciendo el ridículo ante la mujer más hermosa que había visto en su vida.

—Orgullo y prejuicio —leyó en la tapa intentando hacer que Celia reaccionase —. Creo que el único hombre que me ha gustado en mi vida —comenzó a confesar llevándose el libro al pecho de forma cómplice —, ha sido Mr. Darcy.

En aquel momento Celia creyó desmayarse. La mirada de la mujer tras decir aquello, se iluminó ante ella haciéndola comprender que todas las orillas en las que había desembarcado sin éxito tenían una cosa en común. Ninguna, tenía faro.

—Lo utilizo para dar clases de inglés a una adolescente un tanto irreverente —reaccionó al fin extendiendo la mano para recuperar el libro—. ¿A qué adolescente no le gusta leer una historia de damiselas buscando el amor?

—¿Es usted maestra? —preguntó alargando el momento en el que soltar la tapa intentando averiguar que era eso que la unía a aquella desconocida con tanta fuerza.

—Lo fui. Ahora soy escritora, o lo intento —añadió modesta —. Soy Celia Silva, si suelta el libro será un placer saber quién es usted y estrechar su mano.

Las tornas cambiaron en el momento en el que la enfermera escuchó su nombre. Hacía al menos siete años que no vivía en Madrid, pero sí estuvo cuando aquella mujer que tenía delante publicó bajo el seudónimo de Román Caballero una serie de artículos que levantaron más de una ampolla social y cuando se la acusó de haber atentado contra el mismísimo Ateneo.

—No puedo creer que usted sea Celia Silva… Bueno, en realidad no puedo creer que no la haya reconocido. Yo soy Aurora, Aurora Alarcón, fui la jefa de enfermeras de la casa de socorro que consiguió que abrieran en Arganzuela, aunque no tuve la fortuna de llegar a conocerla.

Celia arrugó el ceño haciendo memoria.

—Me consta que hizo una gran labor allí, aunque si mal no recuerdo, no estuvo demasiado tiempo ¿verdad?

Aquella pregunta apagó el brillo de una mirada que se perdió en el suelo de un pasado difícil de olvidar, aunque se volvió a iluminar al segundo, como si Aurora hubiera aprendido a salir del pozo de un solo salto.

—Esa respuesta es digna de un buen licor, pero me temo que si acepta llegará demasiado tarde a su clase.

—¡Mi clase! —exclamó Celia entregándose a un reloj que se rio con maldad —Acepto ese licor —dijo elevando la voz mientras se alejaba sin llegar a girarse del todo —, ¿Le parece si nos vemos aquí a las seis y media?

—Como me siga tratando de usted, me temo que se quedará con la duda —gritó provocando que media calle se girase a observarla con desprecio —. La espero en este punto exacto, de hecho, puede que no me mueva de aquí hasta mañana —bromeó.

Celia asintió con la cabeza, con la mirada, con la sonrisa y con el corazón que quería quedarse allí a toda costa. Aurora, con el dedo índice atrapado entre sus dientes en un gesto inconsciente, se quedó mirando cómo se alejaba divertida. Y aquel 24 de septiembre de 1922, se quedó mirándolas a ambas sabiendo que aquel encuentro, era lo más bello que le había ocurrido aquel día al mundo.

La noche pasó muy despacio, como si todas las fases de la luna quisieran asomarse a las dos ventanas tras las que el insomnio anunciaba que algo había cambiado para finalmente dibujar una sonrisa entre las estrellas que compartiría el amanecer con los rayos de un sol que ansiaba traspasar la mitad del cielo para ser testigo del nuevo encuentro.

—¿Siempre llega diez minutos antes a sus citas? —le susurró Aurora a Celia haciendo que esta se girase para mostrarle una sonrisa que no había perdido desde el día anterior.

—¿Quiere que sea sincera?

—Quiero que seas quien sientas ser —respondió Aurora enhebrando su brazo en el brazo de Celia con una complicidad y una energía que hizo que la escritora sintiera que podía serlo de verdad—, y por eso, me gustaría que aceptes la sugerencia de un cambio de lugar.

—¿Dónde me quieres llevar? —preguntó intrigada mientras comenzaban a caminar.

La sonrisa con la que Celia salió de la representación teatral a la que Aurora la llevó por sorpresa, hizo que la luna de aquella noche que se les echó encima desapareciera muerta de envidia.

—¿Crees en la reencarnación? —preguntó Celia mientras Aurora se acababa de abrochar los botones del abrigo a la puerta del teatro.

Aurora dudó un instante.

—No sé si lo llamaría así, si te digo la verdad por razones obvias no soy muy creyente, pero pienso que tenemos poco tiempo para hacer todas las cosas que hay por hacer así que sí, digamos que creo que después de este tiempo, tendremos más tiempo. ¿Por qué?

—Porque si vuelvo a nacer, me encantaría ser…

—¡Actriz! —exclamó Aurora entusiasmada.

—¡Sí! ¿Tú también? —preguntó siendo ella quien se agarró con fuerza a su brazo para comenzar el ascenso de la Gran Vía.

—Me encantaría subirme a un escenario y hacer que la gente sienta cosas que de otro modo nunca serían capaces de sentir. Poder darle vida a personas imaginarias que seguramente existan en algún lugar. Aprenderme textos intensos, o mediocres, no me importa. Saber llorar o reír al antojo. Trasgredir sin que nadie pueda juzgarme porque no soy yo, es el personaje. El autor… O la autora —añadió clavando sus ojos en los ojos de Celia que la escuchaban con atención.

—No creo que llegue nunca a escribir teatro si es lo que sugieres.

—Tú harás todo lo que te propongas hacer y algo me dice que yo estaré ahí para verlo —añadió apoyando ligeramente y durante solo un segundo su cabeza en el hombro de Celia que torció levemente la suya como agradecimiento.

Una carcajada de Aurora rompió aquel momento. Se paró y giró la cabeza para desafiar con la mirada a una pareja cincuentona que al pasar a su lado había murmurado algún improperio ante el gesto.

—Me hace gracia lo vacías están las vidas de algunas personas —dijo respondiendo a la pregunta que Celia no llegó a hacer.

—Y pensar que hace unos años me preocupaba tanto lo que pensasen de mí que era el miedo quien guiaba mis sentimientos…

—¿Cómo cogiste las riendas?

—Bueno, aprendí que la gente ve lo que quiere ver y que, si yo le daba importancia a lo que veían, veían precisamente lo que pretendía ocultar. No hay nada mejor escondido que lo que está al alcance de los ojos. ¿Y tú?

—Yo aprendí a base de golpes —respondió con una sonrisa que traspasó a Celia de dolorosa que le pareció —. Tuve un marido, era lo que se esperaba de mí y cedí a ello. Era una mala persona. Demasiado para lo que puedas llegar a imaginar.

—Puedo llegar a imaginar muchas cosas. ¿Puedo preguntar que fue de él?

—Está en la cárcel. Pagando por el asesinato de nuestro hijo no nato.

—Lo lamento.

—Y yo, pero aprendí a salir de todo aun arrastrándolo todo.

—¿Por eso te fuiste de Madrid?

—No. De Madrid me fui porque a las pocas semanas de haber inaugurado la casa de socorro, incorporaron a la plantilla a una enfermera en la que confié más de lo que debía sin saber que todo cuanto le conté de mi lo utilizaría para atormentarme. Me fui a Austria. Bueno, en realidad regresé allí. A la ciudad que me formó como enfermera, como persona y como mujer. Hace cosa de un mes me enteré de que ese ser había fallecido. Su locura la llevó al manicomio y del manicomio salió con los pies por delante. Cuando te metes con quien no debes, terminas donde no quieres. Ella se creía inmortal y jugó con alguien que estaba muerto en vida y sin nada que perder.

—¡Pues me alegro! —exclamó risueña golpeando con cariño la mano de Aurora que la miraba con el ceño fruncido —De que volvieras a Madrid… —aclaró con el toque de sarcasmo justo.

Cuando dejaron de hablar, se dieron cuenta de que la noche estaba completamente en calma. La ciudad seguía viviendo, pero era como si su ruido estuviera en otra dimensión. Como si fuera el murmullo de la radio en una mañana fría de invierno en las que la leche se calienta poco a poco para darle temperatura al hogar. Disfrutando del silencio y sin rumbo, se vieron sorprendidas a la altura de la calle Hortaleza por un saludo mucho más cariñoso de lo que Aurora hubiera podido esperar jamás de una completa desconocida. Aquella mujer rubia que sujetando a Celia del brazo las había detenido, la miró de arriba abajo con total aprobación y le plantó dos besos en las mejillas que a punto estuvieron de ruborizarla.

—¡Diana! ¡Salvador! ¿Qué hacéis por aquí?
—preguntó Celia pasándose por encima el protocolo de las presentaciones.

—Hemos salido a cenar —respondió Salvador —, ya sabes que tu cuñado es un hombre detallista —bromeó con la sonrisa de medio lado que tanto le caracterizaba y que tanto gustó a Aurora que acababa de atar todos los cabos.

Diana le dio un manotazo cariñoso en el brazo antes de presentarse por sí misma y de dejar claro que estaba encantada del casual encuentro que sin duda quería repetir con más calma el siguiente fin de semana, en casa, con las demás hermanas.

—No voy a aceptar un no por respuesta —sentenció antes de acercarse a Celia y susurrarle algo que sonrojó sus mejillas —. El sábado que viene a las nueve en casa Silva. Mi hermana le dará la dirección encantada.

Aurora se quedó paralizada en medio de la calle mientras Celia comenzaba a andar y Diana y Salvador subían la Gran Vía como si nada de aquello hubiera sucedido.

—¿Vienes?

¡Claro que iba! ¿Cómo no iba a ir?

—Tus hermanas saben…

—¡Claro! A algunas les costó más que a otras, pero mereció la pena correr el riesgo de decirles quien soy. Aunque reconozco —comenzó a confesar en voz baja sujetándose de nuevo al brazo de Aurora —, que a lo mejor alguna se enteró al abrir en el momento equivocado la puerta sin haber llamado primero.

Aurora tuvo que detenerse para reírse a gusto. Se imaginó la escena, se imaginó las reacciones escandalizas y agradeció no haber tenido que verse en esa tesitura con su hermano Camilo que hacía por lo menos diez años había abrazado la fe y había decidido aislarse en un pueblo lejos del ensordecedor ruido de los pecados del mundo. Secándose las lágrimas que ya no liberaba por nada más que por su propia felicidad, se incorporó con la intención de seguir andando, pero pronto se dio cuenta de que estaban en el cruce con la calle Alcalá y no pudo evitar quedarse admirando el edificio del recién construido Círculo de Bellas Artes.

—Desde que volví y vi esa azotea, he querido subir a ella.

Celia la acompañó en el sueño con la mirada dirigida al cielo de Madrid y aunque por un segundo pensó en que las probabilidades de que alguna de las personas que entraban y salían de él fueran conocidos del entorno del periódico, prefirió guardase el As y apostarlo todo al comodín al que sí tenía acceso.

—¿Crees que esa copa de licor podríamos tomarla en mi casa? —preguntó Celia colocando con cuidado, y muy despacio, un mechón de pelo rebelde tras la oreja derecha de Aurora que no pudo evitar morderse el labio con suavidad antes de asentir con la cabeza.

La enfermera tardó al menos un minuto en poder cerrar la boca después de que Celia abriera la puerta acristalada del pequeño salón de su pequeño piso. Los escasos veinticinco metros cuadrados de aquella guardilla que Celia había convertido en un hogar, pasaron a un segundo plano en cuanto el centro de Madrid apareció ante sus ojos. El ángulo recto de la terraza permitía ver la extensión en dirección al Teatro Real y a la Plaza Mayor. Como si el aire que apenas se movía la empujase hacia adelante, Aurora apoyó los brazos en la cornisa que ocultaba a los viandantes aquella maravilla.

—Pero… ¿Tú cómo has conseguido esto? —preguntó girándose hacia una Celia que estaba mucho más cerca de lo que hubiera imaginado.

—Digamos que estaba en el momento justo, en el lugar indicado.

—¿Y cuan justo e indicado es el momento en el que me encuentro yo ahora?

En ese instante, los cimientos de toda la sociedad se tambalearon bajo sus pies. Toda la prudencia y discreción que se les pedía a las damas bien educadas se tiraron desde el octavo piso de aquel edificio de siete. Detrás fueron las prohibiciones, las terapias, las mentiras y las lágrimas que se llevaron a la espalda las dudas, los amores no correspondidos y los que siéndolo acabaron ante el altar de la libertad cristiana. Celia nunca había besado a una mujer como Aurora y Aurora nunca había besado a una mujer como Celia, lo supieron en el momento en que sus labios se unieron en aquel beso que se llevó el pasado que habiéndolas creado había intentado destruirlas sin éxito.

Por un segundo ambas tuvieron la necesidad de preguntarse si todo lo que les estaba ocurriendo no estaba ocurriendo demasiado rápido. Si el destino no estaría jugando con sus sentimientos de nuevo. Si aquello no sería otra trampa de esas de la vida que aparecen cuando más feliz eres para hacerte sentir que sigues siendo una simple mortal. Quisieron preguntarlo en voz alta, pero ambas sabían que las respuestas que se dicen con la boca son mucho menos sinceras que las que se dan con la mirada, así que se miraron hasta que dieron las doce, mientras las campanas de la ciudad repicaban y las nubes ejercían de hadas madrinas cubriéndolas con la lluvia de la primera vez eterna.


—¡Buenos días remolona! —saludó Celia dejando el teléfono sobre la mesilla cuando vio que Aurora abría los ojos.

—Buenos días amor —respondió Aurora desperezándose entre las sábanas hasta acabar abrazada a Celia que la observaba de reojo desde hacía rato —. ¡Mmm! Cómo me gusta acariciarte cuando aún no se te ha despertado la piel —farfulló colando las manos por su espalda desnuda —¿Qué hacías con el móvil tan temprano? —preguntó adoptando la postura de un gatito que necesita calor.

—He soñado con nosotras y estaba anotándolo para que no se me olvide, creo que podría salir una gran historia de ahí.

—¿Sobre nosotras? —preguntó Aurora mirándola con los ojos dormidos, pero con la atención alerta.

—¡Sí! —afirmó sentándose de un salto con las piernas cruzadas de frente a ella —Pero no sobre nosotras ahora, si no sobre las nosotras que fueron otras… No sé, ha sido todo un poco extraño.

—Extraño ¿Por qué? —preguntó Aurora que intentaba comprender pero que no llegaba a hacerlo mientras se incorporaba ligeramente para llegar a acariciarle los hombros con esa picardía mañanera que es incapaz de mantener la mano en el mismo lugar.

—Vivíamos en los años veinte…

—¿Aún vestíamos con corsé? —interrumpió torciendo la sonrisa.

—¡Qué tonta eres! —respondió cariñosa siguiendo con la mirada el dedo índice de Aurora que merodeaba juguetón por el contorno de sus pechos —No, pero también éramos periodista y… bueno tu eres médico y la Aurora de mi sueño era enfermera, pero…

—Bendita apendicitis la tuya.

—¡Bendita, Bendita! —repitió divertida acariciándose la cicatriz del costado —Me sentía morir, pero si no hubiera estado a punto de estallarme, nunca te hubiera conocido.

—¿Y cómo nos conocíamos en tu sueño?

—Te escuchaba hablar en un café de la época al que al parecer acudía a escribir asiduamente. Nos había pasado de todo —comenzó a narrar entusiasmada —. A mí me habían sometido a terapia, detenido por un atentado que no cometí… Y tú, no solo habías tenido un marido muy cabrón, sino que además te había acosado una loca.

—Habíamos tenido una vida feliz por lo que veo —ironizó recolocando las almohadas para poder apoyarse en ellas cómodamente.

—También nos habían pasado cosas buenas, pero me ha dejado un poco así el hecho de que habíamos tenido una vida en la que podíamos habernos conocido muchos años antes, pero en la que no lo habíamos hecho.

—No sería nuestro momento —dijo Aurora que era muy de creer en que las cosas suceden cuando tienen que suceder. Ni antes, ni después.

—¿Te imaginas que hubiera sido así de verdad? ¿Qué no haya sido un sueño si no un recuerdo de nuestra vida anterior? Yo cuando te vi entrar en el box de urgencias y me llamaste María porque te habías confundido al coger la hoja de ingreso, sentí que eso, ya lo había vivido.

—¿Ves? A eso me refería, si aquel día hubieras aparecido en el hospital media hora más tarde, quizá no nos hubiéramos conocido nunca.

—O sí te hubieras quedado a trabajar para siempre en aquel hospital de Viena…

—Era nuestro momento —susurró melosa tirando de las manos de Celia hacia ella para dejarla tumbada sobre sí —, pero vamos, que nunca me habías contado eso.

—No quería parecerte una loquita —aclaró con un beso.

—¿Cómo vas a parecerme una loquita si la que se volvió loquita al verte allí echa un trapo fui yo?

—¡Que romántico fue todo!

—Muy de nuestro estilo.

—A mí, lo que más me gusta de nuestro estilo es la forma en que hacemos el amor… —ronroneó Celia perdiendo la lengua en la boca de Aurora que tiró del edredón hacía arriba cubriendo por completo la desnudez de sus cuerpos enlazados mientras la mano de Celia descendía por su vientre agitado dispuesta a perderse entre unas piernas que no opusieron resistencia alguna.

—En eso —se escuchó bajo el blanco rallado por el sol que entraba por la persiana entrecerrada —, tengo que darte la razón. ¡Feliz aniversario Meine…! —un profundo gemido incontenible cortó el final de la frase.

—Liebe...


Adriana Marquina

martes, 19 de septiembre de 2017

El incendio de Incendios

Quiero hablaros de Incendios, pero tengo que reconocer que no sé ni por dónde empezar. No sé si empezar poniendo una rama seca en el suelo o directamente quemando el bosque. No sé si empezar por el elenco, por el decorado, por el guion o por el argumento. No sé por dónde empezar, así que empezaré diciendo que, si todavía no la has visto, no te lo pienses. No mires el argumento, no te preocupes por quienes actúan, no leas más. Abre la página en la que se venden las entradas y compra la primera que puedas, si es que aún puedes, porque Incendios es una de esas obras desgarradoras que se te meten dentro y se quedan contigo, en tu garganta, como un cuchillo. Que se apodera de tu piel porque hacen que sientas su piel, la piel de personas invisibles a las que la parca persigue por diversión. Que te hace inhalar el humo de la hoguera en la que arde cada uno de sus protagonistas. Que te obliga a mirar por la mira de lo más ruin de la naturaleza humana y después hace que te pierdas en un silencio que llegas a sentir como tuyo, aunque no entiendas a que es debido.

Incendios es una de esas obras que existen, pero que ojalá no existieran. Que ocurren encima de un escenario que abarca ciudades que se nos escapan, que dejamos que se escapen porque mirar hacia ellas hace que sintamos el temblor de los cimientos del mundo. De nuestros cimientos. De nuestro mundo impasible. De un mundo que sigue sin darse cuenta de que, sin amor, lo único que tiene cabida es el odio y el odio mata. Literalmente, o peor, no. Diversión.

Incendios es algo que no se puede contar. Algo sobre lo que no se puede escribir porque, aunque quieras imaginarlo no alcanzas. Porque, aunque te pares y le des miles de vueltas, seguirías sin comprender como puede ser que, sobre ese escenario que te transporta poco a poco al centro de un infierno en el que se escucha un silencio ensordecedor, el resultado de la suma más básica de todas, esté equivocado.

No puedo decir demasiado, porque a nada que diga llegaría al final de un incendio que hay que comenzar a ver arder desde el principio y no quiero, y tampoco sé si sé. Lo que sí os puedo decir, es que las tres horas que dura la obra, que son demasiado para sus protagonistas pero que fueron demasiado poco para mí, te llevan por un sinfín de sentimientos que llegan a hacerte dudar sobre tu propia respiración y es que a ratos sientes que el aire que debería llenar tus pulmones se está yendo con ellos y a ratos sientes que eres tú quien se lo está robando. Lo que si puedo decir es que Carlos Martos me hizo sentir la ira de quien no comprende nada, de quien no sabe que es lo que ha hecho mal para sentir que lo quieren tan poco. Que Jose Luis Alcobendas me mantuvo toda la obra preguntándome que era eso que Lebel sabía y yo no. Que sentí profundamente que Alberto Iglesias no me entregase a mí la caja con las quinientas horas porque hubiera perdido en ellas mi cordura con gusto. Que hubiera saltado al escenario para ir con Laia Marull y el corazón roto de la sonrisa de su Nawal hasta donde ella me hubiera querido llevar. Quizá de ese modo, lo hubiéramos encontrado a tiempo. Que me hubiera quedado toda la noche escuchando la voz de Lucia Barrado y de su Sawda, aunque tuviera que secar la lágrima que se me cayó cuando cantó. Que hubiera abrazado a Nuria Espert una y otra y otra vez, hasta que las manos de su Nawal hubieran dejado de temblar delante del jurado que se retorcía en sus butacas ante el dolor de ese talento añejo al que no le hace falta nadie más que ella. Que dejar de mirar a Candela Serrat se me hizo imposible, no por el cariño que le tengo, si no precisamente porque por más que la buscaba no la encontré en esa Jeanne que lo llenaba todo con el silencio incomprensible de la mujer dispuesta a perder por el camino el sentido de la vida para, precisamente, darle sentido a la vida. Que la fotografía que le hubiera sacado al Nihad de Germán Torres entre las dos cejas, no me hubiera pesado tanto como me pesa, cuando la recuerdo, la banda sonora que dejó tras su nariz de payaso.

Adriana Marquina